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Parábola del salmón. Alonso Sánchez BauteЧитать онлайн книгу.

Parábola del salmón - Alonso Sánchez Baute


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política si la economía va bien por casa. Salvo esto, ningún tema es vedado, en especial los que tocan la noche, aunque debo decir mejor, la madrugada. Es al amanecer, dando tumbos entre calles, cuando finalmente comienzo a llegar donde me interesa: al espíritu de cada ciudad. Es ahí cuando me deslumbro.

      Fue al amanecer cuando conocí esta ciudad. Y si París era una fiesta, Barcelona era un amanecedero. Quería tragármela d’une seule bouchée, llevármela toda por delante, embriagarme con su desenfreno. Pero lo quería ya mismo. No había tiempo que perder: el próximo segundo podría ser el último. Si había de ser escritor, tenía claro que no quería ser uno de esos que conocen la vida a través, solo, de los libros, ni me interesaba encerrarme en una torre de marfil. Pedía más: quería por siempre sentir el placer del dolor, de ese dolor, de esa espinita que no me atrevía a sacarme del cuerpo.

      Vivía como los vampiros. Todo era oscuro y me hacía reír. Llevaba en mi cabeza una bestia suelta que me costaba enjaular. Si hay que estar a la altura de la ciudad que nos recibe, ¿no había entonces que estar a la altura de Gil de Biedma? En Barcelona fui feliz. Ese tipo de felicidad de no tener que preocuparme por ser feliz: un amanecer en un apartamento en El Born; otro, en un bar de tinieblas en la calle Balmes, perfumado con el olor de los cigarrillos y el sexo que no acaba y esa eterna y bella banda sonora de fondo: el jadeo, la respiración entrecortada, el dame más, dame más, el bésame suave, negro, suave, suave, despacito, el ayayay sofocado por el pudor y la timidez; otro día, rodeado de putas en El Bagdad; luego, en el sauna Casanova después de las seis de la mañana; en un hueco por allá, con transexuales y meretrices, en los límites del Raval; una tarde gris, con ese actorcito porno, el gordito que hablaba enredado, que de día trabajaba en una floristería y los fines de semana se hacía acompañar de su hermana mientras lo sodomizaban durante las grabaciones, pues temía pasarse de rayas, tal cual le había pronosticado una gitana que moriría; otra vez, en una fiesta de tres días a la que me llevó J en una casa a las afueras de la ciudad con unos cuantos actores de BelAmi, la famosa productora de porno, con Lukas Ridgeston al centro, con sus impresionantes ojos azul glaciar la primera vez que lo vi; una noche más, en los laberintos de Metro, tan atestados de topos lujuriosos que era imposible caminar, de modo que lo mejor era sumergirse en la maraña y dejarse llevar por los otros cuerpos, tan sudorosos, que hasta fantaseaba creyendo que buceaba en el mar.

      De esa noche recuerdo que el gramo de mefedrona costaba muchísimo menos que una pepa. Es una vaina legal, lo que me lleva a sospechar si realmente vale la pena. Al final me dije: “Veamos qué es lo que es, porque en esta vida todo hay que probarlo para no morir con remordimientos”. El camello que la vende asegura que me alcanza para cinco dosis y me recomienda que me ate a un poste y me agarre fuerte porque se me vienen al menos dos días de sexo sin final. “Ojalá sea cierta esa tormenta”, le contesto entre sonrisas. Hago un par de rayas sobre la tapa del inodoro. Esnifo por una ventanita. “Esta mierda huele a meado de gato”. Qué importa: ya entrado en gastos, aspiro largo y sostenido por la otra.

      También recuerdo de esa noche que alguien intentó agarrarme la entrepierna. El aire era denso y caliente. Casi no se podía respirar. Sentí su mano, pero cuando miré alrededor no descubrí de qué cuerpo hacía parte. Había tanta gente allí, tantos hombres afanosos de sexo. Aún parece como si ahora mismo estuviera ahí: siento de nuevo esa misma mano intentando bajarme la cremallera del pantalón. No lo permito y huyo a empellones a pesar de que, de un momento a otro, comienzo a sentir por dentro un hormigueo y unas ganas excesivas de tocarme y ser tocado. Aquella se enhiesta de un tirón. Duele. Me quiero trepar por las paredes, cual si fuera una cabra en las montañas. De modo que salgo de nuevo a la pista huyéndole al desenfreno, justo en el momento en el que ingresa al laberinto uno de esos potros de lomo inquieto que pide a gritos una fusta que lo amanse. Al cruzar a mi lado me mira a los ojos directo y profundo, profuso. Telegráficamente me llega su mensaje y no me hago de rogar porque recuerdo de inmediato aquel canto de Nina: “So baby, love me, love me tonight. Tomorrow was made for some. Oh, but tomorrow, but tomorrow may never, never come”. Así que, sin más, me le acerco y nos besamos.

      Los franceses llaman coup de foudre lo que para nosotros traduce amor a primera vista: lo que haya de hacerse, que se haga lo más pronto posible. Mientras mis labios bajan lento hasta prenderse de sus pezones, oigo esa canción de Paul Oakenfold que se ha quedado enquistada para siempre en mi memoria, esa canción que es ese muchacho alto y flaco de pelo rufo, porque la música es también lo que nos recuerda: su lengua naufragando en mi boca, su mano asida fuertemente de mi verga tiesa. Con un solo movimiento el hombre se hace a mi lugar contra la pared, con el rostro pegado al ladrillo. Baja sus pantalones hasta las rodillas mientras intento afanosamente ponerme el condón. Tan pronto lo mío llena el caucho, el caucho se rompe. Saco otro. Me aprieta mucho, pero ni modo porque no hay más. Me llega cercano el olor del popper mientras varios se masturban mirándonos. No alcanzo a detallarlos en la oscuridad, pero siento sus miradas y oigo en mi nuca sus respiraciones entrecortadas. La música, Oakenfold, este instante es el que me viene con fuerza a la memoria.Cinco, ocho, quince minutos: empepado, el tiempo no es el mismo tiempo y la arrechera dura una eternidad. Sibilo cadencioso. Las gotas de sudor, gordas y pesadas, me resbalan por la frente, por los brazos, por la espalda. El chico pide más. Hiperventilo. El corazón a noventa latidos por minuto. Estoy bañado en sudor de pies a cabeza, como un mar andante; el corazón a ciento cincuenta latidos por minuto. Tacatacatacatacataca; boqueo como un pez fuera del agua, con los pulmones que no tienen ya de dónde más bombear. Mis pobres huesos estremeciéndose hasta la médula, exprimiendo fuerzas de no sé dónde para continuar en pie. Bufo como un toro: el corazón a punto de colapsar. En lugar del tacatacatacatacataca se oye ahora ¡BUM!, ¡BUM!, ¡BUM! La aorta va a explotar. Pero nunca es suficiente y el venado exige más, más, más. Finalmente cedo a la tentación y aspiro del frasquito que alguien posa bajo mi nariz. “Duro, dame más duro… Reviéntame ese culo”, exige enfurecido el fulano justo cuando siento el ardor penetrar por la nariz y algo parecido a una olla de presión estalla en mi cerebro y el cerebelo y el bulbo raquídeo, y el lóbulo de aquí y el lóbulo de allá vuelan en mil pedazos dentro de mi cráneo, y yo comienzo a galopar como un caballo desbocado que echa espuma por la jeta. Alcanzo a ver desde lo lejos, desde el más allá del placer, la mirada excitada de los otros, sus manos tocando mi cuerpo, ilusionado cada uno en ser el siguiente. Pero en la vida hay que hacer fila para todo, y más para el amor. Saber que esos otros están tan excitados me excita más que este cuerpo que recorro por dentro. El muchacho rubio de repente pega un grito sostenido. Lo oigo llorar mientras siento su descarga. Pero no me importa y sigo. Al final no me vengo, ¿para qué terminar en seco la noche si faltan todavía tantos otros cuerpos por probar? El chico se voltea hacia mí. Me besa en la boca. “Gracias”, susurra entre sonrisas con una ternura que me ruboriza y se pierde luego entre la multitud mientras me subo el pantalón y organizo mi camisa antes de volver a la pista de baile con cara de yo no fui, sabiendo que no lo volveré a ver jamás, salvo cuando oigo esa canción, esa sola canción de Oakenfold, y entonces ese momento y ese lugar y todos esos otros rostros mirándome y todas esas manos tocando mi cuerpo volverán por siempre a mis recuerdos.

      Apuro otra pepa y salgo a bailar a la pista cinco, siete, ocho, diez minutos, no sé cuántos. La música se detiene y todo el lugar es invadido por una luz ácida y eléctrica que golpea en la retina. ¡Qué sitio más feo! Me sorprendo al ver el desorden de vasos y colillas y condones y latas de cerveza y botellas vacías. Los clientes nunca deberíamos ver lo que esconde la oscuridad de una discoteca. Es como cuando el que desconoce el cine descubre que la magia no es más que una cinta. Con todo y traba, intento corregir la frase mentalmente, igual que hago siempre, pero no lo logro. Le falta poesía, carne, fuerza, sangre: “Si se descubre la magia, se pierde el interés”. Aun así, la anoto en una servilleta como si se tratara de una frase reveladora que cambiará la suerte del mundo. Como la frase de los planetas alineados que conspiran a mi favor. En medio de la borrachera me burlo de mí mismo, y de paso de Coelho, mientras veo una cara conocida y solitaria entre la multitud. La multitud: los ojos inyectados de sangre, las miradas perdidas, los rostros estragados por cuenta de los excesos, los susurros entre amigos, los gritos de los compañeros que se han perdido del grupo, los cuerpos desvayéndose en los brazos de otro, de otros.

      Rozo el cuerpo de ese conocido que desconozco, su torso descamisado y sudoroso, al cruzar a su lado en la fila para reclamar el abrigo. Su


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