Jesucristo. Los evangelios. Terry EagletonЧитать онлайн книгу.
incluido el celibato. El matrimonio forma parte de un régimen ya en decadencia, y en la Nueva Jerusalén no habrá matrimonios. Éste no es un motivo antisexual. El cristianismo ve el celibato como un sacrificio, y el sacrificio significa renunciar a lo considerado como precioso. San Pablo, un enemigo de la carne en la mitología popular, considera la unión sexual de dos cuerpos, no el celibato, como un signo del reino por venir. En realidad, contribuir al advenimiento del reino, sin embargo, implica abstenerse o posponer algunos de los bienes que lo caracterizan. Lo mismo ocurre con la contribución al advenimiento del socialismo.
Aun así, a Jesús no se le presenta como un ascético a la manera del ferozmente antisocial Juan el Bautista. Él y sus camaradas disfrutan de la comida, la bebida y la fiesta en general (se le acusa de ser un glotón y un bebedor), y anima a los hombres y mujeres a descargarse de ansiedad y vivir el presente. A través de los tiempos, sus seguidores se mantendrán en contacto con él mediante el pan y la fraternidad. Los banquetes, la camaradería, el ocio y la abundancia de vida y animación son signos del reino futuro. Incluso comparte mesa con pecadores, una práctica prohibida entre los judíos. Cuando Judas protesta porque con el ungüento con que una amiga le unge los pies se podría haber obtenido dinero para los pobres, su Maestro avala el generoso gesto estético más allá de una utilidad bienintencionada pero mezquina. Era este aspecto suyo el que atraía a Oscar Wilde. Su despreocupación es en gran medida de inspiración escatológica: puesto que la llegada del reino es inminente, no hay por qué almacenar tesoros o inquietarse por el futuro. Con el pan de cada día basta y sobra. El llamado Padrenuestro es un documento escatológico de esta índole. Lo que se podría llamar la extravagancia ética de Jesús –dar por encima de lo prudente, poner la otra mejilla, alegrarse de ser perseguido, amar a los enemigos, negarse a juzgar, no oponer resistencia al mal, la exposición a la violencia de los demás– está de manera análoga motivada por una sensación de que la historia ha llegado a su término. La temeridad, la imprevisión y un estilo de vida desmesurado constituyen signos de que la soberanía de Dios está al alcance de la mano. No son tiempos para la organización política o la racionalidad instrumental, en cualquier caso innecesarias.
El desdén de Jesús hacia la familia es particularmente sorprendente. De niño reprende a sus consternados padres cuando éstos van a buscarlo al templo, y les deja claro que su misión tiene prioridad sobre sus vínculos domésticos. Su familia no parece contarse entre sus seguidores, aunque su madre aparece en la crucifixión y su hermano Santiago acaba haciéndose cargo de la Iglesia en Jerusalén (más tarde sería ejecutado). Cuando algunos familiares inmediatos de Jesús llegan para hablar con él mientras está ocupado en asuntos públicos, les manda perentoriamente esperar. En cierta ocasión, algunos miembros de su familia tratan incluso de influir sobre él diciendo que están «a su lado». Quizá su conducta pública les abochornara. Una mujer de la multitud que alaba el seno que lo llevó es fríamente desairada. Un potencial discípulo que primero quiere despedirse de su familia es objeto de un acerado comentario. Su lucha, advierte Jesús a sus seguidores, hace saltar por los aires las estructuras tradicionales de parentesco y divide a las familias. Es más, si no «odian» a sus padres, sus discípulos no pueden ser fieles a él. Su misión no es de consenso, sino conflictiva: él viene no a traer la paz, sino con una espada que corta las afinidades establecidas y divide a quienes tienen fe en el reino y a los que no. No es un santo de escayola y tierna mirada, sino un activista implacable y de una intransigencia radical.
En cuanto a la sexualidad, que para muchos de sus más fieles devotos de hoy en día ocupa el lugar de honor en cuanto tema moral con preferencia a las armas nucleares y la pobreza global, su actitud es extraordinariamente relajada. De hecho, el Nuevo Testamento tiene muy poco que decir sobre el asunto, a diferencia de las Iglesias cristianas obsesionadas con el sexo a las que dio origen. En el Evangelio de san Juan, Jesús mantiene una conversación privada con una mujer de Samaria que ha tenido muchos maridos, un acontecimiento excepcional en varios sentidos. Un joven santo judío no podría haber hablado con una mujer en privado sin provocar un grave escándalo, no desde luego con una mujer de tan pésima reputación. Además, se trata de una samaritana, un grupo étnico considerado por los judíos como una forma de vida inferior. Cuando finalmente aparecen, la acción de éste asombra a sus guardaespaldas. No reprende a la mujer por su irregular carrera sexual, sino que la trata amablemente y le ofrece el agua de la vida eterna. Es esta despreocupación con respecto al sexo lo que ha hecho del Nuevo Testamento un documento tan escandaloso para una era posmoderna. Ha tenido que ser consiguientemente reescrito en el estilo de La última tentación de Cristo o El Código Da Vinci, que añaden el calor sexual del que tan lamentablemente carece. El Código Da Vinci propone a su manera suburbana que Jesús mantuvo una relación sexual con María Magdalena. Sin embargo, la relación más importante entre Jesús y María Magdalena no es sexual, sino el hecho de que son María y sus acompañantes las primeras en dar testimonio de que su tumba está vacía. Puesto que en aquella época las mujeres no tenían validez alguna como testigos, parece improbable que esto sea algo inventado, sea cual sea la razón de que la tumba estuviera vacía. Los evangelistas habrían querido presentar el testimonio más sólido de esta importantísima cuestión, pero se ven forzados por la presión de lo que debió de aceptarse comúnmente al conceder que la primera revelación de la resurrección de Jesús es a un grupo de ciudadanos de segunda clase. El Nuevo Testamento, por tanto, otorga a las mujeres una significación mucho más allá del estatus cultural que se acostumbra a signarles.
A pesar de este estilo de vida emancipado, Jesús no rechazaba en ningún sentido la ley judía. Era la reificación de ésta la que él ponía en cuestión. Su propósito era rescatar su esencia –el amor a Dios y al prójimo– del núcleo mistificado. No era, dicho en pocas palabras, un libertario de la rive gauche. Él y sus camaradas, por ejemplo, parece que observaban el Sabbath, una práctica congruente con la propia aversión de Jesús al trabajo arduo. El propósito del Sabbath era el descanso del trabajo lo mismo que el disfrute del propio ocio, como ocurre con Dios en el Génesis tras la creación del mundo. Lo que pretendía era evitar que se hiciera un fetiche de la producción, no que se fuera a la iglesia. No había iglesias. El tranquilo estilo de vida de Jesús es entre otras cosas un reproche implícito a quienes hacen ídolos del trabajo, la disciplina y la regulación.
Jesús no se proponía la inauguración de una nueva religión. En el Evangelio de Marcos aparece en desacuerdo con el templo y con el judaísmo tradicional, pero es que Marcos tiene aquí un interés político. Como hemos visto, Jesús deja claro a sus seguidores que su misión se restringe a los judíos. También parece haber considerado su propia vida, muerte y resurrección como el cumplimiento o la consumación de la ley mosaica. La idea de que representaba al amor en oposición a la ley, el sentimiento íntimo en oposición al ritual externo, forma parte del antisemitismo cristiano. Para empezar, a Jesús le interesa lo que las personas hacen, no lo que sienten. Además, la ley judaica misma es la ley del amor. De la ley, por ejemplo, forma parte el tratamiento humano de los enemigos. La amabilidad con los enemigos no es un invento cristiano. De la misma manera, ningún maestro judío habría discrepado de la admonición de Jesús de que «El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por causa del sábado». Ni siquiera el más legalista de sus adversarios habría imaginado que uno no salvara una vida en Sabbath, que las regulaciones dietéticas tuvieran prioridad sobre la compasión o que la realización meticulosa de ciertos ritos fuera suficiente para la salvación. Éstas son sencillamente patrañas montadas por los cristianos a lo largo de los siglos para sentirse bien con ellos mismos.
Jesús se veía a sí mismo como el cumplimiento de la ley del Padre en el sentido de que su propia persona revelaba que era la ley del amor. Llamarlo el Hijo de Dios es afirmar que la solidaridad que muestra para con los demás, así en su profunda aceptación de la fragilidad moral de éstos, es una auténtica imagen del Padre. Él revela al Padre como amigo, camarada, amante y abogado defensor, más que como patriarca, juez, superego o fiscal. Esta última es una imagen satánica o ideológica de Dios, que representa lo que los moralmente reputados y farisaicos quieren que sea. Quieren que sea un juez porque están seguros de que ellos serán juzgados favorablemente. (Resulta interesante que el Nuevo Testamento no tenga nada que decir de Dios como Creador, esa imagen suya que en el siglo xix tanto encolerizaba a la escuela de racionalismo de Richard Dawkins.) Jesús manifiesta al Padre como un animal vulnerable, el chivo expiatorio