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La alegría del capitán Ribot. Armando Palacio ValdesЧитать онлайн книгу.

La alegría del capitán Ribot - Armando Palacio  Valdes


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inesperada me causó tal gozo y sorpresa que apenas pude disimular la impresión. Me apresuré a obedecer.

      —¡El salvador de mamá!—dijo con un poco de énfasis, presentándome a su marido.

      Este me estrechó las manos cariñosamente, repitiéndome infinitas gracias. Era un hombre de veintiocho a treinta años, alto, delgado, de rostro pálido y ojos negros, con barba negra también, sedosa y abundante; un tipo levantino como el de su esposa, pero débil y enfermizo, al menos en la apariencia.

      —Gracias a su arrojo—prosiguió la dama—no lloramos hoy una desgracia.

      —¡Señora!—exclamé—. ¡El hecho no tiene valor alguno! Lo mismo haría cualquier marinero que por allí cruzase.

      Pero ella, sin atenderme, relató el lance con todos sus pormenores, realzando exageradamente mi conducta.

      Este panegírico en su boca, después de lo que había ocurrido, me causó más vergüenza que alegría. Sentí remordimientos, y lo que en un principio me pareció solamente leve imprudencia se me representó ahora como una falta de delicadeza.

      Regresamos a la villa y los dejé a la puerta del hotel sin querer subir, a pesar de las instancias de Martí. En aquellos primeros momentos la presencia de un extraño tenía que ser molesta. Pero convine con él en que tomaríamos café juntos por la noche en el Suizo. Abrigaba la esperanza de que traería a su señora, pues a ésta le gustaba dar un paseo después de la comida.

      No se verificó tal esperanza. Martí se presentó solo, manifestando que su mujer se sentía fatigada y con jaqueca. Pensé que era un pretexto y me causó tristeza. Quizá disipado el primer instante de alegría efusiva, habría vuelto la desconfianza y el rencor a su corazón.

      Antes de una hora Martí y yo éramos excelentes amigos. Me pareció hombre simpático, de genio abierto, cariñoso, alegre y un poco cándido. Los cien negocios que tenía entre manos no le dejaban vagar para fijarse mucho tiempo en una misma cosa. Saltaba en la conversación de uno a otro asunto con ligereza, aunque siempre mostrando despejo y energía. Yo le dejaba hablar observándole con una curiosidad intensa. Lo que más impreso me quedó de él en aquella primera conversación fué cierto modo de ahuecar su cabellera ondeada metiendo los dedos por detrás a modo de peine y tosiendo levemente cuando iba a expresar alguna idea que juzgaba importante. Este ademán, que en otro quizá pareciera ridículo, resultaba en él gracioso y de amable ingenuidad. No puedo expresar claramente los sentimientos que Martí me inspiraba entonces. Eran una mezcla indefinible de simpatía y repulsión, de curiosidad y recelo que sólo podrá explicarse el que se haya encontrado alguna vez en situación análoga a la mía.

      El Urano debía zarpar al día siguiente en la marea de la tarde. Por la mañana me presenté en el hotel a despedirme de mis nuevos amigos. Martí y su suegra expresaron con calor su disgusto por mi marcha. Cristina no se presentó. Estaba encerrada en su alcoba arreglándose, a lo que pude entender, y no tuvo la amabilidad de pedirme que aguardara: antes, al contrario, se despidió tan apresuradamente que parecía temerlo.

      —Adiós, Ribot—gritó desde adentro—. Dispénseme que no salga: es imposible en este momento. Que lleve usted un viaje muy feliz y le repito un millón de gracias. No olvidaremos jamás lo que usted ha hecho. Buen viaje.

      Martí quiso que almorzara con ellos; pero tenía mucho que hacer y rehusé. Además, lo confieso, me sentía tan melancólico que deseaba verme en la calle. Tanto él como doña Amparo me hicieron mil amables ofrecimientos para que cuando volviese a Barcelona, ya que el vapor se detenía allí siempre ocho o diez días, hiciese una escapatoria a Valencia. Lo mismo él que su esposa tendrían gran placer en hospedarme en su casa. Vime necesitado a prometérselo, pero con el designio formado de no cumplir la promesa. Había siempre dificultad en dejar el barco; pero sobre todo la frialdad hostil que advertía en doña Cristina no me alentaba a ello.

      Por la tarde se presentó a bordo para apretarme otra vez la mano antes de marchar. Me instó de nuevo calurosamente para que no dejase de hacerle una visita. Volví a prometérselo con la reserva mental ya indicada. Al cabo nos despedimos muy afectuosamente y me hice a la mar prosiguiendo mi viaje a Hamburgo.

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