Un paseo por Paris, retratos al natural. Roque BarciaЧитать онлайн книгу.
y venerable vierte aquí, ¡cuántas calles se inundarian de llanto! ¡Cuántas calles irian de acera á acera! ¡Ah! Es bien seguro que el Emperador nadaria en lágrimas, y que romperia, pálido y tembloroso, la ley jactanciosa que ordena QUE EN FRANCIA NO HAYA POBRES.
Sí, hay pobres, hay miseria, hay llagas, hay dolores, hay lamentos; yo he raspado con el dedo la mezcla lisa que pone el palaustre, para que parezca bonita la parte exterior de las paredes; yo he quitado esa mezcla postiza, ese falso aliño, esa cara embustera; he penetrado más allá; me he visto dentro…. Para la ley no hay pobres; para la moral, sí; para los extraneros que tienen corazon, sí.
Antes habia mendicidad; no habia más que eso; no habia más que una cosa: ahora hay dos. La mendicidad, y una estéril y vana prohibicion. Ahora hay una mendicidad prohibida, una mendicidad afrentada; pero los pueblos, como los individuos, no pueden vivir sin su genio particular, y aquella ley, de puro ornato, de adobo y no otra cosa, era necesaria para dar á ese pueblo el relumbron que imperiosamente necesita el genio francés. ¡Pecador de mí! Ahora me explico yo por qué los franceses son tan aficionados á la luz eléctrica. Ahora me explico del mismo modo, que Paris sea la ciudad más alumbrada, más brillante del universo. Todo lo que tire á luces, y reflejos, y visos, y prismas, entra de lleno en el gusto francés.
La ley aboliendo el pauperismo, no es más que un reflejo de ese cristal; un golpe mágico de aquel palaustre, un chiste de aquel cómico. Deberia hablar tambien de la moralidad de Paris con relacion á la ciencia y al dogma; pero las originalidades que en este punto ha tenido Francia son tan extravagantes, tan atrevidas, tan francesamente atrevidas y descocadas (perdóneme Paris este castizo nombre español), que casi sospecho que no cabrian en la medida de nuestro país. Estoy seguro de que habia de lastimar muchas orejas, muchos entendimientos, muchas, muchísimas conciencias, y no escribo este libro para causar lástimas.
Para muestra, y nada más que con el fin de que sirva de muestra, presentaré un ejemplo de ciencia y otro ejemplo de religion.
El hecho de ciencia es el siguiente, hecho que acaso ignoran muchos franceses de alto coturno, y que yo sé por una de esas inesperadas dichas que se ofrecen al extranjero.
Un viejo ilustre, muy ilustre y muy venerable, tambien hay viejos venerables en Francia, óigalo el Sr. Dumas; un viejo que habia sido maestro de Luis Napoleon, antes de ser Luis Napoleon III, llevó cierto libro á Luis Napoleon, cuando ya era Luis Napoleon III, Emperador de los franceses.
El viejo de que hablamos era el honrado, valeroso, austero y lealísimo senador Vieillard, maestro y amigo del Emperador. Cuando el imperio se puso á votacion en el Senado, el Senado en peso, todo el Senado entusiasta y unánime, le prestó su sufragio. En medio de la general aclamacion, una voz seca, grave, segura y poderosa, dejó helados á los senadores, al público y al Emperador mismo: aquella voz inexorable, aquel acento de la conciencia, de la amistad y del cariño, aquella palabra que parecia ser la palabra yerta y metálica de un cadáver, dijo clara y resueltamente: ¡NO! Quien pronunció este no tremendo fué el senador Vieillard. El único senador tal vez que era amigo de Napoleon, un amigo grande, un amigo digno, uno de esos amigos que valen la pena de que un hombre nazca para que pueda honrarse con tal amistad, fué tambien el único que votó en contra del imperio. Napoleon, no obstante, continuó queriéndole y respetándole hasta el fin de sus dias. El voto contrario del maestro, y el respeto constante del discípulo, son cosas que hacen tanto honor al discípulo como al maestro.
Llega su última hora al honrado viejo, hallándose en San Cloud el Emperador; le participan que el senador Vieillard está agonizando; corre á Paris, acude á casa del moribundo, penetra en la alcoba, Vieillard espira, y Napoleon recibe el aliento postrero de aquel grande hombre; de aquel hombre ignorado hoy, pero que es sin disputa uno de los caractéres más bellos con que puede honrarse la historia moderna.
La verdad, lector mio, Napoleon no es santo de mi devocion, como decimos por nuestras tierras. Si te dijera que le queria, te diria un embuste; no le quiero, la verdad ante todo; tengo muchísimas razones para no quererle; pero desde que supe que vino de San Cloud para recoger el último suspiro de un viejo ilustre, de un hombre verdadero y honrado, no le quiero tampoco, no le puedo querer; pero no le odio. Si tuviera que perdonarle, en honra de la noble memoria del senador Vieillard, le perdonaria.
Ahora preguntaré: ¿se cumplió el testamento del senador Vieillard? Creo que no. ¿Por qué? Acaso Luis Napoleon lo sabe, acaso lo ignora, pero la verdad es que la última voluntad del difunto no se cumplió. Me parece oir á un lector que dice: pues ¿qué sucedió en esto? Amigo mio, ahora no podemos entrar en explicaciones. Ignoro si podré tocar este punto en algun pasaje de este libro; en este momento no puede ser.
Pues volviendo á la historia, decía que el senador Vieillard llevó un libro á Napoleon. Dicho libro tenia un epígrafe en la portada, acerca del cual llamó Vieillard toda la atencion de su antiguo discípulo. Napoleon leyó, volvió á leer, miró á su maestro, leyó otra vez, pensó luego un rato, hasta que por fin dijo: c'est trop hardi; mais c'est vrai. Esto es muy atrevido, pero es verdad. ¿Qué calcula el lector que decia el epígrafe? Decia lo siguiente: le dieu de l'antiquité n'est plus. Aujourd'hui, l'humanité c'est Dieu. El Dios de los antiguos no existe; hoy, la humanidad es Dios, ó la humanidad es el Dios moderno.
El Emperador dice que esto es verdad, yo pido perdon al Emperador, y con su vénia creo que es mentira. Yo creo que antes, lo mismo que ahora, y ahora lo propio que despues, la humanidad no ha sido, no es, no será, no puede ser nunca el Dios del mundo, ni de sí misma, ni de nadie, ni de un triste gusano, porque la humanidad no ha creado á nadie, ni al triste gusano, ni á sí misma, ni al mundo, ni puede hacer, ni decir una palabra en punto á marcar el último destino de las cosas, ese dia misterioso y sagrado, ese enigma supremo, oculto y recogido en el pensamiento del soberano artífice. Con perdon del Emperador, creo que los modernos no tienen otro Dios que los antiguos, porque ni los antiguos ni los modernos pueden cambiar de Dioses, como el año muda de estaciones, ó como nosotros mudamos de camisa, ¡Qué! Cuando no podemos mudar de arenas, de playas, de mares, de ambiente, de nubes, de estrellas, de soles, ¿quieren los franceses que mudemos de causa suprema? Cuando no podemos mudar de ojos, de cejas, ni aún de pestañas, ¿quieren los franceses que mudemos de Dios?
Pero seamos justos ante todo. ¿Os parece, lectores mios, que el autor del libro ha querido decir tal dislate, y que el Emperador ha podido prestarle asenso? No. En esto, como en todo lo que aquí pasa, media cierta poesía fantasmagórica, cierta fascinacion aérea. Lo que el autor ha querido decir, lo que el Emperador ha podido creer, es una cosa semejante á la que sigue: «la revelacion del principio supremo en la antigüedad, era, por ejemplo, el milagro. La revelacion de aquel principio sumo en los tiempos modernos, es el análisis, el experimento, el compás, el exámen, el axioma, la demostracion, más claro, la razon humana. En la antigüedad no existian más que castas teológicas, la idea de Dios era la que exclusivamente reinaba. En los tiempos modernos hay castas sociales; al lado de la excelsa idea de un Dios, reina en el mundo la idea del hombre. En la antigüedad como en nuestra era, como en todas las eras posibles, Dios representa el génesis de la sustancia; hoy el hombre representa el génesis de la forma.» Esto, y no otra cosa es lo que el autor de aquel libro quiso decir, y lo que el Emperador pudo creer; pero si se hubiera expresado como yo lo he hecho, aquella idea hubiera entrado en la gerarquía de las cosas oscuras, humildes y plebeyas, no hubiera valido la pena de que un Vieillard llevase el libro á un emperador, y de que un Emperador bajara la cabeza y pensase, y de que volviera á estar cabizbajo y pensativo.
El autor sabria que se hallaba en una sociedad entusiasta por los relumbrones, y diria para sus adentros: ¿sí? pues allá va ese magnífico y sorprendente relumbron. EL DIOS DE LA ANTIGÜEDAD HA PASADO; LA HUMANIDAD ES EL DIOS MODERNO. Y las gentes se miran unas á otras, se agrupan, se hablan al oído, cuchichean, y el libro corre de boca en boca, de pensamiento en pensamiento, de bolsillo en bolsillo; el autor crece, se hace de moda, se hace francés, y hé aquí realizado el adagio de que fray Modesto nunca llegó á guardian. Esto, que es una verdad en todos los pueblos del mundo, es verdad y media en este país de las ALTAS NOVEDADES. En el Paris curioso verémos hasta qué punto se abusa aquí de la expresion heráldica: ¡ALTA NOVEDAD! La primera vez que mi mujer y yo vimos ese pomposo y