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La buena hija. Karin SlaughterЧитать онлайн книгу.

La buena hija - Karin Slaughter


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mi camioneta de los cojones?

      Charlie trató de cogerle de nuevo la mano. Sam se apartó y volvió a murmurar:

      —Vete.

      —Hijo de puta. —Zach levantó la escopeta y apuntó al pecho de su compañero—. Te voy a decir lo que vamos a hacer, hijo. Tú coges mi navaja y le cortas el cuello a esa putita o te abro un agujero en el pecho del tamaño de Texas. —Dio un zapatazo en el suelo—. Ahora mismo.

      El otro levantó el revólver y le apuntó a la cabeza.

      —Vamos a entregarnos.

      —Quítame de la cara esa pistola de una puta vez, maricón de mierda.

      Sam le dio un codazo a Charlie. Tenía que moverse. Tenía que salir de allí. Era su única oportunidad de escapar.

      —Ve —le dijo casi suplicando.

      El de las zapatillas de bota dijo:

      —Prefiero matarte a ti antes que a ellas.

      —Tú no tienes huevos para apretar el gatillo.

      —Claro que sí.

      Charlie seguía sin moverse. Todavía le castañeteaban los dientes.

      —Corre —le rogó Sam—. Tienes que huir.

      —Eres un mierda.

      Zach escupió en el suelo e hizo amago de limpiarse la boca, pero en lugar de hacerlo echó mano del revólver. El otro se anticipó y empujó la escopeta hacia atrás. Zach se desequilibró. Perdió pie. Cayó de espaldas haciendo aspavientos.

      —¡Corre! —Sam empujó a su hermana con fuerza—. ¡Corre, Charlie!

      Charlie se convirtió en un borrón en movimiento. Sam intentó seguirla, levantó la pierna, dobló el brazo…

      Otra explosión.

      Un fogonazo del revólver.

      Una súbita vibración del aire.

      Sam giró la cabeza tan bruscamente que le crujió el cuello. Su cuerpo se retorció en un escorzo violento. Giró como una peonza y sintió que caía en la oscuridad como Alicia cayendo por la madriguera del conejo.

      «¿Sabes lo bonita que eres?».

      Sus pies golpearon el suelo. Sintió que sus rodillas absorbían el impacto.

      Miró hacia abajo.

      Tenía los pies apoyados en un suelo de madera cubierto por un charco de agua.

      Levantó la vista y vio su propia cara observándola desde el espejo.

      Inexplicablemente, estaba otra vez en la granja, delante del lavabo del baño.

      Gamma estaba detrás de ella, la rodeaba la cintura con sus fuertes brazos. Vista a través del espejo, su madre parecía más joven, más dulce. Había enarcado una ceja con gesto escéptico, como si acabara de oír algo que ofrecía dudas. Era la mujer que le explicaba la diferencia entre fusión y fisión a un desconocido en el supermercado. La que ideaba complejas búsquedas del tesoro en las que invertían todas las vacaciones de Pascua.

      ¿Cuáles eran las pistas ahora?

      —Dime —le pidió Sam al reflejo de su madre—. Dime qué quieres que haga.

      Gamma abrió la boca, pero no dijo nada. Su cara comenzó a envejecer. Sam sintió la añoranza de aquella madre a la que ya no vería envejecer. Unas arrugas muy finas flanquearon su boca. Le salieron patas de gallo. Las arrugas se fueron haciendo más profundas. Mechones grises festonearon su cabello oscuro. Su mandíbula pareció engrosarse.

      La piel comenzó a caérsele.

      Sus dientes blancos asomaron a través del agujero abierto en su mejilla. Su cabello se convirtió en grasiento bramante blanco. Sus ojos se desecaron. No estaba envejeciendo.

      Se estaba descomponiendo.

      Sam luchó por apartarse. El hedor de la muerte la envolvía: tierra húmeda, larvas frescas introduciéndose bajo su piel. Las manos de Gamma atenazaron su cara. Obligó a Sam a darse la vuelta. Sus dedos eran de hueso seco. Sus dientes negros se afilaron como cuchillos cuando abrió la boca y gritó:

      —¡Te he dicho que salgas!

      Sam entornó los ojos y vio una oscuridad impenetrable.

      Tenía la boca llena de tierra. Tierra mojada. Agujas de pino. Se había tapado la cara con las manos y su aliento caliente le rebotaba en las palmas. Se oía un ruido.

      Shsh. Shsh. Shsh.

      Un cepillo barriendo.

      El balanceo de un hacha antes de golpear.

      Una pala echando tierra en una tumba.

      En la tumba de Sam.

      La estaban enterrando viva. La tierra la oprimía como una plancha de metal.

      —Lo siento —dijo el de las zapatillas de bota con voz temblorosa—. Por favor, Dios mío, perdóname.

      La tierra siguió cayendo, su peso se convirtió en una prensa que amenazaba con cortarle la respiración.

      «¿Sabías que Giles Corey fue el único acusado en los juicios por brujería de Salem que murió por aplastamiento?».

      Las lágrimas inundaron sus ojos y se deslizaron por su cara. Un grito se le atascó en la garganta. No podía dejarse dominar por el pánico. No podía ponerse a gritar ni agitar los brazos porque nadie acudiría en su ayuda. Volverían a dispararle. Y, si suplicaba por su vida, solo conseguiría acelerar su muerte.

      «No seas tonta», le dijo Gamma. «Creía que habías superado esa fase adolescente».

      Respiró hondo, trémulamente.

      Se sobresaltó al darse cuenta de que el aire penetraba en sus pulmones.

      ¡Podía respirar!

      Se había protegido la cara con las manos, creando una burbuja de aire bajo la tierra. Las juntó aún más para cerrar la juntura. Se obligó a respirar más despacio para conservar el poco aire que le quedaba.

      Se lo había dicho Charlie, hacía unos años. Sam todavía la veía con su uniforme de exploradora. Piernas y brazos como palillos. La camisa amarilla fruncida y el chaleco marrón, con todas las insignias que había ganado. Estaba leyendo en voz alta su manual de Aventuras, a la hora del desayuno.

      —«Si te encuentras atrapada por una avalancha, no grites ni abras la boca» —leyó Charlie—. «Ponte las manos delante de la cara y trata de crear una cámara de aire al detenerte».

      Sam sacó la lengua, tratando de ver a qué distancia tenía las manos de la cara. Calculó que a medio centímetro, aproximadamente. Dobló los dedos por si así podía agrandar la cámara de aire, pero no pudo mover las manos. La tierra se apretaba a su alrededor como cemento.

      Trató de deducir la postura de su cuerpo. No estaba tumbada de espaldas. Su hombro izquierdo se apoyaba en el suelo, pero no estaba del todo de lado. Tenía las caderas giradas en ángulo respecto a los hombros. El frío le calaba la parte de atrás de los pantalones de correr. Tenía la rodilla derecha doblada y la pierna izquierda recta.

      El torso combado.

      Como si estuviera estirándose antes de correr. Su cuerpo había caído en una posición que le era familiar.

      Trató de cambiar de postura. No podía mover las piernas. Probó con los dedos de los pies. Los músculos de los gemelos. Los tendones de las corvas.

      Nada.

      Cerró los ojos. Estaba paralizada. No volvería a caminar, ni a correr, ni a moverse sin ayuda. El pánico inundó su pecho como un enjambre de mosquitos. Correr era lo que más le gustaba. Era lo que la definía. ¿Qué sentido tenía sobrevivir si no podía usar las piernas?

      Acercó


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