En el nombre del mar. Luis Mollá AyusoЧитать онлайн книгу.
sino de devolver a Marruecos a la incómoda comisión negociadora que ya estaba en camino desde Madrid. A pesar de todo, las obras seguían siendo necesarias y, en su opinión, prioritarias. Estaba en juego la seguridad de la nave. Una idea golpeó su cabeza como un rayo al imaginar a su barco en peligro, pero prefirió morderse la lengua, aunque no pudo evitar la traición del subconsciente.
—Podría resultar más cara aún, almirante.
Sin llegar a imaginar el negro presagio que acababa de abrirse hueco en la cabeza de su subordinado, el capitán general trató de inspirarle confianza.
—Será una cosa rápida, Curro. Tánger está a la vuelta de la esquina y cuando te quieras dar cuenta estarás de regreso. Los moros llegarán mañana al atardecer y pasarán la noche en el Hotel Roma, donde les hemos reservado una planta completa para evitar inconvenientes. El sábado sales, los llevas a Tánger y te vuelves el domingo. Recuerda que el lunes tienes que estar fondeado en la bahía. Hay que dar lustre a la botadura del Carlos V...
La noticia corrió por el barco como la pólvora. No tanto el viaje a Tánger, al que, a pesar de su inminencia, pocos hicieron caso, sino el hecho de desplazarse a Cartagena para unas obras que mantendrían el barco en la ciudad mediterránea por un período aproximado de diez meses, lo que fue acogido con muestras de satisfacción por unos pocos y de desgana por la mayoría. A bordo se contaban por decenas los marinos establecidos con sus familias en la capital andaluza y el traslado a Cartagena suponía una larga separación familiar a la que, tópicos aparte, los marinos no terminan de acostumbrarse nunca.
Arrastrando el sable por la cubierta y a tenor de la sonrisa que iluminaba su rostro, el alférez de navío Enríquez parecía pertenecer al grupo de los satisfechos. Se trataba de un joven oficial procedente de Sanlúcar que acababa de terminar la carrera en la vecina Escuela Naval de San Fernando y que, al contrario que buena parte de sus compañeros, no había formalizado con ninguna de las distinguidas señoritas de la ciudad. Su horizonte era conocer mundo, algo que a bordo del Reina Regente parecía garantizado al tratarse de uno de los buques estrella de la escuadra; trotando alegremente tras él, su inseparable Nemo le seguía sacudiendo nerviosamente el rabo, como si quisiera trasmitir a su dueño que compartía plenamente su alegría y sus sueños.
El comandante Francisco Sanz de Andino estaba a medio camino entre los jubilosos y los afligidos. No era indiferencia; por una parte se sentía tremendamente aliviado al saber que el barco iba a recibir por fin las atenciones que tanto necesitaba. Además, la medida le acercaba a su familia, cuyo hogar se levantaba en la ciudad mediterránea.
Sin embargo su alegría no era completa y, al contrario que la mayoría de sus subordinados, se sentía preocupado por el inminente viaje a Tánger, aunque no tanto por la falta de seguridad del barco, pues en realidad se trataba de un viaje relámpago, sino por la calidad de la embajada que le tocaba atender y los antecedentes conocidos a través del almirante sobre los que ahora ponía al corriente a su segundo y tocayo, el capitán de fragata Francisco Pérez Cuadrado, en cuyo semblante leía el mismo asombro que había alumbrado el suyo al conocer por boca de su superior los pormenores de la rocambolesca delegación que estaban a punto de recibir a bordo.
Corrían los últimos años del siglo xix y los buques de guerra no sólo servían como unidades de combate, sino que solían emplearse también en misiones de corte diplomático como la que ahora les tocaba llevar a cabo. Un mal paso podía costar el esfuerzo de toda una vida de servicio a la Armada. Se lo había dicho claramente el almirante: el presidente del Gobierno esperaba ansioso el cable con la noticia de la delegación mora desembarcada en Tánger y, mientras tanto, la exigente reina que daba nombre al navío quería para el representante del sultán alauita un trato idéntico al que los marinos dispensaban a la familia real cuando cuidaban celosamente su descanso estival en el palacio de San Sebastián; por eso Sanz de Andino repasaba minuciosamente con su segundo las estrictas medidas de prudencia, seguridad y discreción que regirían a bordo durante la cortísima estancia de sus distinguidos visitantes.
El sábado amaneció un día apacible y soleado, aparentemente el ideal para una navegación como la que estaban a punto de emprender. A lo largo de los últimos días el viento había estado saltando caprichosamente de levante a poniente, algo habitual en las aguas próximas al estrecho de Gibraltar, aunque desde primeras horas de la mañana parecía haberse entablado en el oeste, dando como resultado una brisa suave y fresca que obligó a los marineros de cubierta a buscar ropa de abrigo. El muelle congregaba a un nutrido grupo de familiares y amigos de los marinos para despedirlos, sobre todo a los cuarenta y nueve aprendices de la Escuela de Artillería, para los que aquel viaje que rendirían al día siguiente en el mismo muelle de partida constituía el bautismo de mar. En algunos rostros podía distinguirse una lágrima traicionera, sobre todo en los ojos de las madres, hermanas o novias, pero la mayoría eran comentarios alegres, chistes y bromas. Ajeno al rigor de sus propias palabras, un viejo suboficial que ya había entregado cinco hijos a la Armada y que venía a dejar al sexto, uno de los jóvenes aprendices, sentenció que cuando se entrega un muchacho a la mar, ésta lo hace suyo para siempre. Sus palabras encogieron aún más el corazón de las atribuladas damas y quedaron prendidas en el aire como la densa capa de humo negro que expulsaron las chimeneas del barco en el momento de zarpar. Poco a poco la comitiva comenzó a deshacerse cuando el barco se convirtió en poco más que un punto oscuro que desapareció de la vista al doblar el cabo de San Sebastián.
La embajada mora apenas se dejó ver a bordo. Llegaron en suntuosos carruajes lujosamente enjaezados tirados por soberbios bretones de crines zainas. Una vez a bordo se encerraron en sus camarotes renunciando al refrigerio que les ofrecía el comandante. El traductor dijo que querían dedicar las horas de tránsito a la reflexión y la oración. Sanz de Andino se encogió de hombros y subió al puente. Bastante tenía con gobernar la difícil nave a su cargo y los más de cuatrocientos hombres que la servían. Una vez en el puesto de mando, se olvidó de sus huéspedes y se dejó seducir por sus propias ensoñaciones. La mañana era hermosa. Parecía que el calendario se esforzaba en dejar atrás un invierno demasiado riguroso. El viento venía envuelto en las acres esencias de las tierras del sur y, por unos instantes, Sanz de Andino cerró los ojos e imaginó cómo disfrutaría cada día de mando una vez que el buque incorporara los cambios pendientes. En ese momento una ola levantó la proa y el barco volvió a caer pesadamente a los pocos segundos, recuperándose con un movimiento cansino acompañado de una inquietante vibración que se transmitió a lo largo de sus ochenta metros de eslora. Sanz de Andino volvió a abrir los ojos y regresó a la realidad.
Siguiendo los consejos recogidos de los escritos de su antecesor en el cargo, había ordenado cargar 545 toneladas de carbón, combustible suficiente para un viaje de ida y vuelta a la capital tingitana, y otras 310 de agua destilada, reservada a la producción de vapor en las calderas. Una decisión desacertada en el diseño original de la nave obligaba a escrupulosos cálculos en el relleno previo a cada navegación, para no transgredir los límites de las críticas curvas de estabilidad del crucero.
El Reina Regente era el resultado de un concurso público para la construcción de un buque capaz de unir la metrópoli con las colonias sin necesidad de carbonear. En los últimos años el peso específico de España en el concierto internacional se había visto muy reducido y los buques ya no contaban con apostaderos de garantía, de ahí la necesidad de cubrir las doce mil millas que separaban la nación de las islas Filipinas, la más alejada de las posesiones en ultramar, en un viaje sin escalas. El proyecto se adjudicó finalmente a una firma escocesa de Glasgow que ya había comenzado a trabajar sobre planos cuando llegó la orden de Madrid de sustituir los cuatro cañones de 204 milímetros repartidos, dos y dos, a proa y popa, por otros tantos de 240, lo que significaba un desplazamiento añadido de veintiuna toneladas por cañón que, a efectos prácticos y una vez entrara el buque en servicio, habrían de amortizarse escatimando la carga de combustible y renunciando, en definitiva, a la autonomía deseada, objetivo principal y razón de ser del buque.
Sanz chascó la lengua y agitó la cabeza. El viento arreciaba levantando en la mar los primeros borreguitos. Desde su asiento en el puente de gobierno los veía venir por la amura a quebrarse en la proa, sometiendo al barco a un incómodo cabeceo del que se recuperaba demasiado despacio. Nunca hubo un razonamiento