El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.
solamente los vi por encima. No es que tenga curiosidad, pero es mi hijo y me preocupa. Creo que ha comprado otro caballo. Vino a casa un mozo de establo, y se lo dijo a los criados.
—¡Por el amor de Dios!
—Si tan solo pudieras convencerle para que dejara las cartas… Por supuesto, no está bien, gane o pierda; aunque estoy segura de que Felix no hará nada malo. Nadie puede acusarle de ser malvado. Y si ha ganado dinero, lo cierto es que me iría bien que me devolviera un poco de lo que le he dado. Se me han acabado las opciones, y nadie puede acusarme de habérmelo gastado en frivolidades para mí.
Roger volvió a repetir sus ya añejos consejos. No tenía ningún sentido mantener el nivel de vida que la casa de la calle Welbeck les exigía. Quizá hubieran podido seguir allí, si no tuvieran que pagarles todos los caprichos al manirroto de sir Felix, pero actualmente estaban galopando hacia la ruina más absoluta. Si lady Carbury sentía el deber de ofrecerle un techo al desgraciado de su hijo, a pesar de su locura y de sus vicios, como sin duda en tanto que madre se veía en la obligación de hacerlo, entonces debía encontrar una residencia lejos de Londres. Si el joven quería permanecer en Londres, que lo hiciera a su costa y con sus propios recursos. Debía tomar una decisión y hacer algo en la vida. Quizá en India podía empezar una digna carrera como comerciante.
—Si fuera un hombre se deslomaría antes que vivir a tu costa —dijo Roger.
Pero aceptó hablar con su primo al día siguiente para convencerle; esto era, si podía encontrarle. No resultaba fácil localizar a los jóvenes que juegan toda la noche y se pasan el día cazando. Pero vendría a las doce, porque a esa hora generalmente Felix desayunaba. Luego por fin le ofreció a lady Carbury una garantía que no fue la peor parte de la conversación.
—En caso de que no te devuelva el dinero que precisas, sería un honor para mi prestarte cien libras hasta que llegue tu renta de mitad de año. —La voz de Roger cambió de tono cuando cambió de tema—: ¿Puedo ver a Henrietta mañana?
—Por supuesto, ¿cómo no? Está en casa ahora, creo.
—Esperaré a mañana, cuando venga a ver a Felix. Me gustaría que supiera que la visitaré. Paul Montague ha estado en Londres y me imagino que vino a verla, ¿no?
—Sí, vino.
—¿Y no le visteis en ninguna otra ocasión?
—También estaba en el baile de los Melmotte. Felix le consiguió una invitación, y allí coincidimos. ¿Ha vuelto a ir a Carbury?
—No, a Carbury no. Creo que fue a Liverpool por un tema de sus socios. Otro buen ejemplo de un joven ocioso. No es que Paul se parezca a sir Felix, claro está —añadió, empujado por un fuerte espíritu de honestidad.
—No seas muy duro con el pobre Felix —pidió lady Carbury.
Roger, al despedirse, pensó que era imposible ser muy duro con sir Felix Carbury.
A la mañana siguiente, lady Carbury fue al cuarto de su hijo antes de que este se levantara, y con voz tremendamente frágil le dijo que su primo Roger venía a hablar con él.
—¿Y por qué demonios quiere hablar conmigo? —dijo Felix desde la cama, sin moverse.
—Si me hablas así, Felix, me veré obligada a irme de esta habitación.
—Quiero decir, ¿con qué objeto? Sé perfectamente lo que me dirá, tan bien como si acabara de escucharlo. Está muy bien predicar sermones a la gente de bien, pero no sirve de nada con los que llevamos mala vida.
—¿Por qué dices eso? Tú eres bueno.
—Madre, me irá perfectamente, sobre todo si ese tipo me deja tranquilo. Sé jugar mis cartas, y no necesito sus consejos. Y ahora, si me dejas tranquilo, me levanto y me visto.
Lady Carbury tenía la intención de pedirle algo de dinero, pues estaba convencida de que aún lo tenía, pero le faltó valor. Si le pedía dinero y lo aceptaba, equivalía en cierto modo a reconocer que jugaba, y a aprobar tácitamente esa actividad. Aún no eran las once, por lo que era pronto para él; pero Felix había decidido largarse de la casa antes de que el pesado de su primo se presentara para propinarle su sermón. Para ello, tenía que moverse deprisa. A las once y media ya había desayunado, y había decidido cambiar de acera en la calle si era preciso, para evitarle, en dirección a Marylebone, un camino que sabía Roger jamás tomaría. Se fue a las doce menos diez, astutamente modificó el recorrido girando por la primera esquina, y justo entonces se dio de bruces con su primo. Roger, preocupado por lo que lady Carbury le había encargado, con tiempo de sobra, había llegado pronto y se había dedicado a pasear por el vecindario; aunque no pensaba en Felix, sino en la hermana del joven. El barón sintió que lo habían pillado con las manos en la masa, injustamente, pero no por ello abandonó la esperanza de huir.
—Iba a casa de tu madre para hablar contigo —abrió fuego Roger.
—¿De veras? Cuánto lo siento, tengo una cita a la que no puedo faltar. Podemos quedar otro día.
—Por diez minutos no pasará nada —dijo Roger, cogiéndole del brazo y arrastrándole de vuelta a la casa.
—Bueno, en este momento…
—Seguro que no se molesta. He venido porque tu madre me lo ha pedido, y no puedo esperar todo el día en Londres a que tengas un momento. Vuelvo a Carbury esta misma tarde, y tu amigo seguro que podrá esperar. —Su firmeza era demasiado para Felix, que no tenía valor como para apartarse de su primo con violencia física, y seguir por otro camino. Pero a medida que volvían a la casa de lady Carbury, el dinero que tenía en el bolsillo (pues aún conservaba sus ganancias) le animó, así como el recuerdo de las dulces palabras que había cruzado con Marie Melmotte después del baile, y decidió que no se dejaría avasallar por Roger Carbury. Pronto llegaría el día en que incluso lo desafiaría; casi estaba seguro de que no faltaba mucho. Sin embargo, la charla que se avecinaba le causaba una desazón y un miedo prácticamente físicos.
—Tu madre me dijo que tienes caballos —declaró Roger.
—No sé qué entiende ella por caballos. Tengo uno, el único que no vendí.
—¿Tienes un caballo solamente?
—Bueno, para ser exactos tengo un caballo de caza y otro de exhibición.
—¿Y otro en Londres?
—¿Quién te ha dicho eso? No, no es cierto. Al menos, que yo sepa. Hay uno cuya compra me han pedido que estudie, en unos establos.
—¿Y quién paga el mantenimiento de esos animales?
—En cualquier caso, no te lo he pedido a ti.
—No. Te falta valor para eso. Pero no tienes el menor escrúpulo en pedirle dinero a tu madre, aunque eso la obligue a pedírmelo a mí o a otros amigos. Has malgastado todo el dinero que te pertenecía por derecho propio, y ahora la estás arruinando a ella.
—Eso no es cierto. Aún tengo dinero.
—¿De dónde lo has sacado?
—Todo esto está muy bien, Roger, pero no creo que tengas derecho a hacerme estas preguntas. Tengo dinero. Si compro un caballo es porque puedo permitírmelo. Si compro dos, o tres, es porque tengo dinero para mantenerlos. Por supuesto que tengo deudas, pero también hay gente que me debe dinero a mí. Estoy bien, y no necesitas preocuparte.
—Entonces, ¿por qué le pides a tu madre hasta su último centavo, y después no tienes nada para pagarle lo que te ha prestado a ti?
—Puedo devolverle las veinte libras, si te refieres a eso.
—Me refiero a eso y a mucho más. Supongo que has estado jugando.
—Insisto en que no estoy obligado a contestarte, y no pienso hacerlo. Si no tienes nada más que añadir, me despido.
—Sí tengo algo más que añadir, y lo haré —Felix se dirigió a la puerta, pero Roger se le adelantó y se interpuso.