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La Espuma. Armando Palacio ValdesЧитать онлайн книгу.

La Espuma - Armando Palacio  Valdes


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El tonto de Ramoncito Maldonado es el que ha tenido la culpa. Con tanto saludo y tanta ceremonia, no acababa de cerrar la puerta del palco. Aquel aire colado se me metió en los huesos.

      —Ha tenido fortuna ese aire—manifestó con sonrisa galante el general

       Patiño.

      Todos sonrieron menos la interesada, que le miró con sorpresa abriendo mucho los ojos.

      —¿Cómo fortuna?

      Fué necesario que el general le diese la galantería mascada; sólo entonces la pagó con una sonrisa.

      —¿No es verdad que ha estado muy bien Gayarre?—dijo Clementina.

      —¡Admirable! como siempre—respondió su cuñada.

      —Yo le encuentro falto de maneras—expresó el general.

      —¡Oh, no, general!… Permítame usted….

      Y se empeñó una discusión sobre si el famoso tenor poseía o no poseía el arte escénico, si era o no elegante en su vestir. Las señoras se pusieron de su parte. Los caballeros le fueron adversos.

      Del tenor pasaron a la tiple.

      —Es toda una hermosa mujer—dijo el general con la seguridad y el acento convencido de un inteligente.

      —¡Oh!—exclamó Calderón.

      —Pues yo encuentro a la Tosti bastante ordinaria, ¿no le parece a usted, Clementina?

      Esta corroboró la especie.

      —No diga usted eso, marquesa; el que una mujer sea alta y gruesa no indica que sea ordinaria, si tiene arrogancia en el porte y distinción en las maneras—se apresuró a decir el general, echando al mismo tiempo una miradita a la señora de Calderón.

      —Ni yo sostengo eso, general; no tome usted el rábano por las hojas—manifestó la marquesa con extraordinaria viveza, atacando después con brío y un poquillo irritada la gracia y buen talle de la tiple.

      Generalizóse la disputa, y sucedió lo contrario que en la anterior. Los caballeros se mostraron benévolos con la cantante mientras las señoras le fueron hostiles. Pinedo la resumió, diciendo en tono grave y solemne, donde se notaba, sin embargo, la socarronería:

      —En la mujer, las buenas formas son más esenciales que en el hombre.

      Clementina y el general cambiaron una sonrisa y una mirada significativas. La marquesa miró al pulcro caballero con dureza y después se volvió rápidamente hacia sus hijas, que seguían con los ojos bajos, en la misma actitud rígida y silenciosa de siempre. Pinedo permaneció grave e indiferente, como si hubiese dicho la cosa más natural del mundo.

      —Pues yo, amigo Pinedo, creo que los hombres deben tener también buenas formas—manifestó la pánfila señora de Calderón.

      Al decir esto se oyó un resuello débil, como de risa reprimida con trabajo. Era la última niña de la marquesa de Alcudia, a quien su mamá dirigió una mirada pulverizante. La fisonomía de la niña volvió instantáneamente a su primitiva expresión tímida y modesta.

      —Es una opinión …—respondió Pinedo, inclinándose respetuosamente.

      Este Pinedo, que ocupaba uno de los cuartos terceros de la misma casa propiedad de Calderón, desempeñaba un empleo de bastante importancia en la Administración pública. Los vaivenes de la política no lograban arrancarle de él. Tenía amigos en todos los partidos, sin que se hubiese jamás decidido por ninguno. Hacía la vida del hombre de mundo; entraba en las casas más aristocráticas de la corte; trataba familiarmente a la mayoría de los personajes de la banca y la política; era socio antiguo del Club de los Salvajes, donde se placa en bromear todas las noches con los jóvenes aristócratas que allí se reunían, quienes le trataban con harta confianza que no pocas veces degeneraba en grosería. Era hombre afable, inteligente, muy corrido y experto en el trato de los hombres; tolerante con toda clase de vanidades por el mismo desprecio que sentía hacia ellas. No obstante, con la apariencia de hombre cortés e inofensivo, guardaba en el fondo de su alma un fondo satírico que le servía para vengarse lindamente, con alguna frase incisiva y oportuna, de las demasías de sus amiguitos los sietemesinos del Club. Estos le profesaban una mezcla de afecto, desprecio y miedo. Nadie conocía su procedencia, aunque se daba por seguro que había nacido en humilde cuna. Unos le hacían hijo de un carnicero de Sevilla; otros le declaraban granuja de la playa de Málaga en su juventud. Lo que se sabía de positivo, era que hacía ya muchos años había aparecido en Madrid como parásito de un título andaluz, el cual, después de haber disipado su fortuna, se saltó los sesos. En la compañía de éste, nuestro Pinedo adquirió gran número de relaciones útiles, llegó a conocer y tratar a toda la gente que hacía viso, entre la cual era popular. Tenía el buen tacto de echarse a un lado cuando tropezaba con un hombre inflado y soberbio, dejándole paso. No excitaba los celos de nadie y esto es medio seguro de no ser aborrecido. Al mismo tiempo su ingenio, su carácter socarrón, que procuraba mantener siempre dentro de ciertos límites, despertaba a menudo la alegría en las tertulias; bastaba para darle en ellas cierta significación, que de otro modo no hubiera disfrutado.

      No tenía más familia que una hija de diez y ocho años llamada Pilar. Su mujer, a quien nadie conoció, había muerto muchos años hacía. Su sueldo era de cuarenta mil reales, y con él vivían económicamente padre e hija, en el tercero que Calderón les dejaba por veintidós duros al mes. Los gastos mayores de Pinedo eran de representación. Como frecuentaba una sociedad muy superior a la que, dada su posición, le correspondía, era preciso vestir con elegancia y asistir a los teatros. Comprendiendo la necesidad absoluta de seguir cultivando sus relaciones, que eran las pilastras en que su empleo se sustentaba, imponíase tales dispendios sin vacilar, ahorrándolo en otras partidas del presupuesto doméstico. Vivía, pues, en situación permanente de equilibrio. El empleo le permitía frecuentar la sociedad de los prepotentes, mientras éstos le ayudaban inconscientemente a mantenerse en el empleo. Ningún ministro se atrevía a dejar cesante a un hombre con quien iba a tropezar en todas las tertulias y saraos de la corte. Luego Pinedo tenía el honor de hablar alguna vez con las personas reales: ciertas frases suyas corrían por los salones y se celebraban más quizá de lo que merecían, por lo mismo que en los salones suele haber poco ingenio: tiraba bastante bien con carabina y con pistola y era inteligentísimo y poseía una copiosa biblioteca tocante al arte culinario. Los más altos personajes se sentían lisonjeados cuando oían decir que Pinedo elogiaba a su cocinero.

      —¿Cuándo has estado en el colegio, Pacita?—le preguntó en voz baja

       Esperanza a la menor de la marquesa de Alcudia.

      —Pues el viernes; ¿no sabes que mamá nos lleva todos los viernes a confesar? ¿Y tú?

      —Yo hace lo menos tres semanas que no he estado. Mamá y yo nos confesamos cada mes.

      —¿Y se conforma con eso el padre Ortega?

      —A mí no me dice nada…. No sé si a mamá….

      —No le dirá, no: ya sabe muy bien dónde pone el pie. ¿Has visto a las de Mariani?

      —Sí; hace pocos días, en el Retiro.

      —¿No sabes que María se ha echado un novio?

      —No me ha dicho nada.

      —Sí, de caballería … hijo del brigadier Arcos…. ¡Un tío más desgalichado! Feo no es; pero le tiemblan las piernas cuando anda como si saliese del hospital…. Ya ves, como la mamá es querida del brigadier … todo queda en casa.

      —Y tú, ¿sigues con tu primo?

      —No te lo puedo decir. El lunes se marchó enfadado y no ha vuelto por casa. Mi primo no es lo que parece; no es una mosquita muerta, sino un pillo muy largo, que si le dan el pie se toma la mano…. ¡Anda! pues si no anduviese yo con ojo, no sé adonde hubiera parado con la marcha que llevaba…. ¿Sabes que estaba empeñado en que le regalase mis ligas?

      —¡Jesús!—exclamó


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