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Cuentos de Amor de Locura y de Muerte. Horacio QuirogaЧитать онлайн книгу.

Cuentos de Amor de Locura y de Muerte - Horacio Quiroga


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consentir en eso. Nada más te quería decir.

      El muchacho quería mucho a su padre a pesar del carácter duro de éste; salió lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto más violenta cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no ignoraba esto: la madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en vida de su marido, y aún cuatro o cinco años después. Se veían aún de tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en sus artritis de enfermizo solterón, distaba mucho de ser respecto de su cuñada lo que se pretendía; y si mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una especie de compasión de ex amante, rayana en vil egoísmo, y sobre todo para autorizar los chismes actuales que hinchaban su vanidad.

      Nébel evocaba a la madre; y con un extremecimiento de muchacho loco por las mujeres casadas, recordaba cierta noche en que hojeando juntos y reclinados una Illustration, había creído sentir sobre sus nervios súbitamente tensos, un hondo hálito de deseo que surgía del cuerpo pleno que rozaba con él. Al levantar los ojos, Nébel había visto la mirada de ella, en lánguida imprecisión de mareo, posarse pesadamente sobre la suya.

      ¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con rara manifestación desbordante; los nervios desordenados repiqueteaban hacia adentro, y de aquí la súbita tenacidad en un disparate, el brusco abandono de una convicción; y en los prodromos de las crisis, la obstinación creciente, convulsiva, edificándose a grandes bloques de absurdos. Abusaba de la morfina, por angustiosa necesidad y por elegancia. Tenía treinta y siete años; era alta, con labios muy gruesos y encendidos, que humedecía sin cesar. Sin ser grandes, los ojos lo parecían por un poco hundidos y tener pestañas muy largas; pero eran admirables de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la hija, con perfecto buen gusto, y era ésta, sin duda, su mayor seducción. Debía de haber tenido, como mujer, profundo encanto; ahora la histeria había trabajado mucho su cuerpo—siendo, desde luego, enferma del vientre. Cuando el latigazo de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban, y de la comisura de los labios, del párpado globoso, pendía una fina redecilla de arrugas. Pero a pesar de ello, la misma histeria que le deshacía los nervios era el alimento, un poco mágico, que sostenía su tonicidad.

      Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las histéricas burguesas, hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz—esto es, para proporcionarle aquello que habría hecho su propia felicidad.

      Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a su hijo en lo más hondo de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado Lidia? Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, eran, ya no prueba de pureza, sino de escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a arrancar de una manotada a la planta podrida la flor que pedía por él.

      Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo de verla. Su dicha fué completa, pues la halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar.

      ¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del padre, y la madre apremiaba este detalle.

      La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa, a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que despreció.

      Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con alusiones a "mi suegro"… "mi nueva familia"… "la cuñada de mi hija". Nébel se callaba, y los ojos de la madre brillaban entonces con más fuego.

      Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre hizo entender claramente al muchacho que quería la presencia de su padre esa noche.

      —Será difícil—dijo Nébel después de un mortificante silencio—. Le cuesta mucho salir de noche… No sale nunca.

      —¡Ah!—exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio.

      —Porque usted no hace un casamiento clandestino ¿verdad?

      —¡Oh!—se sonrió difícilmente Nébel—. Mi padre tampoco lo cree.

      —¿Y entonces?

      Nuevo silencio cada vez más tempestuoso.

      —¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?

      —¡No, no señora!—exclamó al fin Nébel, impaciente—. Está en su modo de ser… Hablaré de nuevo con él, si quiere.

      —¿Yo, querer?—se sonrió la madre dilatando las narices—. Haga lo que le parezca… ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien.

      Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? Éste sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el hijo había emprendido las gestiones para prescindir de ella.

      —Puedes hacer eso, mucho más, y todo lo que te dé la gana. ¡Pero mi consentimiento para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás!

      Después de tres días Nébel decidió aclarar de una vez ese estado de cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.

      —Hablé con mi padre—comenzó Nébel—y me ha dicho que le será completamente imposible asistir.

      La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor, se estiraban hacia las sienes.

      —¡Ah! ¿Y por qué?

      —No sé—repuso con voz sorda Nébel.

      —Es decir… ¿que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí?

      —No sé—repitió él con inconsciente obstinación.

      —¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha figurado?—añadió con voz ya alterada y los labios temblantes.—¿Quién es él para darse ese tono?

      Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su familia.

      —¡Qué es, no sé!—repuso con la voz precipitada a su vez—pero no sólo se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.

      —¿Qué? ¿qué se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para esto!

      Nébel se levantó:

      —Señora…

      Pero ella se había levantado también.

      —¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!… ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer, antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!… ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!

      III

      Nébel vivió cuatro días vagando en la más honda desesperación. ¿Oué podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer, recibió una esquela:

      "Octavio: Lidia está bastante enferma, y sólo su presencia podría calmarla.

      María S. de Arrizabalaga."

      Era una treta, no tenía duda. Pero si su Lidia en verdad…

      Fué


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