En el nombre del mar. Luis Mollá AyusoЧитать онлайн книгу.
y energía en doblegar la férrea voluntad de la ballena asesina.
Con ayuda de Queequeg consiguió llevar el muelle hasta su última muesca. El hierro estaba listo, e incluso una vez encajado en la ballesta continuó afilando sus puntas, hasta que una voz en las alturas hizo saltar todas sus alertas.
—Por allí resoooplaaaa...
En ese momento la bruma que había venido acompañándoles durante todo el viaje se disipó como si alguien hubiese alzado el telón del gran teatro del mar, el cual aparecía muy agitado, del color de la pizarra y coronado de grandes penachos de blanca espuma ocasionados por los fuertes vientos que acostumbran a soplar en los Rugientes, a pesar de lo cual, no tardó en divisarla.
A bordo todo eran carreras y prisas, unos izando velas o tensando drizas y otros alistando el bote para rematar a la ballena si por fin el nuevo arponero alcanzaba su corazón; repentinamente, como si un imaginario director de orquesta los hubiera puesto de acuerdo, todos comenzaron a cantar al unísono la más feliz de las salomas de los marineros, la que se entona a bordo de los balleneros cuando se llena el último barril de aceite y el rumbo señala el camino a casa.
Cuando zarpó Cristóbal Colón,
no sabía dónde iba...
Cuando llegó Cristóbal Colón,
no sabía dónde estaba...
Cuando volvió Cristóbal Colón,
no sabía dónde estuvo...
Cuando murió Cristóbal Colón,
no se sabe a dónde fue...
Al llegar a la última estrofa los hombres volvían a acometer la saloma con mayor fuerza cada vez, como si quisieran evitar pensar en el momento trascendental que estaban a punto de vivir.
A Jim tanto trapo en las alturas le dificultaba mucho el tiro, pues con aquel ventarrón el barco se acostaba a sotavento dejando la ballena al otro lado, lo que obligaba al muchacho a bajar el arpón hasta su límite inferior con grave perjuicio de la puntería; sin embargo, veía acercarse a Mocha despacio, como muy confiada en ese hacerle suyo que ya parecía haber ganado al resto de aquellos espectrales marineros que cantaban con tanto brío.
Una vez hecho el cálculo del tiro, Jim se alzó para seguir mejor el movimiento de la blanca y determinar con la mayor precisión el momento del disparo, ya que con aquel viento portentoso y los vaivenes del barco sabía que tenía que ser muy preciso si quería llevar el hierro hasta el corazón del animal, que presentaba libre de arpones la parte del lomo sobre aquel ojo único que no tardó en encontrar los del arponero.
Duró sólo un segundo, un instante fugaz en el que, con su mirada, la ballena hizo llegar al chico un mensaje de subyugación que le heló la sangre; en ese momento Mocha se giró y se lanzó contra el barco a la mayor velocidad a la que podían propulsarle sus viejas aletas mientras Jim esperaba con la respiración encogida el momento del disparo, escuchando a lo lejos la tonadilla de los marineros y a su lado una cuenta atrás nacida de los labios de Queequeg, el cual trataba de ayudarle a decidir el momento exacto de lanzar el hierro.
Fue como si la ballena tuviera la capacidad de razonar, pues en el momento justo en que Jim lanzaba su arpón, Mocha efectuó un cambio de rumbo y lo recibió junto al ojo inservible, muy cerca de donde tenía alojado otro. Inmediatamente a continuación su cabeza impactó con la madera del barco, que quedó escorado en una postura agónica mientras los hombres dejaban de cantar y gritaban presos del pánico.
El barco se hundía y Jim saltó a cubierta siguiendo a Queequeg en dirección al alcázar, donde los hombres se lamentaban, lloraban o rezaban. Únicamente Ahab no parecía tocado por aquel espíritu fatídico y, agarrado a un obenque, agitaba el puño en dirección a la ballena que se alejaba ignorando sus gritos, dejando tras de sí un rastro de sangre sobre la blanca espuma.
—Te atraparé, hija del demonio, a Dios pongo por testigo de que un día me comeré tu negro corazón...
Sobrecogido por las palabras del capitán, Jim no se dio cuenta de que el señor Stubbs le agarraba del brazo, agitándole.
—¿Era Moby Dick? —preguntó el chico preso de gran nerviosismo.
—Corra, no tenemos tiempo que perder —contestó el oficial ignorando su pregunta.
El arponero no entendía qué quería decirle, hasta que Buñuelo vino en su ayuda.
—La carta, señor Bow, es nuestra única salvación...
Ignorante de qué uso dar a la carta, Jim corrió al interior de la nave que se hundía irremisiblemente. Al llegar a su camarote vio el ídolo de Queequeg en el suelo partido en dos pedazos y la carta sobre la mesa. En ese momento recordó que en lugar de llamarla Mocha, su nombre real, se había referido a la ballena como Moby Dick, igual que los espíritus del barco y, temiendo convertirse en uno de ellos, decidió buscar un resto de comida en el saco para sentirse mortal; sin embargo, el barco se giró con un estertor de muerte y el camarote se convirtió en un amasijo de muebles, ropa y madera. Atrapando la carta consiguió salir al pasillo. Todo estaba a oscuras. El barco debía haberse dado la vuelta y estaba desorientado, pero siguió la dirección de las escaleras deseando poder escapar de la oscuridad. Entonces vio un hilo de luz y corrió hacia él con toda la fuerza de sus jóvenes piernas, hasta encontrar que la claridad entraba a través de una pequeña oquedad en lo que parecía ser una puerta atrancada.
Echando mano al bolsillo descubrió el cuchillo y el espejo de Queequeg y trató de abrir la puerta, pero no encontró dónde hendir la hoja, de modo que acercó el espejo a la pequeña abertura por la que entraba la luz y lo que vio estuvo a punto de hacerle perder la razón: reflejado en el espejo pudo ver el cartel que daba nombre a la posada en el cual aparecía la gran ballena blanca, esta vez con cuatro arpones en el lomo. Visto a través del espejo, el nombre de la posada se leía al revés que aquel «Douqep» con el que él la había conocido.
Por algún capricho del destino estaba en el «Pequod» y formaba parte de la pesadilla. Entendió que aquella abertura por la que penetraba la luz era el buzón y depositó la carta a través de ella. En ese momento pensó en su saco y en los alimentos, los cuales podían darle la clave de su esencia material o espiritual, pero se dio cuenta de que ya no sentía el aguijón del hambre. Entonces se giró y los vio.
Buñuelo daba lustre a la barra de madera sobre la que el barbudo capitán Ahab clavaba los codos, concentrado en la contemplación del cuadro que mostraba la escena de la caza de la ballena. El resto de marineros, tocados todos de largas barbas, ocupaba las mesas del local entretenidos en sus conversaciones. En la chimenea ardía un fuego que iluminaba tenuemente la sala arrojando a las paredes sombras espectrales y, acuclillado frente a ella, sumido en el más profundo de los silencios, Queequeg tallaba un ídolo de madera con un cuchillo de grandes dimensiones. Un pensamiento fugaz iluminó su mente y se llevó la mano al rostro, sintiendo el tacto áspero de su propia barba. Asumiendo su condición espiritual, se acercó a la barra y se unió al capitán y a Buñuelo, preguntándose cuánto tiempo llevaría allí. Entonces sucedió algo que llenó su corazón de esperanza.
La puerta se abrió y el viento hizo agitarse las llamas de la chimenea. Los hombres cesaron en sus conversaciones y Buñuelo detuvo la bayeta sobre la barra. El capitán se mantenía observando el cuadro indolentemente y, además del crepitar del fuego, sólo se escuchaba el sonido del cuchillo del indio tallando la madera. En la puerta, un individuo de anchas espaldas, tocado con un gorro marinero, empapado por la lluvia y con un saco blanco al hombro se dirigió tímidamente a la concurrencia.
—Buenas noches —se descubrió saludando con un fuerte acento bretón—. Me llamo Bastien Gouvain, arponero del Pentzoil. Vengo de Terranova. Recibí una carta...
—Cierra la puerta —protestó una voz al fondo de la posada.
El individuo se disculpó y cerró la puerta, después echó mano al bolsillo interior de su pelliza extrayendo un sobre. En la barra, un joven espigado y flaco de aspecto vulnerable le invitó a acercarse.
—Sí. Yo escribí esa carta. Me llamo Jim Bow