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Amistad funesta: Novela. Jose MartiЧитать онлайн книгу.

Amistad funesta: Novela - Jose Marti


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exterior de los edificios como en el interior de los mismos; en la sala en donde se recibía al huésped como en las habitaciones privadas; en los talleres de tabaquería, en número bastante considerable, hasta el punto de haber podido yo contar seis retratos en un mismo taller. Y en todas partes le hablaban a uno de Martí. Y había gentes que se sabían de memoria el primer discurso que dijo en Cayo Hueso; y no había reunión política en que alguien no se encargara de recitarlos, como la obertura obligada de la función de que se trataba; y las palabras de él, lo que había dicho, lo que había indicado en las conversaciones particulares, el consuelo que había prodigado a los infelices, a los desvalidos, a los tristes se repetían diariamente; y no vivía uno en aquel lugar y en aquella época sin ver su imagen por donde quiera, sin oír repetir sus palabras y sus ideas por todas partes; hasta el punto de que era difícil sustraerse a la ilusión de que estaba vivo; ¡ciertamente mucho más vivo entonces que cuando real y efectivamente vivía!

      Otro de sus caracteres (cuantos lo conocieron han podido dar de esto un testimonio constante) fue la elevación de su mente, su perenne altura mental. Tengo entendido que, cualquiera que fuese la bondad de su carácter, cualquiera la facilidad con que se le podían acercar, altos o bajos, quienes desearan abordarlo, no fue, sin embargo, un hombre alegre. No podía serlo, puesto que tenía la obsesión de una triste idea, la idea de una misión dura y difícil, no solo para él, sino también para sus compatriotas. Aquel amante de la humanidad iba, en efecto, a ser causa de que se derramara sangre. Su misión no se podía realizar si no a costa de sangre y de lágrimas; y un hombre que tenía en el corazón tan abundante piedad para todos los hombres, condenado a realizar obra semejante, no podía ser jovial, no podía abundar en él la alegría. Por consiguiente no era dado a tomar en broma familiar las cosas que a veces, a los demás, a los que vivimos reducidos a un nivel normal humano, nos proporcionan esa frívola, pero grata impresión que hace reír. No tenía, no podía tener lo que un amigo mío suele llamar «el sentido cómico de los acontecimientos». Y así a veces, ante cosas verdaderamente cómicas, su espíritu encontraba siempre un aspecto sobre el cual se podía discutir seriamente, abandonando la broma, como algo incompatible con su temperamento, y contemplando tan solo el lado serio y elevado a que la cosa misma pudiera prestarse.

      Mi compañero de trabajo y mi íntimo amigo Pablo Desvernine, me ha referido lo siguiente, que presenciara él una tarde, en el bufete del señor Viondi, en donde se encontraba Martí. En aquella época el Liceo de la Habana se hallaba establecido en la Calzada de la Reina. Era antes de la revolución, durante un breve paso de Martí por Cuba; no solo antes de que el movimiento revolucionario estallara, sino también antes de aquella, para muchos aun no claramente conocida, aparición de Antonio Maceo en La Habana. Y resultó ser que llegó al bufete del señor Viondi un empleado suyo, un hombre sencillo y bueno, pero sin gran cultura, y declaró, en medio de la mayor jovialidad, que el doctor José Antonio Cortina disertaría aquella noche en el susodicho Liceo acerca de «un inglés» que pretendía que el hombre descendía del mono. Martí se indignó en medio de la risa general. Comenzó por advertir a aquel pobre hombre estupefacto que no volviera nunca a expresarse en ese tono de semejante inglés. «Ese hombre de quien usted habla, le dijo, se llama Carlos Darwin, y su frente es la ladera de una montaña»; y continuó disertando en este tono por diez minutos, hasta que sus amigos le interrumpieron para hacerle comprender lo perdido e inútil de aquella disertación.

      En ese estado de excitación mental y con su espíritu en ese plano intelectual y moral, se encontraba constantemente. Como hombre que se halla obsedido por una idea, como acabo de decir, realmente triste, la de lanzar a sus hermanos a la guerra, le era imposible la risa ruidosa y la franca alegría. En efecto, si es cierto que su papel en la iniciativa y en el desarrollo de la revolución fue individualmente tan decisivo como he podido indicar (y creo que de ello no cabe duda); si se estima que todo lo que se hizo posteriormente no fue más que consecuencia de su energía, de su acción individual; cuantos murieron, murieron, entre otras cosas, y principalmente porque él los lanzó a la muerte, porque a ella los mandó; y aun así, cuantas viudas, cuantos huérfanos lloraron, derramaron lágrimas por él; cuantos aquí se arruinaron, y cuantas propiedades se destruyeron, y cuantos escombros se amontonaron sobre nuestros campos, y cuanto humo tiñó la pureza de nuestro cielo, fueron ruina, y destrucción, y escombros, y humo que a él pueden referirse como a su causa. Todo eso fue realmente obra suya. Y hubiera podido pasarse un balance de pro y de contra, de cargo y de data, de debe y de haber, para saber cuál era su saldo, si no hubiera él comprendido la triste tarea que se impusiera y decretado que ella reclamaba su propio sacrificio. Y en efecto, tanto como el que más, mucho más que otros revolucionarios de su índole, no tan solo entendió que debía lanzar a su pueblo a una lucha desesperada, sino que comenzó por lanzarse con él; y aun creo que pensó que, inmolándose en holocausto voluntario, debía morir a las puertas mismas de la revolución.

      ¿Quién podrá, por consiguiente, tomarle cuenta de la sangre que se derramó, de las lágrimas que se vertieron, de todo lo que pudo suponer aquella lucha postrera de la actual generación cubana, cuando él fue la primera víctima, prestándose a su propia inmolación? De ese modo, redimió todo lo que pudiera pensarse que hubo de sombrío en su obra, aceptando para él, espontáneamente, la parte más sombría. Ya antes había hecho un sacrificio prolongado, que no había sido cruento, pero que había sido tan duro, por lo menos, como aquel que hiciera en el momento de morir. Como dije antes, todos los halagos de la existencia fueron cosas por él renunciadas. La estabilidad de la residencia en un punto determinado; los lazos establecidos, cada día más firmes, y que hubieran sido sin duda lazos de fervoroso afecto respecto de un hombre que tan fácilmente cautivaba el corazón de los otros; la posibilidad de una posición económica relativamente holgada, que para ello tenía aptitudes, condiciones, simpatía, relaciones e inteligencia bastantes, aunque tal vez no el carácter que se necesita para estas apacibles empresas, un tanto vulgares; todo esto lo renunció, momento tras momento, un día tras otro de su vida. No tuvo ni siquiera, por mucho tiempo, los placeres del propio hogar. Errante siempre, de acá para allá; en la propia España, en Cuba solo de paso, en los Estados Unidos, en las tierras todas de la América latina; lo principal de su existencia fue preparar y hacer estallar la revolución cubana. Todo lo demás que hizo fue perfectamente secundario en su vida. Esta fue, pues, una vida de constantes sacrificios. Por eso, con toda razón, en una conferencia que pronunciara en 1894, sobre él, en New York, en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, de la cual Martí fue Presidente y fundador, terminaba el señor Enrique José Varona declarando que su carrera podía sintetizarse «en la palabra gloriosa que pone un nimbo resplandeciente en torno de unos cuantos grandes nombres, en la que inmortaliza a los Prometeos, clavados en su roca, y a los Cristos, clavados en su cruz, la palabra Sacrificio».

      En ello, señores, no hizo Martí más que seguir aquella vieja tradición de sus mayores; de nuestros mayores, sería mejor decir; ya que la firme decisión del sacrificio había de ser la única arma de bastante temple para proporcionar a los cubanos la victoria, remota y casi inasequible. Cuando se recuerdan los días preliminares del conflicto, se comprende que todo el que pensara, ya exaltado por la pasión patriótica o sin esa exaltación y contemplando el espectáculo desde fuera, en que Cuba iba a luchar contra España, en que una revolución no bien organizada iba a lanzar el guante a un Estado organizado y con recursos, no podría nunca concebir que los revolucionarios aspiraran a un éxito militar decisivo y rápido. Aquella guerra, para resultar, tenía que prolongarse. Se tenía el ejemplo de los diez años de martirio anterior, y aquellos diez años de combate habían producido el efecto de que la riqueza se escapara al pueblo cubano y pasara a otras manos, de que no quedara más que un residuo de su anterior preponderancia económica. Empeñar una nueva lucha era consumar la ruina completa, porque aquella debilidad frente a aquella fuerza (fuerza y debilidad son siempre relativas) no podía aspirar a ninguna probabilidad de triunfo, sino mediante una perseverancia constante en el sacrificio.

      Algunas veces, en medio del combate, la posición respectiva de los adversarios se exageraba por unos y por otros; y de aquí que la revolución tropezara con algunos inconvenientes propios de la exageración natural de sus cronistas. Recuerdo, por ejemplo, que el general Máximo Gómez penetró un día en la ciudad de Santa Clara, y estuvo durante algunas horas en la ciudad, y se surtió y surtió a sus tropas de calzado y víveres, y ocupó ropas y municiones, y armamentos, y caballos,


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