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La Espuma. Armando Palacio ValdesЧитать онлайн книгу.

La Espuma - Armando Palacio  Valdes


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se mordió los labios de ira y encargó a la hija que tenía más cerca que hiciese presente a la otra, para que a su vez lo comunicase a la menor, que era una desvergonzada y que en llegando a casa se verían las caras.

      —¡Hombre, bien! choque usted—exclamó la de Frías, dando la mano a

       Ramoncito-. Es la única frase regular que le he oído en mi vida.

       Generalmente no dice usted más que tonterías.

      —Muchas gracias.

      —No hay de qué.

      —Ya hemos leído la pregunta que usted hizo en el Ayuntamiento, Ramoncito—dijo la señora de Calderón, mostrándose amable para desvirtuar la acusación de Pinedo.

      —¡Ps! cuatro palabrejas.

      —Por ahí se empieza, joven—manifestó Calderón con acento Protector.

      —No; no se empieza por ahí—dijo gravemente Pinedo—. Se empieza por rumores. Luego vienen las interrupciones…. (¡Es inexacto! ¡Pruébemelo su señoría! La culpa es de los amigos de su señoría.) En seguida llegan los ruegos y las preguntas. Después la explicación de un voto particular o la defensa de una proposición incidental. Por último, la intervención en los grandes debates económicos…. Pues bien. Ramón se encuentra ya en la tercer categoría, en la de los ruegos.

      —Gracias, Pinedito, gracias—respondió el joven algo amoscado—.Pues ya que he llegado a esa categoría, te ruego que no seas tan guasón.

      —¡Hombre, tampoco está mal eso!—exclamó Pepa Frías con asombro—.

       Ramoncito, va usted echando ingenio.

      El joven concejal fué a sentarse entre la niña de la casa y la menor de Alcudia, que se apartaron de mala gana para dejarle introducir su silla. Este Maldonado, muchacho de buena familia, no enteramente desprovisto de bienes de fortuna y elegido recientemente concejal por la Inclusa, dirigía desde hace algún tiempo sus obsequios a la niña de Calderón. Era un matrimonio bastante proporcionado, al decir de los amigos. Esperanza sería más rica que Ramoncito, porque la hacienda de D. Julián era sólida y considerable; pero aquél, que tampoco estaba en la calle, tenía ya comenzada con buenos auspicios su carrera política. Los padres de la chica ni se oponían ni alentaban sus pretensiones. Con el aplomo y la superioridad que da el dinero, Calderón apenas fijaba la atención en quién requería de amores a su hija, abrigando la seguridad de que no le faltarían buenos partidos cuando quisiera casarla. Y en efecto, cinco o seis pollastres de lo más elegante y perfilado de la sociedad madrileña zumbaban en los paseos, en las tertulias y en el teatro Real alrededor de la rica heredera, como zánganos en torno de una colmena. Ramoncito tenía varios rivales, algunos de consideración. No era lo peor esto, sino que la niña, tan apagada de genio, tan tímida y silenciosa ordinariamente, sólo con él era atrevida y desenfadada, autorizándose bromitas más o menos inocentes, respuestas y gestos bruscos que mostraban bien claro que no le tomaba en serio. Por eso le decía a menudo Pepe Castro, su amigo y confidente, que se hiciese valer un poco más; que no se manifestase tan rendido ni ansioso; que a las mujeres hay que tratarlas con un poco de desdén.

      Este Pepe Castro no sólo era el amigo y el confidente de Maldonado, pero también su modelo en todos los actos de la vida social y privada. Los juicios que pronunciaba acerca de las personas, los caballos, la política (de esto hablaba pocas veces), las camisas y los bastones eran axiomas incontrovertibles para el joven concejal. Imitábale en el vestir, en el andar, en el reir. Si el otro compraba una jaca española cruzada, ya estaba Ramoncito vendiendo la suya inglesa para adquirir otra parecida; si le daba por saludar militarmente llevándose la mano abierta a la sien, a los pocos días Ramoncito saludaba a todo el mundo como un recluta; si tomaba una chula por querida, no tardaba mucho nuestro joven en pasear por los barrios bajos en busca de otra. Pepe Castro se peinaba echando el pelo hacia adelante, para ocultar cierta prematura calva. Ramoncito, que tenía un pelo hermoso se peinaba también hacia adelante. Hasta la calva hubiera imitado con gusto por parecerle más chic. Pues bien, a pesar de tan devota imitación no había podido obedecerle en lo tocante a sus incipientes amores. Y esto porque, aunque parezca raro, Ramoncito había llegado a interesarse de verdad por la niña. El amor pocas veces es un sentimiento simple. A menudo contribuyen formarle y darle vida otras pasiones, como la vanidad, la avaricia, la lujuria, la ambición. Así formado apenas se distingue del verdadero amor: inspira el mismo vigilante cuidado y causa las mismas zozobras y penas. Ramoncito se creía sinceramente enamorado de Esperancita, y acaso tuviera razón para ello, pues la apetecía, pensaba en ella a todas horas, buscaba con afán los medios de agradarla y aborrecía de muerte a sus rivales. Por mas que se esforzaba en seguir los consejos del admirado Pepe Castro, procurando ocultar su inclinación o al menos la vehemencia con que la sentía, no lo lograba. Había empezado por cálculo a festejarla, con el dominio sobre sí de un hombre que tiene libre el corazón: había llegado pronto, gracias a la resistencia desdeñosa de la chica, a preocuparse vivamente, a sentirse aturdido y fascinado en su presencia. Luego la competencia de otros pollos le encendía la sangre y los deseos de hacerse pronto dueño de la mano de la niña. En obsequio a la verdad, hay que decir que se había olvidado "casi" de los millones de Calderón, que amaba ya a la hija "casi" desinteresadamente.

      —¿Conque ha hablado usted en el Ayuntamiento, Ramón?—le preguntó

       Pacita—. ¿Y qué ha dicho usted?

      —Nada, cuatro palabras sobre el servicio de alcantarillas—respondió con afectado aire de modestia el joven.

      —¿Pueden ir las señoras al Ayuntamiento?

      —¿Por qué no?

      —Pues yo quisiera mucho oirle hablar un día…. Y Esperancita tiene más deseos que yo, de seguro.

      —¡No, no!… Yo no—se apresuró a decir la niña.

      —Vamos, chica, no lo disimules. ¿No has de tener ganas de oir hablar a tu novio?

      Esperanza se puso como una amapola y exclamó precipitadamente:

      —Yo no tengo novio, ni quiero tenerlo.

      Ramoncito también se puso colorado.

      —¡Pero qué cosas tan horribles tienes, Paz!—siguió aturdida y confusa—. No vuelvas a hablar así porque me marcho de tu lado.

      —Perdona, hija—dijo la maliciosa niña, que se gozaba en el aturdimiento de su amiga y del concejal—. Yo creía…. Hay muchos que lo dicen…. Entonces, si no es Ramón será Federico…. Maldonado frunció el entrecejo.

      —Ni Federico ni nadie…. ¡Déjame en paz!… mira, aquí está el padre

       Ortega; levántate.

       Índice

      #Más personajes.#

      Un clérigo alto, de rostro pálido y redondo, joven aún, con ojos azules y mirada vaga de miope, apareció en la puerta. Todos se levantaron. La marquesa de Alcudia avanzó rápidamente y fué a besarle la mano. Detrás de ella hicieron lo mismo sus hijas, Mariana y las demás señoras de la tertulia.

      —Buenas tardes, padre—. Buenos ojos le vean, padre—. Siéntese aquí, padre.—No, ahí no, padre; véngase cerca del fuego.

      El sexo masculino le fué dando la mano con afectuoso respeto. La voz del sacerdote, al preguntar o responder en los saludos era suave, casi de falsete, como si en la pieza contigua hubiese un enfermo; su sonrisa era triste, protectora, insinuante. Parecía que le habían arrancado a su celda y a sus libros con gran trabajo, que entraba allí con repugnancia, sólo por hacer algún bien con el contacto de su sabia y virtuosísima persona a aquellos buenos señores de Calderón, de quienes era director espiritual. Sus hábitos y sotana eran finos y elegantes; los zapatos de charol con hebilla de plata; las medias de seda.

      Le


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