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Cien años después. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.

Cien años después - Alberto Vazquez-Figueroa


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aullar a los perros.

      Tenía buen ojo y buen pulso pero un pésimo oído.

      Consciente de sus limitaciones pero inasequible al desaliento, solía alejarse cada mañana y cada tarde con el fin de practicar en un bosque del que hasta las ardillas se apresuraban a huir.

      Curiosamente, su cuñada, a la que le encantaba ordeñar, aseguraba que cuando Anabel tocaba las vacas daban más leche y se tiraban menos pedos, detalles dignos de agradecer.

      Era cosa sabida que a los animales les encantaba la música pero no que las vacas tuvieran tan mal gusto, aunque quizás el hecho de pasarse el día rumiando les permitiera captar ciertos matices negados al tímpano humano.

      Dejando a un lado una desmedida afición al acordeón, que le había granjeado la enemistad de muchos vecinos, la denostada concertista era tan dicharachera y encantadora que su sobrina tenía que suplicar que la dejaran dormir en su cama para pasarse las horas escuchando las historias de sus amoríos y las razones por las que había rechazado cinco propuestas de matrimonio.

      –El que más me gustaba roncaba y el segundo de la lista era siberiano.

      –¿Y qué tiene de malo ser siberiano?

      –Se empeñaba en que fuera a vivir a Siberia. Estuve una vez en primavera y se me agarrotaron los dedos hasta el punto de que no podía pintar ni tocar. Yo creo que lo hizo a propósito.

      –¿Hacer qué…?

      –Ser siberiano; fue una pena porque realmente le quería.

      Era una pena, pero al mismo tiempo una alegría que la tía Anabel no estuviera allí en aquellos momentos, sobre todo la nefasta mañana en que su padre se vio obligado a matar a una mujer embarazada.

      El pobre hombre estaba tan consternado que se negó a comer durante tres días y si al final comió lo hizo porque le constaba que si desaparecía su familia desaparecería de igual modo.

      Su hermano no podría arreglárselas solo y también acabaría por derrumbarse, tal como se había derrumbado al enviudar.

      Olvidar a la pizpireta Tatiana le había costado a Samuel tres años de vagar por medio mundo arrastrando su amargura, ejerciendo cualquier oficio que no tuviera que ver con los tiempos felices en los que aún vivían bajo el manto protector de un patriarca al que habían estado a punto de darle un nieto.

      Capítulo II

      Soñó con niños muertos, y no porque su padre hubiera impedido que uno de ellos viniera al mundo, sino porque «algo», se llamase virus o lo que quiera que fuese, estaba impidiendo que millones de niños vinieran al mundo.

      ¿Y para qué iban a venir? Para morir sufriendo o para vivir aterrorizados…

      Alguien dejó escrito que el miedo a morir era peor que la muerte, y Aurelia podía constatar que así era pese a que nunca hubiera muerto.

      Cuando al amanecer se despertaba y tomaba conciencia de cuanto acontecía a su alrededor, el corazón se le encogía a tal extremo que se preguntaba cómo conseguía continuar latiendo si apenas debía tener ya el tamaño de una nuez.

      Buscaba entonces refugio en los libros, sobre todo en los que hablaban de hombres y mujeres que a lo largo de la Historia habían demostrado un excepcional coraje enfrentándose a terribles adversidades.

      En ocasiones conseguía animarse, pero en otras se derrumbaba aún más al comprender que ninguno de ellos se había enfrentado a un enemigo tan taimado.

      Ese enemigo no disparaba cañones ni empuñaba espadas, no ponía bombas ni envenenaba, no asestaba tiros en la nuca ni hacía arder en la hoguera a los infieles; se limitaba a permitir que sus elegidos transitaran libremente en busca de nuevos elegidos que continuaran transitando libremente.

      Sus ladinos soldados, auténticos «quintacolumnistas» infiltrados en las filas enemigas, carecían de credo y de bandera, o quizás mejor sería decir que pertenecían a todos los credos y se inclinaban ante todas las banderas, ajenos al hecho de que obedecían sin rechistar y ciegamente a un silencioso general que jamás parecía cansarse de ganar batallas.

      Alejandro había conquistado Persia, Julio César Egipto –incluida su reina–, y Napoleón media Europa, pero un despreciable virus que jamás diera una orden ni pronunciase una sola palabra se había convertido en dueño absoluto de todas las naciones que existían o hubieran existido a lo largo de la Historia.

      Tan solo un ridículo bastión se negaba a rendirse, pero únicamente era cuestión de tiempo que cayera porque en la granja no se encontraban Astérix, Obélix ni un anciano druida capaz de preparar pócimas mágicas que aumentaban el valor y la fuerza.

      En aquel frágil reducto no existía más pócima que el café de achicoria que preparaba su madre, porque el auténtico se había acabado, lo cual provocaba que tanto a su padre como a su tío se los llevaran los diablos.

      Su padre compensaba la carencia fumando, y resultaba curioso ya que tres años antes había dejado de hacerlo y durante todo ese tiempo no había dejado pasar una sola cena durante la cual no se auto alabara por haber tenido el valor de abandonar el maldito vicio.

      Muchas tardes se sentaba en el balancín del porche, encendía su negra cachimba y descansaba un largo rato absorto en sus aún más negros pensamientos.

      Aurelia lo observaba desde la ventana y podía leer en el humo su estado de ánimo del mismo modo que un piel roja interpretaría el mensaje de una hoguera lejana.

      Una combustión lenta y acompasada seguida de una leve bocanada le permitía comprender que se encontraba en paz consigo mismo y que dentro de un par de minutos se quedaría dormido. Una inspiración fuerte y brusca, seguida de una tos nerviosa o un espeso chorro, indicaban que acababan de asaltarle el miedo, la ansiedad o amargos recuerdos relacionados con la ejecución de inocentes.

      ¿Cuántos habían caído ya?

      En la casa nadie quería contarlos.

      ***

      Una lluviosa mañana se detuvo ante la verja un hombre cuyo rostro solía aparecer antaño en todas las portadas y en todos los telediarios.

      Se había hecho inmensamente rico partiendo de la nada y tenía fama de generoso compartiendo su fortuna con los más desfavorecidos, pero ahora se encontraba allí con una chaqueta ajada y unos zapatos destrozados.

      Permaneció muy quieto observando los letreros:

      «No pasar. Peligro de muerte».

      «Solo están autorizados a coger agua y queso».

      Se aproximó al arcón, lo abrió, estudió su contenido, eligió un trozo de queso del más duro, alzó la mano dando las gracias, y se marchó por donde había venido.

      –Me alegra no haber tenido que dispararle; tengo un amigo que trabajaba para él y le admiraba.

      –¿Aún vive?

      –No lo sé, pero donde quiera que esté me agradecerá que le haya dado de comer a quien le dio a él.

      Aurelia no quiso preguntarle qué habría hecho si hubiera sido su amigo quien hubiera aparecido ante la verja porque conocía la respuesta. Ya no existían lazos de amistad, y en ese aspecto la victoria del maligno resultaba de igual modo indiscutible, lo que obligaba a plantearse si valía la pena continuar luchando.

      Si la pandemia no hubiera hecho su aparición tendría que haber sido aquel mes de comienzos de verano el elegido a la hora de hacer las maletas, irse a estudiar Bellas Artes y convertirse en una mujer tan maravillosa como su tía.

      Pero sin acordeón.

      Ni acordeón, ni guitarra, ni tan siquiera una bandurria, porque no hacía falta ser director de orquesta para comprender que su familia no estaba llamada a transitar por los senderos de la música.

      Tampoco creía que hubiera llegado a ser una restauradora mínimamente aceptable, pero el mero hecho de encontrarse cerca de Anabel y captar algo de su


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