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Relación y amor. Jiddu KrishnamurtiЧитать онлайн книгу.

Relación y amor - Jiddu  Krishnamurti


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de lo absurdo de las teorías, de los salvadores y los gurús, sino que quizá también descubra el fin del dolor, y la terminación de toda la estructura creada por el pensamiento.

      Profundizar y comprender esta estructura es meditación. En ese momento se dará cuenta de que el mundo no es una ilusión, sino una realidad terrible que el hombre ha edificado por su forma de relacionarse con sus semejantes. Comprender esto es lo importante, y no esas teorías suyas del Vedanta, con sus rituales y toda la parafernalia de la religión organizada.

      Cuando el hombre es libre, cuando no tiene ningún motivo para sentir miedo, envidia o dolor, sólo entonces la mente de forma natural tiene paz y silencio; entonces puede no solamente percibir la verdad a cada instante en la vida diaria, sino ir más allá de toda percepción; y, por tanto, ése es el final de la división entre el observador y lo observado, es el final de la dualidad.

      Sin embargo, más allá de todo esto y sin relación alguna con esta lucha, con esta vanidad y desesperación, hay una corriente –y no se trata de una teoría– que no tiene principio ni fin; hay un movimiento inconmensurable que la mente nunca podrá apresar.

      Al escuchar estas palabras, señor, seguramente las convertirá en una teoría, y si esta nueva teoría es de su agrado la divulgará, pero lo que divulgue no será la verdad. La verdad se manifestará únicamente cuando esté libre del dolor, de la ansiedad y la agresividad, que ahora llenan su corazón y su mente. En el instante en que comprenda todo esto y descubra esa bendición llamada amor, entonces se dará cuenta de la verdad de lo que se ha dicho.

      CAPÍTULO 2

      Lo que importa en la meditación es la cualidad del corazón y de la mente; no es lo que consigue o lo que espera alcanzar, sino la cualidad de una mente que es inocente y vulnerable. Es a través de la negación como se llega al estado positivo. El limitarse meramente a acumular experiencias o a vivir en ellas, niega la pureza de la meditación. La meditación no es un medio para alcanzar un fin, es ambas cosas: el medio y el fin. La mente nunca puede ser inocente por medio de la experiencia; es la negación de la experiencia lo que da origen a ese estado positivo de inocencia que el pensamiento no puede cultivar, porque el pensamiento nunca es inocente. La meditación es el fin del pensamiento, no porque el meditador le ponga fin, sino porque el meditador es la meditación. Sin meditación, uno es como un ciego en un mundo de gran belleza, de inmensa luz y color.

      Camine sin rumbo fijo por la orilla del mar y deje que esta cualidad meditativa le envuelva. Si eso sucede, no trate de apresarla, porque lo que capture sólo será el recuerdo de lo que fue, y lo que fue es la muerte de lo que es. o cuando vague por los montes deje que todo le hable de la belleza y del dolor de la vida, de modo que uno despierte a su propio dolor y a la finalización del dolor. La meditación es la raíz, la planta, la flor y el fruto. Son las palabras las que dividen el fruto, la flor, la planta y la raíz. La acción que nace de esa separación no puede generar bondad, porque la virtud es la percepción del todo. Era una carretera larga y sombreada, con árboles a ambos lados; era estrecha y serpenteaba a través de los verdes campos relucientes de trigo en sazón. El Sol proyectaba densas sombras y a ambos lados había aldeas sucias, descuidadas y sumidas en la pobreza. Las personas mayores tenían aspecto enfermizo y triste, pero los niños jugaban en la tierra polvorienta con alboroto, y arrojaban piedras a los pájaros posados en las copas de los árboles. Era una mañana fría, muy agradable, y sobre las montañas soplaba una brisa fresca.

      Los loros y los mirlos formaban una gran algarabía esa mañana. ocultos en el verde espesor de los árboles, los loros apenas se distinguían; habían excavado varios agujeros en el tamarindo y los utilizaban como su hogar. Su vuelo zigzagueante era siempre ensordecedor y chillón. Los mirlos, mucho más mansos, se paseaban por el suelo y dejaban que uno se aproximara a ellos bastante cerca, antes de emprender el vuelo. La verde y dorada áurea cazamoscas estaba posada en los cables del tendido eléctrico que atravesaban la carretera. Era una hermosa mañana y el Sol aún no calentaba demasiado. En el aire flotaba una bendición y se sentía esa paz que antecede al despertar del hombre.

      Una carreta tirada por un caballo transitaba por la carretera. Tenía dos ruedas y una plataforma con cuatro postes y un toldo; sobre la plataforma, colocado en sentido transversal y envuelto en un paño blanco y rojo, llevaban un cadáver para ser incinerado a orillas del río. Junto al conductor viajaba un hombre, posiblemente un pariente, y debido al traqueteo por el mal estado de la carretera, el cuerpo del difunto saltaba arriba y abajo. Aparentemente venían de algún lugar lejano, porque el caballo estaba sudoroso, y el cuerpo del difunto con las sacudidas a lo largo de todo el viaje, daba la impresión de estar muy rígido. El hombre que vino a vernos unas horas más tarde dijo que era instructor de artillería en la marina de guerra. Parecía muy serio, y llegó acompañado de su esposa y sus dos hijos. Tras saludarnos explicó que deseaba encontrar a Dios. No se expresaba muy bien, probablemente era algo tímido, y aunque sus manos y su rostro denotaban capacidad de trabajo, había cierta dureza en su voz y en su aspecto, porque después de todo, era un instructor en las artes de matar. Dios parecía estar muy lejos de su actividad cotidiana y todo resultaba un tanto extraño; por un lado, allí estaba aquel hombre que afirmaba ser sincero en su búsqueda de Dios, pero, para ganarse la vida, se veía obligado a enseñar a otros diferentes métodos de matar.

      Dijo que era una persona religiosa y había seguido varias doctrinas de diferentes hombres que se consideraban santos; debido a que todos lo habían dejado insatisfecho, venía ahora de un largo viaje en tren y autobús para vernos, porque deseaba saber cómo alcanzar ese extraño mundo que hombres y santos han buscado. Su esposa y sus hijos permanecían muy callados, sentados sin moverse y con actitud respetuosa. Afuera, en una rama próxima a la ventana, una paloma de color castaño claro se arrullaba suavemente. El hombre no la miró en ningún momento, y tanto los niños como la madre permanecieron tensos, nerviosos y con semblante serio.

      No se puede buscar a Dios; no hay ningún camino que conduzca a él. El hombre ha inventado muchos métodos, muchas religiones, muchas creencias, salvadores y maestros que, según cree, le ayudarán a encontrar una dicha que no sea pasajera. El infortunio de la búsqueda es que conduce a una fantasía, a una visión que la mente proyecta y mide basándose en lo que ya conoce. El comportamiento del ser humano, su forma de vivir, destruye el amor que busca. No es posible llevar un arma en una mano y a Dios en la otra. Dios ha perdido todo su significado, no es más que un símbolo o una palabra, porque las iglesias y los lugares de adoración lo han destruido. Por supuesto, no importa si uno cree o no cree en Dios, ambos sufren y pasan por la agonía de unas vidas vacías y estériles; y la amargura de cada día hace que la vida no tenga ningún sentido. La realidad no está al final de la corriente del pensamiento y, sin embargo, son las palabras del pensamiento las que llenan el corazón vacío. Hemos llegado a ser muy hábiles inventando nuevas filosofías, pero más tarde o más temprano viene la amargura del fracaso. Inventamos teorías para poder alcanzar la realidad suprema, y el devoto acude al templo a fin de perderse en las propias fantasías que su mente elabora. El monje y el santo jamás descubrirán esa realidad, porque ambos forman parte de una tradición, de una cultura, que los reconoce como santos y monjes.

      La paloma había emprendido el vuelo, y la belleza de la montaña y las nubes descendía sobre la Tierra –la verdad está aquí, donde nunca miramos.

      CAPÍTULO 3

      Era un viejo jardín mogol con muchos árboles enormes. Había grandes panteones, oscuros en su interior y con sepulcros de mármol. La lluvia y la intemperie habían vuelto negra la piedra y más negras aún las bóvedas, las cuales servían de refugio a cientos de palomas, que solían pelearse con los cuervos por un lugar; y en la parte más baja se aposentaban los loros, que llegaban en grupos desde todos partes.

      El césped estaba primorosamente cuidado, regado en abundancia y cortado con esmero. Era un lugar tranquilo y sorprendía que no hubiera demasiada gente. Al atardecer, los sirvientes del vecindario llegaban en bicicleta y se sentaban juntos sobre el césped a jugar a las cartas. Era un juego que sólo ellos entendían; para alguien que no sabía, aquello no tenía ni pies ni cabeza. En el parterre


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