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Historia de las ideas contemporáneas. Mariano Fazio FernandezЧитать онлайн книгу.

Historia de las ideas contemporáneas - Mariano Fazio  Fernandez


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la verdad objetiva en modo deductivo, sin poner en discusión su propia racionalidad. Esta actitud teórica le valió el nombre de dogmatismo metafísico.

      Pasemos a la presentación breve del padre del racionalismo continental, Descartes, y del filósofo que lleva hasta sus conclusiones más extremas el empirismo británico: Hume.

      a) René Descartes (1596-1650)

      Nace en Turena el 31 de marzo de 1596. Estudia en el colegio jesuita de La Flèche hasta 1614. Prosigue sus estudios de derecho en Poitiers. Insatisfecho de la educación recibida, abandona las aulas y decide arrolarse en el ejército. Durante el inicio de la Guerra de los Treinta Años se traslada a Alemania. Allí, en la noche del 10 de noviembre de 1619 tiene tres sueños, que Descartes interpreta como llamadas del cielo para realizar una misión personal en el ámbito del saber. En ellos vislumbra el camino que llevará a la fundamentación de las ciencias a través del método matemático. La primera redacción del método es de 1628, año en que se establece en Holanda, donde vivirá casi todo el resto de su vida. La versión definitiva es la del famoso Discurso del método de 1637. En 1641 publica sus Meditationes de prima philosophiae, y en 1644 sus Principia philosophiae.

      En 1650 Descartes acepta la invitación de la reina Cristina de Suecia para ir a vivir a Estocolmo, ciudad donde encontrará la muerte el 11 de febrero de ese año.

      Descartes desarrolla un ambicioso proyecto filosófico, que pretende iniciar un nuevo periodo en la historia de la filosofía.

      Sostiene la radical unidad de las ciencias, basada en un único método, el matemático. Frente al panorama de escuelas filosóficas contrapuestas entre sí que se le presentaba delante, se impone buscar la certeza propia de las ciencias físico-matemáticas. El método es para Descartes una exigencia de la facultad de conocer, que desea obtener siempre certeza y evidencia.

      Enunciemos las cuatro reglas universales del método: «No admitir cosa alguna por verdadera sino se la hubiera conocido evidentemente como tal; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no incluir en mis juicios nada más que aquello que se presentara tan clara y distintamente a mi inteligencia, en modo tal que se pudiera excluir cualquier posibilidad de duda;

      Dividir cada problema tomado en consideración en tantas partes como fuera posible y necesario para resolverlo más fácilmente;

      Conducir con orden mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ascender poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más complejos;

      En la primera regla del método se encuentra en germen todo el sistema cartesiano. Veámoslo por partes. Allí se habla de la necesidad de guiarse exclusivamente por la evidencia. De ahí que sea necesario dudar de todo lo que no se presente ante mi inteligencia como claro y distinto. La duda cartesiana es metódica, es decir constituye el camino para llegar a la certeza, manifestada en la evidencia de las ideas claras y distintas. Es un instrumento para dejar atrás las dudas de un conocimiento no científico. Por eso no es una duda escéptica, que duda de todo pero no llega nunca al conocimiento de una verdad.

      Después del dudar universal de carácter metodológico surge, como evidencia primera e innegable, la realidad propia del sujeto pensante, objeto de una intuición inmediata. Es el célebre Cogito, ergo sum (pienso, luego existo). Podemos dudar de todo, pero no podemos dudar de que somos nosotros quienes dudamos. El cogito es una intuición intelectual, una evidencia primera, por la que se reconoce la existencia propia del sujeto en un acto simple de visión mental. Hay en consecuencia una relación indisoluble entre pensamiento y ser: el pensar manifiesta al ser, o sea el cogito —yo pienso— es manifestativo del sum —yo soy—.

      La evidencia del pensar es también evidencia del existir subjetivo: el yo es evidente en el pensar.

      El cogito cartesiano, fruto de la duda metódica, servirá de base a Descartes para demostrar la existencia de Dios y del mundo material. Desde la certeza subjetiva, el filósofo francés recupera todo lo que se había puesto en duda. Dios se presenta como el garante de la evidencia —hay una cierta circularidad viciosa en el razonamiento de Descartes, pues no se establece a ciencia cierta cual es la primera verdad, si el cogito o Dios— y puede ser demostrado a partir de la idea de Dios que poseemos en nuestra mente. El concepto de Dios es de tales características que no puede no existir. Aquí Descartes se enrola en la tradición del argumento ontológico medieval.

      Respecto al mundo material, y siguiendo las reglas del método, de lo primero que hubo que dudar es del testimonio de los sentidos. Pero Descartes afirma que hay una idea clara y distinta en nuestra mente, la de extensión, que es la esencia de las sustancias materiales. El alma humana es res cogitans —una cosa pensante—, mientras que el cuerpo es res extensa. Descartes considera que el alma es una sustancia, pero también lo es el cuerpo.

      Ya que el concepto cartesiano de sustancia implica independencia, surge necesariamente el problema de la unidad de la persona humana. Descartes explicará de manera poco convincente la unión de alma y cuerpo, y dejó a la posteridad racionalista la solución del problema. Si Malebranche acude a la teoría del ocasionalismo para explicar la interacción entre el alma y el cuerpo, Spinoza resuelve el problema por elevación, afirmando la unidad de todas las cosas en la Sustancia Única. Por su parte, Leibniz habla de la armonía preestablecida. Por otro lado, la identificación del hombre con su ser res cogitans, separada de la res extensa, alentó una visión antropológica que subrayaba el dominio del hombre sobre la naturaleza, como veremos más adelante.

      La filosofía de Descartes constituye la primera expresión histórica de una posición intelectual que será la prevalente en la historia de la filosofía moderna. A diferencia de la filosofía precedente, Descartes coloca al sujeto en el centro de la reflexión, y encuentra en ella el principio constitutivo de la evidencia. La claridad y la distinción crean al mismo tiempo un estilo de pensamiento, una forma de conducir el uso de la razón y una definición de la entera subjetividad. El cogito se define como autotransparencia. El problema se presenta cuando se entra en contacto con la realidad corpórea, material, o con los sentimientos y afectos del corazón, que poco tienen de claros y distintos. La tentativa de nuevo comienzo de la filosofía por parte del Descartes, deseosa de encontrar certezas y claridades, tropezará con elementos y hechos oscuros y confusos, que también forman parte de la existencia humana.

      b) David Hume (1711-1776)

      Si Descartes representa un inicio, Hume representa un final, en el sentido de llevar hasta los extremos algunos principios gnoseológicos presentes en sus predecesores empiristas. Según el filósofo escocés, la finalidad última de la filosofía es la felicidad de los hombres. Pero para ser felices es necesario atenerse a los datos de la experiencia, rechazando toda especulación metafísica.

      Hume parte de una noción de experiencia reductiva: se trata de un conjunto de sensaciones que constituyen el conocimiento sensible. Las ideas, para Hume, son la huella que dejan las impresiones sensibles en la mente. No podemos afirmar nada fuera de la impresión sentida o de la idea dejada por la impresión. Podemos asociar ideas y denominar a los conjuntos de sensaciones con nombres, pero jamás podremos establecer la causa de las impresiones sensibles ni identificar los nombres con una sustancia.

      El agnosticismo humeano es radical: todo lo que haya más allá de la misma sensación es incognoscible. Con esta postura desaparece la capacidad metafísica de la razón humana: sustancias, mundo exterior, identidad personal son puestas entre paréntesis por el escepticismo humeano.

      Esta actitud extrema le lleva a negar el principio de causalidad, base del conocimiento científico. El sujeto solo puede afirmar que observa impresiones que tienden habitualmente a presentarse juntas. Tendemos a pensar que hay una conexión necesaria entre la impresión que llamamos causa y la impresión


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