Эротические рассказы

Maximina. Armando Palacio ValdesЧитать онлайн книгу.

Maximina - Armando Palacio  Valdes


Скачать книгу
Á más de éstos había otros tres ó cuatro de menor cuantía, y un sinnúmero de meritorios que acudían solícitos por las noches á llevar al director su ofrenda de sueltos y artículos, la cual era despreciada la mayoría de las veces. Entre todos estos llamaba la atención un señorito aún no entrado en quinta, feo, raquítico y bien trajeado, que solía escribir artículos de crítica literaria, los cuales firmaba siempre con el pseudónimo Rosa de te. Era severísimo con los autores, y se creía siempre en el deber de darles sanos consejos acerca del arte que cultivaban. Á menudo les decía que esto no era humano, aquello verosímil, lo otro castizo. Hablaba mucho de la vida, que á su juicio ningún autor conocía, ni tampoco las mujeres. Sólo Rosa de te tenía una idea exacta del mundo y del corazón de la mujer. Al comenzar sus críticas cuidaba siempre de colocar al autor en el banquillo de los acusados, subiéndose él al sillón del presidente del tribunal. Desde allí interrogaba, reprendía, disertaba, sonreía sarcásticamente: «¿Dónde ha visto D. Fulano que una joven exclame ¡cielos! cuando le duelen las muelas? ¡Bien se conoce que D. Fulano no ha pisado mucho los salones aristocráticos! La vida, D. Fulano, no es como usted la pinta: es necesario vivir dentro del medio social para aspirar á reflejarlo. Lo que no vemos tampoco en la obra de D. Fulano es el argumento. ¿Y el argumento, D. Fulano, y el argumento? ¿Qué carácter tiene el protagonista de su obra? En un capítulo dice que tiene mucho apetito, y se comería de buena gana una lata de sardinas de Nantes, y algunos capítulos más adelante dice que las sardinas le repugnan. ¿Qué lógica es ésta? Los caracteres en el arte han de ser bien definidos, lógicos, de una sola pieza. El protagonista de D. Fulano sólo toma en el curso de la obra, según nuestra cuenta, diez y nueve resoluciones. ¿Le parecen bastantes resoluciones éstas á D. Fulano para un protagonista? Ni siquiera nos parecen suficientes para un personaje secundario. Así que no tiene más remedio que resultar el carácter borroso, incoloro, falto de vida y energía. La energía en los caracteres es cosa que no me cansaré de recomendar á los autores dramáticos y novelistas. Además, procure D. Fulano ser más original. Aquella contestación que da Ricardo á la condesa en el capítulo sexto cuando dice:—¡Señora, no volveré á poner más los pies en esta casa!—ya la habíamos leído antes en Walter Scott».

      A Miguel le hacía mucha gracia este muchacho, á quien llamaba siempre sacerdote, por las muchas veces que hablaba en sus artículos del «sacerdocio de la crítica». Rosa de te, tan bravo y altivo con los poetas y novelistas, era un santo Job para sufrir la vaya constante de Miguel y los demás redactores. Un día, sin embargo, tuvo la mala ocurrencia de censurar acremente á un poeta amigo de aquél, y Rivera, indignado, le llamó necio y badulaque en la cara, sin que el pobre Rosa la levantase para contestar. Cuando llegó Mendoza, irritado todavía, le dijo:

      —Vamos á ver, Perico, ¿por qué consientes que escriba las revistas literarias ese chiquillo estúpido, que á cada momento está poniendo en ridículo el periódico?

      Mendoza, según costumbre, guardó silencio. Pero Miguel insistió.

      —Quiero que me expliques por qué...

      —No cobra los artículos—respondió aquél en voz baja.

      —¡Pues son muy caros!

      Aunque sin mucha afición á la política, Miguel trabajaba con asiduidad en el periódico. La atmósfera revolucionaria se había condensado bastante, y ningún joven podía sustraerse á su influencia febril y turbulenta. El conde de Ríos fué desterrado á las Baleares á la postre. Mendoza, de la noche á la mañana, desapareció de Madrid, dejando una carta á su amigo Miguel, en que le decía que se escapaba porque tenía noticia de que la policía le iba á echar mano, y rogándole se encargase de la dirección del periódico. No poca risa le causó al hijo del brigadier la tal carta, pues estaba bien convencido de que el Gobierno no se acordaba para nada del pobre Brutandór. Se encargó, no obstante, de la dirección efectiva de La Independencia, ya que la aparente en aquellos calamitosos tiempos de persecución pertenecía siempre á un testaferro. Y para cumplir debidamente su cometido, comenzó á frecuentar los denominados círculos políticos, y muy especialmente el salón de conferencias del Congreso de los Diputados, que era entonces, lo es ahora y seguirá, probablemente, siendo la oficina donde se elabora la felicidad del país. Así que, al pisarlo por vez primera, no pudo reprimir un sentimiento de respeto y veneración.

      Al ver el movimiento y la agitación que allí reinaban, nuestro héroe no pudo menos de comparar aquel salón y los pasillos que lo circundan á una gran fábrica. Muchedumbre de obreros con sombrero de copa, van, vienen, entran, salen, se saludan, se codean. En el rostro llevan impresa la huella de los altos cuidados que les agitan. Algunos se sientan delante de los escritorios y escriben con mano febril cartas y más cartas: de vez en cuando se pasan la mano por la frente y exhalan un suspiro de fatiga, y quizá de dolor, por verse obligados, en aras del interés del Estado, á negar un destino á algún elector poderoso que no lo merece. Otros salen del salón de sesiones y se sientan en un diván á meditar acerca del discurso que acaban de oir, ó se acercan á algún grupo y discuten acaloradamente lo que, por una modestia que les honra, no han querido discutir en la sesión. Otros se arriman al quicio de una puerta y esperan ansiosos el paso de algún ministro para recomendarle un asunto de interés general para la familia. Todo esto le recordaba á Miguel el trajín, el ruido y la actividad prodigiosa que había tenido ocasión de observar en una fábrica de fundición de hierro, allá en Vizcaya. Allí como aquí, los hombres se movían en direcciones contrarias, marchando cada cual á su tarea. Iban algo peor vestidos, y enseñaban un cuello y un pecho más tostados que debían de estarlo los de los representantes del país; pero esto consistía en que hacía más calor en la fábrica que en el salón de conferencias. En vez de cartas y otros documentos, los hombres llevaban allí barras de hierro candente en las manos, que se entregaban unos á otros, lo mismo que los diputados se entregan sus papelitos.

      Ni se crea que en el salón de conferencias hace frío; nada de eso. En cada una de sus cuatro esquinas hay una gran chimenea donde arden añosos y secos troncos que el país previsor aporta para que sus representantes no se hielen. Además, los hornos de cok encendidos en los sótanos despiden columnas de aire tibio por algunas bocas abiertas en el suelo. Las alfombras, las cortinas, los ventiladores y mamparas hacen, finalmente, que la temperatura no sea ni fría ni extremadamente calurosa. Indudablemente el sistema de calefacción está mejor entendido en el salón de conferencias que en la fábrica de Vizcaya. Á lo largo de sus paredes hay anchos y cómodos divanes donde los diputados y los periodistas que los ayudan en la ímproba tarea de salvar al país pueden descansar algunos momentos. Y si quieren refrescarse ó restaurar las perdidas fuerzas, hay también una cantina donde la nación proporciona gratis á sus procuradores agua y azucarillos en abundancia, y mediante módico precio, jamón, pavo, pasteles, jerez, manzanilla, y otras viandas y bebidas. Inteligentes y solícitos porteros les despojan, apenas entran, de sus gabanes y los guardan con esmero, para restituírselos después á la salida, á fin de que por modo alguno se constipen. Á Miguel le impresionó vivamente, á su entrada en el Congreso, la sumisión y el profundo respeto con que un portero estaba quitando el gabán de pieles á un caballero de luenga perilla blanca, el cual le dejaba hacer con aire grave y displicente, inclinando la cabeza á un lado y á otro, como si no pudiese con los pensamientos que la llenaban. Después tuvo ocasión de ver á este mismo caballero en la cantina tomando unas rajas de lengua en escarlata: el mismo aire reflexivo, reservado, imponente. Supo con alegría que se llamaba el Sr. Tarabilla, gobernador que había sido de varias provincias, jefe superior honorario de Administración civil, presidente en otro tiempo de la Junta de Clases pasivas, teniente alcalde dos veces del Ayuntamiento de Madrid, presidente en la actualidad de la Junta de Ganaderos, y secretario que fué de la comisión de actas en el Congreso, donde á propósito de la de Becerrea formuló un voto particular, que no se llegó á discutir.

      Tuvo nuestro héroe una de las más puras satisfacciones de su vida en conocer á un personaje de tanta monta dentro de la política, y se propuso ir poco á poco y de la misma suerte conociéndolos á todos. Solía andar de grupo en grupo escuchando atentamente las discusiones entabladas entre los prohombres más señalados. Era su deber enterarse de sus opiniones y propósitos á fin de dirigir con acierto el periódico. Sorprendiéronle algunos de estos debates familiares, pero


Скачать книгу
Яндекс.Метрика