Inteligencia ecológica. Daniel GolemanЧитать онлайн книгу.
dramaturgo noruego Henrik Ibsen acuñó la expresión “mentira vital” para referirse a las historias consoladoras que nos contamos para ocultar verdades más dolorosas. Nuestra ignorancia ecológica del mercado nos conduce a admitir la mentira vital de que lo que no sabemos o no vemos carece de importancia. Pero lo cierto es que las consecuencias de nuestra ignorancia colectiva son muy importantes. La indiferencia con la que contemplamos las consecuencias de las cosas que compramos o hacemos –es decir, de nuestros hábitos incuestionados de consumo– genera muchos de los problemas que amenazan al medio ambiente y a nuestra salud.
Cada mentira vital es una fachada que cumple con la función de ocultar una sencilla verdad. Consideremos, por ejemplo, el caso del reciclaje. Con cierta frecuencia nos decimos «Yo reciclo los periódicos y las botellas y también voy al supermercado con mi propia bolsa» y nos sentimos un poco mejor creyendo haber hecho lo que debíamos. Pero, por más virtuoso que ese reciclaje pueda ser –y ciertamente es mejor que nada–, en modo alguno soluciona las cosas. Además, ese tipo de reciclaje puede alentar el autoengaño, creando una burbuja provisional verde que genere la ilusión de que nuestros esfuerzos individuales están resolviendo el problema.
Pero lo cierto es que, como afirma el diseñador industrial William McDonough, «reciclar significa reciclar nuestras toxinas», porque algunos de los productos químicos utilizados en la fabricación de las cosas que consumimos se tornan destructivas al regresar al medio ambiente. Cuando arrojamos nuestra basura al contenedor, estamos contribuyendo a convertir el vertedero local en un sitio tóxico porque, como afirma un viejo dicho, «Cuando tiras algo, no te despojas de ello, porque sigue quedándose aquí, en el planeta Tierra».
Como afirma McDonough en su revolucionario libro Crad le to Cradle [De la cuna a la cuna], son muchas las cosas que nos quedan por hacer para reciclar mejor. El verdadero reciclaje consiste en disgregar las cosas hasta el punto de que la naturaleza pueda absorberlas o reutilizar los diferentes elementos que las componen para fabricar otras nuevas.4 Lo que actualmente hacemos es lo mejor que, dadas las alternativas de que disponemos, podemos hacer. Pero ni siquiera nos damos cuenta de que esas alternativas son muy limitadas y arbitrarias.
Reciclar, en este sentido, puede generar la mentira vital de que ya estamos haciendo todo lo necesario cuando, de hecho, nuestros intentos al respecto apenas si hacen mella en la gigantesca ola de daños colaterales a las personas y al planeta provocados por las cosas que compramos y utilizamos. Desde esta perspectiva, el efecto de las etiquetas “verdes” y de los programas de reciclaje puede ser más negativo que positivo, pues nos adormecen en la ilusión de que ya estamos haciendo lo que debemos y nos permiten así ignorar los impactos negativos y duraderos de nuestras compras y de nuestras acciones. Pero la humanidad ya no puede seguir permitiéndose creer esas consoladoras cortinas de humo.
Vikram Soni y Sanjay Parikh condenan abiertamente el modo en que, tanto en su India natal como en otras partes del mundo desarrollado, se emplea el mismo concepto de “desarrollo” para justificar la extinción de inmensos recursos naturales para construir presas inmensas o poner en marcha enormes proyectos de construcción.5 En tales casos, la cuidadosa elección del término oculta una realidad bastante más sombría como sucede, por ejemplo, cuando los promotores inmobiliarios emplean eufemismos tales como “cosecha de agua” para referirse a la explotación de un acuífero o a construir sobre un terreno de aluvión. Y, por ese mismo motivo, Soni y Parikh ponen también en cuestión la expresión “silvicultura sostenible” para referirse al reemplazo de un bosque natural por un monocultivo e incluso al hecho de plantar dos o tres árboles por cada árbol talado en un claro ejemplo de algo que jamás podrá reemplazar a la desaparición de la riqueza de la biodiversidad original.
Estas mentiras vitales crean una confabulación virtual colectiva que nos impide advertir el impacto oculto de nuestras decisiones. En lo que respecta a la dirección de su atención, todo grupo, independientemente de que se trate de una familia, de una empresa o de la sociedad en general, se atiene a cuatro reglas que gobiernan la ratio información/ignorancia y, por ello mismo, tienen grandes consecuencias.
Las dos primeras determinan la información que compartimos. La primera afirma que Esto es lo que advertimos. En lo que respecta a un producto, lo que advertimos es básicamente lo que es para nosotros, en el caso de una empresa se trata de la cuenta de resultados mientras que, para un consumidor, es el precio y el valor. La segunda regla dice que Así es como le llamamos. Desde esta perspectiva, el precio de un producto puede ser, para una empresa, una “ventaja competitiva” mientras que, para un consumidor, puede tratarse de una “ganga”.
Las otras dos reglas, por su parte, establecen nuestro nivel de ignorancia. La tercera afirma que Esto es lo que no advertimos, lo que, en el caso del mercado libre, se refiere al coste oculto para nuestro planeta y sus integrantes de las cosas que fabricamos, vendemos y compramos. La cuarta regla, por último, afirma que Éste es el modo en que hablamos de ello, es decir, lo que nos contamos para mantener oculto nuestro punto ciego. Ésa, en términos del mercado, es una versión de que lo único que importa es el precio y de que el resto no importa nada.
Las cuatro reglas de la negación pueden ser reformuladas en términos de teoría económica. En el mercado, lo que vemos y nombramos representa la información que tenemos de un determinado producto. Los aspectos de ese producto que permanecen ocultos –y, por ello mismo, innombrados– representan nuestra ignorancia. Esas reglas atencionales explican la lamentable impunidad con la que los productos dañinos impactan en los compradores, mientras que los virtuosos no son adecuadamente recompensados.
El impacto acumulado de lo que compramos y de lo que hacemos es el motor que impulsa la destrucción de la natura- leza. Alcohólicos Anónimos utiliza la expresión “el elefante en la habitación” para referirse a la confabulación de amigos y familiares que ignora el hecho de que alguien se ha convertido en un alcohólico y necesita ayuda. Del mismo modo, todos incurrimos en un error parecido, pero en este caso el elefante es la habitación misma y el impacto inadvertido que provoca todo lo que hay en ella.
La mayor parte de la atención mundial sobre las mejoras ecológicas se ha centrado en lo que el individuo hace y ha tratado de mejorar el impacto de hábitos como la conducción, el uso de energía para el hogar y similares. Desde la perspectiva del análisis del ciclo vital, sin embargo, lo que hacemos sólo representa un estadio del ciclo vital, que quizás tenga poco o nada que ver con sus efectos ecológicamente negativos. Si centramos exclusivamente nuestra atención en nuestra conducta soslayaremos cuestiones potencialmente muy prometedoras para el cambio.
Hay quienes sostienen que somos víctimas impotentes de una especie de conspiración. Desde esa perspectiva, la culpa de todos nuestros problemas reside en corporaciones sin rostro que, de ese modo, acaban convirtiéndose en el ejemplo perfecto del Otro Malvado. Desde el punto de vista de algunas empresas, por el contrario, las fuerzas de la sinrazón se ven encarnadas por los activistas que se empeñan en provocar cambios que no tienen ningún sentido. Desde el seno de esas empresas, la responsabilidad recae sobre la persona que se ve obligada a tomar decisiones difíciles, como un ingeniero, un especialista, un consultor o el gobierno. Echar nuestras culpas sobre los demás siempre ha sido la estrategia preferida del psiquismo humano, una maniobra –que los psicoanalistas denominan “proyección”– que consiste en exculparnos de nuestros fracasos descargando el peso de nuestra responsabilidad sobre alguien o algo diferente de nosotros.
Quizás el fenómeno del chivo expiatorio refleje simplemente el modo en que nuestro autoengaño canaliza nuestra sensación de impotencia. Pero el hecho de descargar nuestras culpas sobre un chivo expiatorio inocente constituye una salida demasiado sencilla, porque todos somos simultáneamente víctimas y villanos. En tanto que individuos, nuestros propios hábitos de consumo –es decir, las cosas que compramos y hacemos– provocan los mismos efectos de los que tanto nos lamentamos. Cada vez que pulso el interruptor de la luz o pongo en marcha un microondas alimentado por una planta de carbón, contribuyo a la emisión a la atmósfera de una pequeña cantidad de gases que alientan el efecto invernadero… y lo mismo sucede en su caso. No es de extrañar por tanto que, cuando somos decenas o miles de millones los que lo hacemos un día tras otro a lo largo de décadas e incluso siglos, acabemos desencadenando el calentamiento global.