Monja y casada, vírgen y mártir. Vicente Riva PalacioЧитать онлайн книгу.
Don Juan Luis de Rivera.—¡Por estraños caminos dispone la Providencia cumplir sus designios!
—«¿Pero cómo ha estado eso?—preguntaba mi ama.
—«Figúrate, hija mia, que el alcalde mayor de Xochimilco, Don Cárlos de Arellano, tiene en México una dama, que Dios se lo perdone, es una muger casada: esta señora tiene cuatro esclavas jóvenes, y hoy en la noche queriendo salir á la reja para hablar con Don Cárlos, notó que las esclavas habian salido, se alarmó, y logró averiguar que las cuatro salian á la reunion que tienen los negros para tratar de alzarse con el reino; y supo mas, que estas juntas se tenian en la casa abandonada de Don José de Abalabide, preso en la Inquisicion; que esta casa tenia entrada por un subterráneo por una casa del rumbo de Coyohuacan; que esta noche estaban juntos, y que mañana al amanecer debian dar el golpe. La dama, con una caridad y un celo verdaderamente cristianos, en vez de departir de amores con Don Cárlos, contóle de lo que averiguado habia, y le envió al Oidor decano para que le diese parte, autorizándolo, para dar mejor testimonio, á referir sus amorosas relaciones, consintiendo en perder su fama con tal de salvar los intereses de Su Magestad.
«Yo habia escuchado hasta el fin esta relacion, y no necesité mas para comprender que todo estaba perdido, y que quien habia hecho la denuncia era la dama de Don Cárlos de Arellano, y que ésta debia ser sin duda el ama de las cuatro esclavas con quienes yo habia tratado, y que habia sido la que aquella conspiracion habia inventado; solo ella estaba en aquellos secretos, y solo ella podia conocer el lugar y la hora de la reunion: además, la circunstancia de ser cuatro sus esclavas, y ser éstas las mismas mugeres que estaban en el secreto, me hacia tener mas seguridad en mis conjeturas.
«Aquella era la traicion mas horrible que se podia imaginar; promover una conspiracion, animarla, exaltar los ánimos, y despues denunciar á los comprometidos, era infame, inícuo.
«Bajo tan penosas impresiones me retiré á mi aposento sin saber qué hacer de mí; huir, era declararme yo mismo culpable; esperar, era esperar la muerte; aquella muger sabia por sus esclavas que yo estaba en el complot, y podia perderme; una víbora semejante, era capaz de todo. En fin, despues de reflexionar mucho, pensé que lo mejor era quedarme y confiárselo todo á mi ama Doña Beatriz.
«Pasaron los dias santos, las prisiones seguian y yo no me atrevia á salir á la calle.
«En la Pascua Florida la Audiencia ordenó la ejecución de los reos que habian sido presos en la Semana Santa, y la mayor parte de los amos dispusieron que sus esclavos fuesen á presenciar la ejecucion para que les sirviese de escarmiento.
«El dia fijado fuí yo tambien entre la servidumbre de la casa de Rivera á la Plaza Mayor, adonde debia tener lugar la ejecucion de la sentencia.
«Aquel ha sido el dia mas espantoso de mi vida; aun me parece que lo veo.
«La Plaza Mayor y las calles vecinas eran verdaderamente un mar de gente que se apiñaba por presenciar un espectáculo tan horrible.
«En el frente de palacio se elevaban dos horcas. El concurso inmenso se agitó, se levantó un rumor sordo, y los ajusticiados aparecieron saliendo de la cárcel, que estaba al costado de palacio. Eran veintinueve hombres y cuatro mugeres; las cuatro esclavas que yo habia conocido. Las cuatro eran jóvenes y eran las que debian morir primero: se les habia concedido esto como gracia para evitarles el martirio de ver ajusticiar á los hombres.
«Aquellas infelices, mas muertas que vivas, caminaban, ó mas bien se arastraban al patíbulo, sostenidas por dos hombres que las llevaban de los brazos: al lado de cada una de ellas venian dos sacerdotes exhortándolas en voz alta, á grandes gritos, encomendándolas á Dios: llevaba cada una en la mano un Crucifijo, que apenas tenia fuerzas para llevar á la boca.
«Estoy seguro de que no habia una sola persona en aquel inmenso concurso que no se sintiese horriblemente conmovida: llegaron las dos primeras á la horca y las subieron los verdugos: les ataron los lazos corredizos en el cuello y se apartaron las escaleras que les servian de apoyo; los cuerpos quedaron suspendidos en el aire, agitando convulsivamente las piernas, y dos verdugos enmascarados, con una agilidad verdaderamente infernal, subieron á caballo sobre los hombros de las víctimas, y mientras que con ambas manos les tapaban la boca y las narices, con los piés les aplicaban furiosos golpes sobre el pecho y sobre el estómago.
«Poco á poco fueron quedando inmóbiles aquellos cuerpos, hasta que puesta otra vez la escalera los verdugos descendieron y se descolgaron aquellos dos primeros cadáveres.
«Siguieron las otras dos mugeres. Una subió resignada; pero la otra en el momento de pisar el primer escalon se rebeló.
—«No quiero morir—gritaba la infeliz—por Dios, señores, que me perdonen; no quiero, no quiero; por Dios, por su Madre Santísima, que me perdonen.........
«Y luchaba, y se debatia; los verdugos no podian hacerla subir: otros vinieron en su auxilio, pero aquella muger, la mas jóven de todas, tenia en esos momentos una fuerza terrible: habia logrado desatar sus manos y golpeaba y arañaba; pero á pesar de todo subia, subia arrastrada por los verdugos. Al colocarle el lazo fué necesario emprender otra nueva lucha: estaba casi enteramente desnuda, porque toda su ropa habia caido hecha pedazos: mordia, escupia, gritaba. Aquello era un espectáculo que hacia erizar los cabellos.
«Le colocaron el lazo, se retiró la escalera y quedó en el aire: el verdugo subió sobre sus hombros y quiso taparle la boca; pero ella tenia las manos libres y apartó violentamente las del verdugo: el hombre perdió el equilibrio, quiso sostenerse y cayó á tierra arrancando el último pedazo de lienzo que cubria á la infeliz, que quedó completamente desnuda á la vista del inmenso concurso; pero la escena no dejaba á nadie pensar en esto, á pesar de que aquella muger tendria á lo mas diez y ocho años. Lo que estaba pasando era espantoso: habia logrado meter las manos entre el lazo que rodeaba su cuello, y así se sostenia abriendo con espanto los ojos, é implorando gracia con una voz sofocada.
—«Gracia, gracia, por Dios, por Dios—gritaba, haciendo inmensos esfuerzos para sostenerse en las manos.
«Uno de los verdugos brincó y se abrazó de sus piés; pero como estaban desnudos y ella hacia esfuerzos para desprenderse de él, el hombre se soltó, llegó otro y se aferró con todas sus fuerzas; entonces comenzó para la infeliz muchacha una agonía imposible de describir: como sus manos impedian correr bien el lazo, el nudo no apretaba pronto, y la muerte llegaba, pero lenta, dolorosa: la jóven no gritaba, pero producia una especie de ronquido: no podia mover las piernas porque un hombre estaba suspendido de ella; ni las manos, porque las tenia aprisionadas en el cuello; pero su seno se agitaba rápidamente. No pude soportar aquello: cerré los ojos, y me cubrí la cara con las manos.
«La infeliz, debió hacer algo espantosamente ridículo en medio de las ansias de la agonía, porque sentí un murmullo de horror entre la multitud, y al mismo tiempo unas alegres carcajadas: volví el rostro espantado buscando al autor de aquella profanacion impía, y en una carroza que estaba cerca de mí descubrí tres personas que reían burlándose de la esclava infeliz: eran Don Manuel de la Sosa, (el antiguo vecino de D. José de Abalabide), el hombre que habia ido á denunciar la conspiracion, y que, segun entendí, se llamaba Don Cárlos de Arellano, y Luisa, Luisa la mulata, la esclava de Don José; la muger que me habia inspirado una pasion tan vehemente.
«Los tres estaban ricamente vestidos; terciopelo, sedas, oro, plumas, joyas; aquella carroza parecia de unos príncipes.
«Don Carlos estaba al lado de Luisa, y al frente de ellos D. Manuel.
«Infinitas sospechas se alzaron en mi alma; casi lo comprendí todo; pero quise cerciorarme acercándome al carruaje, sin que ellos, ó al menos Luisa, me conocieran, y alcanzar algunas palabras de su conversacion.
«Descolgaban en estos momentos los cadáveres de las dos esclavas.
—«Eran dos muchachas muy serviciales—decia Luisa.
—«Pero yo respondo de que la Real Hacienda os indemnizará la pérdida, no solo de éstas dos, sino de las cuatro, en recompensa del servicio que habeis hecho á la ciudad—contestó Arellano.