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El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.

El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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toda la noche, en vela, esperando a su hijo. Subió a su habitación, se quitó el traje de noche y se puso una bata blanca. Mientras se sentaba frente al tocador, y se quitaba el postizo, reconoció que su edad empezaba a verse. Podía ocultar su desagradable cercanía con artificios, y ocultarla con más eficacia que muchas mujeres de su edad, pero ahí estaba, reptando sobre ella con pequeñas canas cerca de las orejas y alrededor de sus sientes, diminutas arrugas en los ojos, fácilmente ocultables gracias al uso de la dudosa cosmética. Y una expresión de cansancio en la boca, que solamente desaparecía cuando adoptaba otra de seguridad, y que practicaba para poder desplegar cuando estaba acompañada, pero que ahora, con más frecuencia, la abandonaba al quedarse sola.

      Pero no era una mujer que se sintiera infeliz porque se hacía mayor. Su felicidad, como sucede con la mayoría de nosotros, siempre estaba en el futuro: nunca llegaba, pero siempre se acercaba. Lady Carbury, sin embargo, no había buscado la felicidad en el amor ni el cariño, y por eso no se sentía decepcionada en ese aspecto. Nunca había sabido realmente qué la haría feliz; tenía una vaga aspiración de distinción social y fama literaria, siempre mezclada con el disfrute del dinero. No obstante, en ese momento sus mayores temores y sus más grandes esperanzas se centraban en su hijo. No le importaba que su pelo fuera gris, o lo cruel que era el señor Alf, mientras Felix se casara con la heredera. Por otra parte, nada que la cosmética o el Morning Breakfast Table pudieran hacer evitaría el desastre, si no podían evitar la ruina que ahora amenazaba con devorar a su hijo. Así que bajó al salón, para estar segura de oír la llave en la cerradura de la puerta principal, incluso si se quedaba dormida, y le esperó con un volumen de memorias francesas por lectura.

      ¡Pobre y desgraciada mujer! Ya podría haberse retirado a su hora de siempre, pues fue después de las ocho de la mañana, con la luz del sol brillando en la sala cuando el taxi trajo a Felix hasta la puerta de su casa. Lady Carbury había pasado una noche horrenda. Se había quedado dormida, y el fuego se había apagado, con lo cual había dormitado aterida de frío. No pudo concentrarse en su libro, y mientras estuvo despierta el tiempo parecía ir lento como una eternidad. Y además, ¡le parecía tan terrible que su hijo pasara tantas horas jugando, y hasta la madrugada! ¿Por qué querría jugar, si estaba a punto de hacerse con la fortuna de la joven? Era un inconsciente, arriesgando su salud, su carácter, su belleza y el poco dinero que aún tenía en un momento en que podía ser indispensable para su gran objetivo, solo para ganar algo que en comparación con el dinero de Marie Melmotte, era una cuantía despreciable. Pero por fin llegó, y ella esperó pacientemente hasta que se hubo quitado sombrero y abrigo, y entonces apareció en la puerta del salón. Había pensado mucho en cómo abordarle. No pensaba proferir ni un reproche, y por eso le saludó con una sonrisa.

      —Madre —dijo él—, ¡tú despierta tan pronto!

      Sir Felix tenía la cara arrebolada, y lady Carbury reparó en su paso vacilante. Nunca le había visto bebido, y pensó en lo doblemente terrible que sería que hubiera pasado la noche jugando y bebiendo.

      —No podía dormir hasta hablar contigo.

      —¿Por qué no? ¿Para qué querías verme? Ahora voy a dormir. Ya tendremos tiempo de hablar después.

      —¿Hay algún problema, Felix?

      —¿Problema? ¿Qué problema? Ha habido una decorosa pelea entre los caballeros del club, eso es todo. Tuve que sincerarme con Grasslough, y no le gustó. Tampoco era mi intención.

      —¿Pelea? Espero que no estés hablando de ningún duelo, Felix.

      —¿Duelo? No, no, nada tan interesante como eso. Quizá se hayan repartido algunos golpes aquí y allá, y eso es todo cuanto puedo decir. Ahora tienes que dejarme ir a dormir, porque estoy agotado.

      —¿Qué te dijo Marie Melmotte?

      —Nada en especial —respondió y permaneció con la mano en el pomo.

      —¿Y tú que le dijiste?

      —Nada en especial. Por Dios, madre, ¿crees que un hombre está en condiciones de hablar de estas cosas a las ocho de la mañana, después de pasar toda la noche en pie?

      —Si supieras lo mucho que sufro por ti, me dirías lo que ha sucedido —dijo ella, implorando, agarrándole del brazo, y observando su cara enrojecida y sus ojos inyectados en sangre. Estaba segura de que había bebido; se le notaba en el aliento.

      —Antes tengo que hablar con el viejo, claro.

      —¿Te dijo que hablaras con su padre?

      —Hasta donde recuerdo, así fue. Por supuesto, si quiere arreglarlo a su gusto, tengo unas probabilidades de diez contra uno.

      Y apartó un poco bruscamente de su madre. Subió a su habitación tambaleándose ligeramente por las escaleras.

      ¡Entonces, la heredera había aceptado a su hijo! De ser así, el éxito estaba cerca. Lady Carbury recordó su antigua convicción de que una hija siempre podía conquistar el corazón de un padre obcecado cuando no estaban de acuerdo en el asunto del matrimonio, si se lo proponía. Pero la muchacha tenía que estar convencida, y eso dependía de su enamorado. En este caso, sin embargo, aún no había motivos para pensar que el gran hombre fuera a negarse al enlace de su hija. Hasta guiándose por las señales externas, el gran hombre había mostrado alguna que otra deferencia para con su hijo. Sin duda era el señor Melmotte quien había obtenido el cargo de director para sir Felix en la compañía de ferrocarril. También le habían abierto las puertas de la casa de la plaza Grosvenor. Y a fin de cuentas, sir Felix era sir Felix: un barón. El señor Melmotte sin duda se habría propuesto cazar a tal o cual lord, pero si no lo conseguía, ¿por qué no iba a conformarse con un barón? Lady Carbury opinaba que a su hijo solo le faltaba dinero para convertirse en un pretendiente aceptable para un suegro como el señor Melmotte. No una cantidad alta, no una fortuna de verdad, no miles de libres al año: la propia e inmensa riqueza del padre lo hacía innecesario, pero estaba claro que a alguien como el señor Melmotte no le gustarían las señales externas de pobreza. Tenían que disponer de suficientes medios como para proyectar una imagen elegante y hasta lujosa. Sir Felix debía tener un caballo, anillos y abrigos, bastones nuevos, y sobre todo dinero para hacer regalos. No debía parecer pobre. Por fortuna, por una grandísima fortuna, la Suerte se le había pegado en los últimos tiempos y eso le había proporcionado algunos fondos. Sin embargo, si seguía jugando así, la propia Suerte se lo quitaría al momento y hasta donde su pobre madre sabía, ya podría haberlo hecho. Y además, era indispensable que abandonase la costumbre del juego, al menos por el momento, mientras su futuro dependía de la buena opinión del señor Melmotte. Por supuesto que al señor Melmotte no le gustaría nada la perspectiva de un caballero jugando toda la noche en el club, por mucho que en los círculos sociales de la City todo el mundo lo hiciera. ¿Por qué no iba a aprender Felix a jugar en otro escenario, en la bolsa o entre los inversores, o en el banco, con un mentor como Melmotte a su lado? Lady Carbury se propuso instigarle para que fuera responsable y diligente en sus tareas como director de la compañía de ferrocarril, que podía constituir un buen punto de partida para que amasara su propia fortuna personal. Pero luego cayó en la cuenta: ¿qué esperanza había para él si caía en las garras de la bebida? Toda esperanza de convencer al señor Melmotte de que el enlace era una buena idea se desvanecerían si descubría que el pretendiente de su hija llegaba a su casa a las ocho de la mañana después de pasar toda la noche fuera, y que se tambaleaba subiendo las escaleras hacia su dormitorio.

      Al día siguiente lady Carbury no se perdió detalle del aspecto de su hijo, y emprendió su cruzada al instante.

      —Felix, ¿sabes qué se me ha ocurrido? Voy a visitar a tu primo Roger durante la Pascua.

      —¡La Finca Carbury! —exclamó él, devorando unos riñones que la cocinera había preparado ex profeso para su desayuno—. Creía que te parecía un sitio tan aburrido que no pensabas volver nunca más.

      —Nunca he dicho tal cosa. Y ahora tengo un motivo.

      —¿Qué hará Hetta?

      —Venir conmigo, ¿por qué no?

      —Oh, no lo sé. Se me ocurre que quizá


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