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El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.

El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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presente, y traía también a sus hijas, aunque no era costumbre de la duquesa viajar a Londres durante esos meses tan inclementes. Sin duda, la persuasión que la había convencido no había sido poca. Era bien sabido que su hermano, lord Alfred Grendall, se encontraba en apuros económicos, que, según decían, se habían resuelto como por arte de magia gracias a ciertas oportunas ayudas pecuniarias. Y también se sabía que uno de los jóvenes Grendall, el segundo hijo de lord Alfred, había encontrado un buen empleo en la actividad mercantil, gracias al cual recibía un salario para el que hasta sus amigos más íntimos creían que no estaba cualificado. Sin duda era cierto que iba a la calle Abchurch, en el centro económico de la ciudad, cuatro o cinco días a la semana, y que no ocupaba su tiempo de manera tan desacostumbrada para nada. Y allá donde iba la duquesa de Stevenage, allá iba la gente. En el último momento, un día antes de la fiesta, también se supo que asistiría un príncipe de sangre real. Cómo se había logrado, nadie lo sabía; pero corrieron rumores de que se habían recuperado las joyas de cierta dama, que llevaban tiempo en una casa de empeño. Todo se hizo con la misma magnífica escala. Era cierto que el primer ministro había declinado que su nombre apareciera en la lista de asistentes; pero un ministro del gabinete y dos o tres subsecretarios habían aceptado la invitación, pues se presentía que el organizador de la velada pronto poseería una notable influencia en el Parlamento. Se creía que estaba dotado para la política, y siempre es aconsejable tener a los dueños de grandes fortunas de parte de uno. Pero desde el principio, se dedicó mucho tiempo a la planificación de la velada, y muchas horas de angustia e ideas, porque cuando los grandes planes fallan, el fracaso es desastroso y puede acarrear la ruina. Este baile ya había superado dicho escollo; estaba más allá de la posibilidad del fracaso.

      El caballero, Augustus Melmotte, era el anfitrión del baile, y también el padre de la joven con quien sir Felix Carbury deseaba casarse, así como el marido de la dama de la que se decía era una judía de Bohemia. Así era como se conocía al caballero, aunque durante los dos últimos años que había pasado en Londres, llegado de París, su nombre había sido sencillamente señor Melmotte. Pero había hecho saber a todo el que quisiera prestar atención que había nacido en Inglaterra, y que era un inglés. Admitía que su esposa era extranjera, confesión necesaria puesto que la dama hablaba muy poco inglés. El propio Melmotte hablaba bien su idioma «nativo», pero con un acento que delataba, por lo menos, un largo período como expatriado. La señorita Melmotte, a la cual durante un breve lapso de tiempo se la conocía como mademoiselle Marie, hablaba muy buen inglés, pero como lo haría una extranjera. En lo que a ella respectaba, la familia reconocía que había nacido fuera de Inglaterra; algunos decían que en Nueva York. Pero madame Melmotte, que debía estar informada de la localización geográfica del nacimiento, había declarado que tuvo lugar en París.

      En cualquier caso, era un hecho establecido que el señor Melmotte había amasado su fortuna en Francia. Sin duda mantenía estrechas relaciones comerciales en otros países, respecto a las cuales circulaban rumores que sin duda eran exagerados. Se decía que había construido un ferrocarril que cruzaba toda Rusia, que era el proveedor del ejército sureño en la Guerra Civil americana, que vendía armas a Austria, y que, en un momento determinado, había comprado todo el hierro fabricado en Inglaterra. Podía hundir o elevar cualquier empresa al cielo del éxito financiero comprando o vendiendo acciones, y hacer que el dinero fuera barato o caro según le apetecía. Todo esto se decía de Melmotte, en tono de elogio; aunque también se murmuraba que en París le consideraban el mayor estafador que jamás hubo, y que había tenido que abandonar la ciudad a toda prisa; que después de intentar instalarse en Viena, la policía le había pedido que se fuera de la ciudad. Y que finalmente, había encontrado en la libertad británica el derecho a disfrutar, sin temor a la persecución, los frutos de su esfuerzo. Ahora estaba instalado en una residencia en Grosvenor, y poseía unas oficinas en Abchurch, y todo el mundo sabía que un príncipe de sangre real, un ministro del gabinete, y la más selecta duquesa de la sociedad londinense iban a asistir a su baile. Y lo había logrado todo en doce meses.

      Los Melmotte solamente tenían un vástago, una heredera de toda su riqueza. El propio Melmotte era un hombre voluminoso, de tupidas patillas y espesa caballera, cejas marcadas y una maravillosa expresión de poder en su boca y su mentón. Eran características que redimían su rostro de una cierta vulgaridad innata; pero aun así, el aspecto y la apariencia del hombre eran en conjunto desagradables, y si se me permite, despertaban desconfianza. Parecía un hombre rico y avasallador. Su esposa, por contraste, era gordita y de pelo claro, un color no muy habitual en las mujeres hebreas; pero sí poseía una nariz afilada. La señora Melmotte no era precisamente guapa, pero siempre estaba dispuesta a gastar dinero en cualquier objeto que sus nuevas amistades le recomendaran comprar. A veces, hasta parecía que recibiera una comisión por parte de su marido, pues no cesaba de ofrecer regalos a todo el que quisiera aceptarlos. El mundo había recibido a Augustus Melmotte como caballero y así se dirigía a él, en las numerosas cartas que recibía diariamente, y que le procuraban un cargo en el consejo de dirección de las tres docenas de empresas a las que pertenecía. Pero su esposa aún era madame Melmotte. La hija disfrutaba de su rango con nomenclatura inglesa, es decir que en todo momento, la llamaban señorita Melmotte.

      Felix Carbury había descrito correctamente a Marie Melmotte a su madre. No era hermosa, no era lista y no era una santa. Pero tampoco era fea, estúpida o especialmente mala. Era poca cosa, apenas había cumplido los veinte, no se parecía a su madre ni a su padre, su rostro no denotaba ninguna herencia hebrea; daba la impresión de que su propia posición la superaba. Con gente como los Melmotte, las cosas iban muy deprisa, y era de todos sabido que la señorita Melmotte había tenido un pretendiente al que la familia casi había aceptado. Sin embargo, su romance había tenido un final abrupto. Nadie culpaba a la señorita de dicho final, ni tampoco le tenían lástima. No suponían que la hubieran dejado por otra, ni que ella a su vez hubiera abandonado a su galán. Como en los consortes reales, los intereses de estado mandan desde una reconocida ausencia, e incluso proclamada imposibilidad, de predilecciones personales, el dinero se comportaba de la misma manera. Es decir, que el matrimonio con el referido pretendiente no fue aprobado, según las importantes disposiciones pecuniarias inevitablemente ligadas a la señorita Melmotte. El joven lord Nidderdale, el hijo mayor del marqués de Auld Reekie, había pedido la mano de la joven, y le había ofrecido el título de marquesa, a cambio de medio millón. Melmotte no había puesto ninguna objeción a la suma, según se decía, pero sí había requerido que el dinero se invirtiera en un fondo, para asegurarlo. Nidderdale lo quería ya y sin ataduras, y no aceptaba ningún otro término. Melmotte quería hacerse con el marqués, para darle a su hija el título de marquesa; por aquél entonces no había entrado en contacto todavía con la duquesa. Pero al final perdió la paciencia, y le preguntó al abogado de lord Nidderdale si le parecía probable que le entregara alegremente esa cantidad de dinero a un hombre como su futuro yerno. «Piensa usted entregarle a su hija», señaló el abogado. Melmotte lanzó una furibunda mirada a su interlocutor durante unos segundos, desde sus pobladas cejas, y luego le dijo que su respuesta era una tontería, y que eso no tenía nada que ver; y procedió a abandonar la estancia. Así fue como el romance llegó a su abrupto final. Dudo que lord Nidderdale dirigiera una sola palabra de amor a Marie Melmotte, o que siquiera la pobre muchacha la esperara. Sin duda le habían explicado claramente cuál era su destino.

      Otros habían intentado lo mismo, y habían fracaso de la misma manera. Todos trataban a la chica como un escollo que superar, a un alto precio. Pero a medida que la vida mejoraba para los Melmotte, y que los príncipes y duquesas aparecían en sus salones gracias a otros procedimientos —costosos, sin duda, pero no ruinosos—, el casamiento inmediato de Marie se convirtió en un objetivo menos necesario, y Melmotte redujo sus ofertas. La chica también empezó a desarrollar una opinión propia. Se decía que había rechazado de plano a lord Grasslough, cuyo padre estaba en bancarrota, y que no tenía ningún ingreso propio y era feo, malvado, de mal carácter y sin la menor virtud que lo redimiera. Marie había tenido algunas experiencias desde que lord Nidderdale, con una carcajada en voz baja, le dijo que quizá la convertiría en su esposa. Ahora, de vez en cuando, la muchacha dedicaba tiempo a reflexionar sobre su propia felicidad y su estado. La gente que la rodeaba empezó a decir que sir Felix Carbury podía ser el elegido, si jugaba bien sus cartas.

      Además, no todos estaban seguros de que Marie fuera


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