Viajes por España. Pedro Antonio de AlarcónЧитать онлайн книгу.
de menos por sus camaradas, quienes, sospechando lo ocurrido, enviaron en su busca una sección de caballería. Estos expedicionarios no hallaron á nadie en el convento ni en sus alrededores, pero sí grandes manchas de sangre en el lugar en que dejaron dormidos á sus compañeros.....; y apelando á su vez á las represalias, pusieron fuego al Monasterio, cuya parte más monumental y preciosa quedó completamente destruída, salvándose la iglesia, el Noviciado y las habitaciones que se construyeron para albergue de Carlos V.—Es decir, que pereció todo el Convento Nuevo, edificado, como dijimos, á mitad del siglo xvi.
Desde entonces volvieron los frailes á habitar el Convento Viejo, ó sea el Noviciado.
En 1820 fueron expulsados por la revolución, y vendióse el Monasterio á un Sr. Tarríus, que lo poseyó hasta 1823.
En 1823 se anuló la venta por la reacción.
En 1834 la expulsión volvió á tener efecto, y la compra del Sr. Tarríus fué revalidada por el Gobierno.
Hace algunos años el Sr. Tarríus sacó el Monasterio á pública subasta. Napoleón III quiso adquirirlo; pero los periódicos hablaron mucho sobre el particular, lamentando que la cámara mortuoria del vencedor de Pavía pudiese ir á parar á manos francesas. Entonces, animados de un sentimiento patriótico, reuniéronse algunos títulos de Castilla, y acordaron comprar á Yuste, costare lo que costare. Pero este proyecto, como todos aquellos en que intervienen muchos, iba quedando en conversación, cuando el Sr. Marqués de Miravel, uno de los asociados, viendo que no se hacía nada de lo convenido, lo compró por sí solo en la cantidad de 400.000 reales.
Más adelante veremos que el histórico Monasterio no ha podido caer en mejores manos.
El Sr. Marqués de Miravel se ha consagrado con incesante afán, y á costa de grandes sacrificios, á salvar á Yuste de la total ruina que le amenazaba. Ya ha reedificado mucho de lo derruído; ya ha contenido en todas partes la destrucción, y de esperar es que algún día acabe de restaurar lo que yace en pedazos por el suelo.—Sólo con lo que ha hecho hasta hoy, ya ha merecido bien de la patria y de cuantos aman sus antiguas glorias.
Conque penetremos en Yuste.
III
Delante de la actual entrada, que es la antigua de la Huerta del Monasterio, y por la que se regía el Emperador cuando salía á caballo, elévase un añoso y corpulento nogal, tenido en gran veneración histórica, y del que no hay viajero que no se lleve algunas hojas como recuerdo de su peregrinación á Yuste.
Es que aquel nogal data de un tiempo muy anterior á la fundación del convento; es que á su sombra fué donde, según la tradición, se sentaron los anacoretas Bralles y Castellanos la tarde que eligieron aquel sitio, entonces desierto, como el más á propósito para establecerse, y es que el mismo César, en tiempo de verano, solía pasar largas horas bajo su espesísimo ramaje, viendo correr el agua del arroyo que fluye á su pie y respirando el fresco ambiente de un lugar tan umbroso, ameno y deleitable.
Después de rendir el debido acatamiento á aquel árbol, cuya edad no bajará de seis siglos, llamamos á la mencionada puerta del Monasterio, ó sea á la puerta rústica del que fué Palacio del Emperador. Un campesino acudió á abrirnos, y como ya se hubiese recibido allí recado del Administrador (que reside en Quacos) avisando nuestra visita y anunciando que él llegaría inmediatamente á hacernos los honores de aquella mansión de los recuerdos, dejósenos pasar adelante.
Agradabilísima emoción nos produjo el noble cuanto gracioso aspecto del primer cuadro que apareció á nuestros ojos.—Gigantescos naranjos seculares, cuajados de rojas naranjas, sombreaban la especie de atrio ó compás en que habíamos entrado. Sus ramas subían hasta los arcos de un elegante mirador que teníamos enfrente y que sirve de fachada al único piso alto de un modesto aunque decoroso edificio. A aquel mirador ó salón abierto, cuyo interior descúbrese completamente por los amplios arcos que constituyen dos de sus lados, se sube, no por escaleras, sino por una suave rampa construída sobre otros arcos de progresiva elevación. Debajo del salón-mirador vense también al descubierto los pilares, arcos y bóvedas que lo sustentan, de modo que la tal morada aparecía á nuestros ojos en una forma aérea, calada, abierta, luminosa, sin otra defensa contra el sol y el viento que el verdor de los próximos árboles ó de las enredaderas y rosales que trepaban por pilastras, balaustres y columnas.
Aquel risueño edificio era el Palacio del Emperador, al cual servía de vestíbulo el descubierto y alegre aposento que estábamos mirando, aposento restaurado recientemente por el Sr. Marqués de Miravel, mediante costosísimas obras, en que se ha respetado religiosamente la primitiva forma y disposición de la parte arruinada.
La extensa rampa que teníamos delante, y por la cual se sube á dicho vestíbulo, es la misma que se construyó para que el valetudinario Carlos V pudiese montar á caballo á la puerta de sus habitaciones, ó sea en el propio piso alto, librándose así de la incomodidad de las escaleras, que le eran ya insoportables.—También han sido reforzados sus arcos en estos últimos tiempos con tal arte y habilidad, que no falta ni una sola piedra del sitio que ocupaba hace trescientos años.
Viejísimas hiedras, contemporáneas, sin duda, del primer convento, visten por completo las recias tapias que forman el compás ó atrio en que nosotros echamos pie á tierra, y desde donde contemplábamos la morada del César.—De una de estas tapias sale un brazo de agua sonora y reluciente, que con su eterno murmullo presta no sé qué plácida melancolía á aquel sosegado recinto. La hiedra y el agua, con su perdurable existencia, parecían encargadas de perpetuar las huérfanas memorias de tantas grandezas extinguidas. El agua, sobre todo, fluyendo y charlando hoy como fluía y charlaba en 1558, sin respetar ahora el silencio de muerte que ha sucedido en aquella soledad al antiguo esplendor y movimiento, recordábanos estos hermosos versos con que nuestro inmortal Quevedo acaba un soneto titulado: A Roma sepultada en sus ruinas:
«Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
Si ciudad la regó, ya sepultura
La llora con funesto son doliente.
¡Oh Roma! En tu grandeza, en tu hermosura,
Huyó lo que era firme, y solamente
Lo fugitivo permanece y dura.»
Atado que hubimos nuestros caballos á los recios troncos de los naranjos susodichos, emprendimos la subida por la rampa, que nos condujo al salón-mirador, estancia verdaderamente deliciosa, más propia de una villa italiana ó de un carmen granadino que de un monasterio oculto en los repliegues y derivaciones de una sierra de Extremadura.
Cuatro son los grandes arcos que ponen el mirador en relación directa con el rico ambiente y esplendorosa vegetación de aquel amenísimo barranco. Dos de ellos dan á la parte donde subíamos, sirviendo el uno de entrada á la rampa, y el otro como de balcón, desde el cual se tocan con la mano los bermejos frutos de los naranjos del compás, y se descubre, al través de sus ramas, un elegantísimo ángulo de la contigua iglesia, de perfecto estilo gótico, cuyas gentiles ojivas, esbeltos juncos y erguidas agujas, todo ello de una resistente piedra dorada por los siglos, infunden en el ánimo, en medio de aquellas abandonadas ruinas, arrogantes ideas de inmortalidad.
Los otros dos arcos miran al Mediodía, y desde ellos se goza de la apacible contemplación de la Huerta y del bosque de olmos y de todos los suaves encantos de aquel breve y pacífico horizonte. De dicha Huerta trepan, como hemos apuntado, hasta penetrar por los arcos dentro de aquel salón, rosales parietarios y escaladoras enredaderas con sus elegantes campanillas, que todavía no se habían cerrado aquella mañana: además, los dos grandes balcones determinados por ambos arcos tienen el antepecho en la parte ó cara interna del recio muro, dejando destinado todo el ancho de éste á dos extensos arriates ó pensiles que cultivaba Carlos V, y que hoy se cultivan también cuidadosamente. Geranios, rosales de pitiminí y clavellinas, todo florido, pues ya he dicho que estábamos en Mayo, vimos nosotros en aquellos dos jardinillos tan graciosamente imaginados y dispuestos.—Cuando al poco rato llegaron el Administrador y su señora, supimos que ésta, madrileña