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La invisible luz. Robert H. BensonЧитать онлайн книгу.

La invisible luz - Robert H. Benson


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parecía que estábamos siguiendo un camino estrecho que conducía más y más hacia el corazón del bosque. De pronto Jack se detuvo y levantó su mano.“¡Silencio!”, dijo.Me paré también y escuché sin respirar durante un instante.“¡Silencio!”, repitió, “Algo viene”, y saltó a un lado del camino escondiéndose detrás de un árbol. Yo le seguí.Entonces escuchamos un ruido atropellado ante nosotros y un gruñido, y una criatura grande llegó a toda prisa por el sendero. Cuando pasó pude verla, dejándome aterrorizado, era un enorme cerdo; pero lo que me dejó aterrorizado fue que recorriendo casi la totalidad de la espalda tenía una profunda herida por la que brotaba sangre. La criatura, entre fuertes gruñidos, siguió el camino hacia la choza y en seguida el sonido murió en la distancia. Como estaba apoyado sobre Jack, pude sentir su brazo temblar mientras se agarraba al tronco del árbol.“¡Oh!”, dijo en un momento, “Debemos salir de aquí. ¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?”Pero yo seguía alerta mientras le tranquilizaba.“Espera”, le dije, “hay algo más”.Saliendo del bosque, delante de nosotros, nos llegaba un jadeo y los suaves sonidos de pasos cojeando por el camino. Nos agazapamos y observamos. Entonces la figura de un anciano jorobado apareció ante nosotros, recorriendo rápidamente el camino. Parecía asustado y sin respiración. Su boca se movía y parecía hablarse a sí mismo en voz baja y en tono de queja, sus ojos buscaban en el bosque a uno y otro lado.Cuando llegó cerca de nosotros, acurrucados y temiendo respirar, vi una de sus manos por delante de él abriéndose y cerrándose, y manchada con algo que parecía de color negro a la luz de la luna. No nos vio, estábamos ocultos tras una enorme zarza, y pasó bajando el camino. Después de eso todo quedó en silencio.Tras unos minutos en perfecta quietud, nos levantamos y seguimos, pero ninguno de nosotros pensó continuar por el camino por donde esas dos terribles cosas habían llegado, así que fuimos dando tubos campo a través, manteniendo un curso paralelo al camino durante casi doscientos metros. Jack había empezado a recuperarse, incluso comenzó a hablar y a reírse de haberse asustado de un cerdo y un anciano. Más tarde me contó que no había visto la mano del viejo.Entonces el camino empezó a empinarse. En ese momento detuve a Jack.“¿Ves algo?”, pregunté.Difícilmente recuerdo lo que dije o hice, pero esto fue lo que mi amigo me contó después. Jack dijo que allí no había nada más que un pequeño montículo delante, donde no había árboles.“¿No ves nada en la alto del montículo? Fuera, en el claro, donde ilumina la luz de la luna.”Jack me contó después que pensó que me había vuelto repentinamente loco y comenzó a asustarse.“¿Ves una mujer que está allí? Tiene una larga cabellera rubia en dos trenzas y gruesos brazaletes de oro en sus brazos desnudos. Una túnica, ceñida por un cinturón, que llega por debajo de sus rodillas, y joyas rojas en el pelo, el cinturón y en los brazaletes, sus ojos brillan a la luz de la luna y está esperando, esperando aquello que ha escapado.”Luego Jack me contó que cuando dije aquello tenía un rostro inexpresivo, mis manos extendidas y comencé a hablar, pero que no podía entender una palabra de lo que yo decía. Él miraba fijamente al montículo pero no había mucho que ver, solo abetos formando un círculo alrededor y un espacio desnudo en el medio, sin brezo, eso era todo. Estaríamos a unos quince metros de distancia.Me tumbé allí, me contó Jack, y tras unos minutos me senté y miré a mi alrededor. Entonces recordé que había visto al cerdo y al anciano, pero nada más, sin embargo estaba aterrorizado al recordarlo e insistía sobre descartar una nueva incursión por el bosque y en dejar el montículo a nuestra izquierda. No era capaz de entender por qué el montículo me aterraba, pero no quería ni acercarme. Jack, sabiamente, no dijo nada más sobre ello hasta después. Finalmente encontramos un camino fuera de la arboleda, a través del brezal al largo de medio kilómetro hasta que llegamos a la carretera que Jack conocía y pudimos volver a casa.Cuando contamos nuestra historia, añadiendo Jack, para mi sorpresa, la parte que yo no era capaz de recordar, el padre de Jack no dijo mucho, pero al día siguiente nos llevó a explorar el lugar. Para nuestra sorpresa, la choza de los tejedores de brezo había desaparecido; sí quedaban las ramas tronchadas alrededor del árbol, y las manchas de humo donde la lámpara de aceite estaba colgada y las cenizas de la fogata fuera de la casa, pero no había rastro del anciano o de su esposa. Al seguir el sendero, ahora bajo los cálidos y deliciosos rayos del sol, encontramos oscuras salpicaduras por aquí y por allí en las zarzas, pero estaban secas y descoloridas. Entonces llegamos al montículo.Según nos acercábamos, yo me sentía cada vez más incómodo, pero me avergonzaba mostrar mi temor estando a plena luz del sol.En lo alto encontramos algo curioso que el padre de Jack nos dijo que era una de las costumbres de los tejedores de brezo que nadie fue capaz de explicar. El terreno estaba escavado formando una especie de túnel en rampa que se introducía en la tierra. No tenía más de cinco metros de largo y terminaba donde estaba ya cubierto por la tierra, con una especie de altar, hecho de tierra y piedras machacadas, y como alicatado con trozos de cristal y loza. Pero lo que nos dejó sorprendidos fue encontrar una mancha de algo oscuro que había calado profundamente la tierra ante el altar. Aún estaba empapado.»El anciano terminó de leer y cerró el cuaderno.–Cuando conté todo esto al profesor –me dijo–, él pareció profundamente interesado. Nos explicó, recuerdo, que la herida infringida al cerdo revelaba la naturaleza del sacrificio que el anciano había empezado a oficiar. Él la llamó un “águila de sangre”, y añadió algunos detalles con los que no quiero incomodarle. Dijo también que el tejedor de brezo había confundido dos ritos, porque solo los sacrificios humanos se ofrecían con el “águila de sangre”. De hecho, todo eso parecía ser algo perfectamente familiar para él, incluso dijo muchas cosas más de las que apenas soy capaz de recordar y menos de verificar.–¿Y la mujer en lo algo del montículo? –le pregunté.–Bien –dijo el anciano sonriendo–, el Profesor no tuvo en cuenta mi evidencia al respecto. Él aceptó la primera parte de la historia y simplemente declinó prestar atención a la mujer. Dijo que yo habría estado leyendo cuentos normandos o que me lo imaginaba. Incluso apuntó que debía estar enamorado. Bajo otras circunstancias esta forma de tratar la evidencia sería llamada “Método histórico-crítico”, supongo.–¡Pero no era más que un brutal y desagradable ritual! –exclamé.–Sí, sí –dijo el anciano–, tremendamente desagradable y brutal, pero ¿no era mucho peor la fe del Profesor? Él no era más que un experto Ritualista después de todo, como ve.

      4 Sobre el pórtico“–Por la fe, que cuando el dolor aprieta,Resplandece tras la puerta semi-abierta,Y muestra el hogar sobre la tierra–“Un cántico a las cosas comunesEstábamos sentados juntos una mañana en el salón central de la casa. Había llovido durante la noche y pensaron mejor que el anciano no debía sentarse en el jardín hasta que no estuviera seco, por eso nos quedamos en el interior pero con la puerta principal totalmente abierta, lo que nos dejaba ver un rectángulo de césped que se extendía ante la casa. En otro tiempo un paseo había llevado desde esta entrada hasta un pórtico con pedestales y bolas de piedra que se alzaba justamente al otro lado, más de quince metros más allá, pero el camino se había cubierto de hierba, aunque aun se adivinaban levemente dos rodadas sobre la hierba que llevaban desde el pórtico hasta la puerta. Por el otro lado el césped estaba rodeado por un bajo muro de ladrillo, casi oculto por una gran cantidad de hiedra, en las que contrastaban las enormes masas de color formadas por las cabezas de lirios púrpuras y amarillos y los leonados alhelíes.El anciano había estado silencioso durante el desayuno. Había ofrecido el Santo Sacrificio esa mañana como de costumbre en la pequeña capilla del piso superior, y ya le había notado yo que parecía preocupado: había hablado muy poco en el desayuno, abandonando la conversación de todos los temas que le sugería. Entendí finalmente que sus pensamientos estaban muy lejos en el pasado, y yo no deseaba perturbarle.Estábamos sentados junto a la puerta en dos sillas altas talladas, sus piernas cubiertas por una manta y su mirada triste y fija hacia el exterior, a través de la puerta de hierro labrado que franqueaba el muro. La hierba crecida en la franja de la pradera que había quedado sin podar se apoyaba en la reja o empujaba sus plumeros atravesándola. Observé que el anciano miraba fijamente el pórtico, dejando sus ojos vagar sobre cada detalle de las plantas trepadoras, el enrejado o los viejos ladrillos, y no, como había pensado al principio, rebuscando en las difusas distancias de los años dejados atrás.Súbitamente rompió su prolongado silencio.–¿Le he contado alguna vez –me preguntó– lo que vi allí en el jardín? Parece bastante normal ahora, aunque yo vi allí lo que supongo que nunca veré de nuevo antes de morir, o al menos hasta que no esté en la propia puerta de la muerte.Miré yo también hacia afuera. La atmósfera estaba


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