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El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.

El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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      A todos los presentes se les había dado a entender de un modo u otro que iban a ganar una fortuna, no gracias a la construcción del ferrocarril, sino con el aumento de valor de las acciones de la compañía. Todos se susurraban mutuamente su convicción al respecto y ni Montague se engañaba creyendo que era el director de una empresa dedicada a la construcción de un ferrocarril de verdad. A la gente que no participaba en el apaño se les decía que tenían que comprar acciones, y a los que sí estaban metidos en el asunto les quedaba el privilegio de fabricar esas acciones. Esa era su función y todos lo sabían. Pero ahora, como se habían reunido para una celebración, hablaron de la humanidad en su conjunto y de la futura armonía de las naciones.

      Después del primer cigarro Melmotte se retiró y lord Alfred con él. Al joven le hubiera gustado quedarse, pues era un hombre que disfrutaba con el tabaco y el brandy con soda, pero llegaban tiempos importantes para él, y pensó que más le valía pegarse a Melmotte. El señor Samuel Cohenlupe también se fue con ellos, pues su papel en la velada no había sido muy lucido. Luego solamente quedaron los jóvenes, y pronto acordaron desplazar la noche a la sala de juegos. Todos esperaban que Fisker se retirara con los de más edad, pero no fue así. Nidderdale, que no sabía demasiado de hombres y razas, tenía dudas sobre si el caballero americano no sería un «chino descreído», como había leído en alguna poesía. Pero al señor Fisker le gustaba pasar un buen rato como al que más y se adentró decididamente en la sala de juegos. Lord Grasslough se unió a ellos, y pronto se pusieron manos a la obra, después de decidir que jugarían al lanterloo. El señor Fisker hizo una alusión al póker como un entretenimiento más deseable, pero lord Nidderdale, recordando su poesía, sacudió la cabeza. «¡Oh, no! Juguemos a algo respetable y cristiano». El señor Fisker procedió a declarar que todos los juegos de cartas le parecían aceptables, sin ningún tipo de prejuicio religioso.

      Es necesario precisar que las partidas de cartas del Beargarden habían continuado sin mayores interrupciones y que, en conjunto, sir Felix Carbury había tenido suerte. Por supuesto, se habían producido vicisitudes, pero su estrella estaba en ascenso. Durante algunas noches, se había mantenido con tanta firmeza que el señor Miles Grendall le había sugerido a su amigo lord Grasslough que había gato encerrado. Lord Grasslough, que no estaba muy dotado, al menos no era un hombre suspicaz, y rechazó la idea de plano.

      —Le vigilaremos —dijo Miles Grendall.

      —Tú harás lo que te plazca, pero yo no pienso vigilar a nadie —replicó Grasslough.

      Así que Miles había vigilado y vigilado en vano; y puede decirse que sir Felix, a pesar de sus muchos defectos, no era un esquirol. Ahora ambos le debían a sir Felix una considerable suma de dinero, y también Dolly Longestaffe, que no estaba presente en esta ocasión. Últimamente, muy poco dinero había cambiado de manos, poco en relación a las sumas que estaban inscritas en pagarés, aunque sir Felix aún disponía de suficiente caudal como para sentirse justificado, rechazando ejercer la prudencia que su madre le aconsejaba.

      Cuando los pagarés se intercambian con facilidad entre un grupo similar de amigos, como el que nos ocupa, la repentina presencia de un extraño es muy desagradable, especialmente cuando el susodicho se dispone a partir hacia San Francisco a la mañana siguiente. Si se pudiera garantizar que el extraño iba a perder, entonces sin duda le considerarían un regalo de los dioses. Este tipo de extraños tienen los bolsillos llenos de dinero, una porción del cual sería como una dulce lluvia en época de sequía, a ojos del grupo de jóvenes. Cuando uno lleva tanto tiempo jugándose pagarés, los billetes de verdad poseen un encanto hasta entonces desconocido. Pero si ganase el extraño, entonces las complicaciones derivadas de tal hecho conllevan una situación de lo más incómoda, sin solución posible. Llegados a ese punto, la única salida era llamar a Herr Vossner, cuyos términos de préstamo eran también una garantía de ruina. En esta ocasión, desafortunadamente, no hubo un final cómodo. Desde el principio, Fisker se llevó la mano ganadora, y un montón de papelitos cayó en sus manos, muchos de ellos procedentes de sir Felix, aunque también los había con «G», por Grasslough y «N» por Nidderdale, y también un maravilloso jeroglífico que en el Beargarden sabían perfectamente que correspondía a D.L., Dolly Longestaffe, que a pesar de ser el responsable de la firma, no había participado en la velada de esa noche.

      Y también estaban los pagarés con la firma de M.G., por Miles Grendall, que era una especie de documento peculiarmente abundante y de escaso atractivo en esas ocasiones comerciales. Hasta entonces, nunca le habían entregado un pagaré a Paul Montague en el Beargarden, ni tampoco lo había hecho nuestro amigo sir Felix. En esta ocasión, Montague también resultó agraciado por la suerte, aunque no tanto como Fisker. Sir Felix no dejó de perder, y se erigió prácticamente en el único gran perdedor de la noche. El señor Fisker fue quien ganó casi todo lo que se había perdido en aquella mesa de juego esa noche. Como tenía que tomar el tren de las 8:30 hacia Liverpool, y a las 6 de la mañana estaba contando todos los pagarés, declarándose poseedor de unas ganancias de seiscientas libras.

      —Creo que casi todos proceden de usted, sir Felix —dijo Fisker, entregándole un fajo de pagarés al caballero.

      —Efectivamente, así es. Pero son todos buenos, contra el dinero de estos caballeros.

      Entonces, de perfecto buen humor, el americano procedió a extraer uno del montón que indicaba que Dolly Longestaffe le debía cincuenta libras.

      —Es de Longestaffe —dijo Felix— y por supuesto, lo cambiaré.

      De su bolsillo sacó otros pequeños documentos con la firma de M.G., que tenía tan poco valor entre ellos, y así alcanzó la suma.

      —Son ciento cincuenta libras de Grasslough, ciento cuarenta y cinco de Nidderdale y trescientas veintidós con diez peniques, de Grendall —declaró el barón. Entonces sir Felix se levantó, como si hubiera pagado su deuda. Fisker, sonriendo y de buen humor, recolocó los pedacitos de papel frente a sí y entonces miró a sus compañeros de juego.

      —Eso no es válido, lo sabéis perfectamente —dijo Nidderdale—. El señor Fisker debe recibir su dinero antes de irse. Tú lo tienes, Carbury.

      —Por supuesto que lo tiene —dijo Grasslough.

      —Pues resulta que no lo llevo encima —declaró sir Felix—, y si lo llevara, ¿qué?

      —El señor Fisker regresa a Nueva York de inmediato —dijo lord Nidderdale—. Supongo que seremos capaces de reunir seiscientas libras, entre todos. Llamad a Vossner. Creo que debería ser Carbury quien pague, puesto que ha sido él quien lo ha perdido, y no esperábamos que utilizara nuestros pagarés para saldar su deuda, como ha hecho.

      —Lord Nidderdale —dijo sir Felix—, ya he dicho que no llevo el dinero encia. ¿Por qué debería, especialmente si cuento con pagarés por una suma más que suficiente para hacer frente a mis pérdidas?

      —En cualquier caso, hay que pagarle su dinero al señor Fisker —dijo lord Nidderdale, agitando de nuevo la campanita.

      —No tiene la menor importancia, milord —dijo el americano—. Pueden enviármelo a Frisco, por correo, si les resulta más cómodo.

      Y se levantó para ir a buscar su sombrero, para gran alegría de Miles Grendall. Pero los dos jóvenes lords no estaban de acuerdo en absoluto.

      —Si realmente debe irse ahora mismo, permítame que vaya a buscarle a la estación para entregarle sus ganancias —dijo Nidderdale.

      Fisker declaró que no debía molestarse. Por supuesto, esperaría diez minutos si así lo deseaba, pero la cuestión no tenía la menor importancia. ¿Es que no disponían de correo diariamente? Entonces Herr Vossner se levantó, enfundado en una bata, y mantuvo una discreta conversación en un rincón con los dos lores y con el señor Grendall. En pocos minutos, Herr Vossner extendió un cheque por el dinero adeudado por los dos caballeros, pero lamentaba no disponer de suficiente crédito con su banco como para aumentar la cifra. Así pues, quedó claro que Herr Vossner no pensaba adelantar la cantidad adeudada por el señor Grendall a menos que hubiera otros dispuestos a responder por el caballero.

      —Supongo


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