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El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.

El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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como para generar obediencia, la moral era un añadido. Los dogmas de su Iglesia eran la verdadera religión para el padre Barham, y estaba dispuesto a enseñarlos en todo momento, siempre preparado para demostrar que eran la verdad sin temor de ningún enemigo, ni siquiera de la hostilidad que su perseverancia podía despertar. Solamente tenía un deber frente a él, que era comunicar al mundo su fe. Quizá durante toda su vida solamente convertiría a uno, o ni siquiera eso, pero aun así merecería la pena. Sembraría la semilla y labraría la tierra, aunque no se le diera la ocasión de cosechar el fruto de sus esfuerzos.

      Hacía poco que se había instalado en Beccles, y Roger Carbury había descubierto que se trataba de un caballero, tanto por nacimiento como por educación. También había reparado en que era muy pobre y, en consecuencia, le había ofrecido su ayuda. El joven párroco no había dudado en aceptar la hospitalidad de su vecino, y en una ocasión había afirmado, riendo, que estaba encantado de aceptar su invitación a cenar en Carbury porque no tenía nada en su despensa. También aceptaba de buena gana verduras y frutas del huerto, así como pollos, declarando que era demasiado pobre para negarse. La aparente franqueza del joven acerca de su situación complacía mucho a Roger, y su aprecio no había disminuido cuando una noche de invierno, en uno de los salones de Carbury, el padre Barham incluso había intentado convertir a su anfitrión. «Siento el mayor respeto por su religión», había dicho Roger, «pero no es para mí». El párroco había aceptado esa lógica: no podía sembrar su semilla, pero podía intentar arar la tierra. Había repetido su intentona un par o tres de veces, y a Roger ya le había molestado un poco más. Pero el cura era tan sincero que eso despertaba su admiración y su respeto. Y Roger estaba seguro de que, aunque aburridas, sus enseñanzas no eran perniciosas. Un día se le ocurrió que llevaba doce años tratando con el obispo de Elmham y que de los labios del obispo jamás había salido una palabra sobre religión, mientras que este hombre, casi un extraño, que profesaba otra fe, siempre le hablaba de ello. Roger Carbury no era un hombre muy dado a las reflexiones profundas, pero decidió que le gustaba más la actitud del obispo.

      Durante la cena, lady Carbury fue toda sonrisas y amabilidad. Nadie que la escuchara o la observara pensaría que su corazón rebosaba de preocupación. Estaba sentada entre el obispo y su primo, y era lo bastante hábil como para hablar con uno sin descuidar al otro. Conocía al obispo desde hacía tiempo, y una vez le había hablado de su alma. El primer tono en la respuesta del buen hombre la convenció de que había cometido un error, y jamás lo repitió. Con el señor Alf hablaba libremente de su intelecto; con el señor Broune, de su corazón y con el señor Booker, de su cuerpo y de las necesidades de este. También estaba dispuesta a hablar de su alma, si la ocasión lo disponía, pero era demasiado prudente como para confiar ese tema a un obispo. Ahora centraba su conversación en las maravillas de Carbury y de la campiña cercana.

      —Sí, ciertamente —dijo el obispo—. Suffolk es una zona muy bonita, y como estamos solo a una milla o dos de Norfolk, creo que lo mismo puede comentarse de Norfolk. Como se suele decir: «Donde hay un nido, vuelan los pájaros».

      —Me gustan los condados que aún conservan el espíritu del campo —dijo lady Carbury—. Staffordshire y Warwickshire, Cheshire y Lancashire se han convertido en grandes ciudades y han perdido toda su originalidad local.

      —Y nosotros conservamos nombre y reputación —dijo el obispo—. ¡Los simples de Suffolk, nos llaman!

      —Muy inmerecido.

      —Como tantos otros epítetos, imagino. Es verdad que somos gente dormilona, no tenemos carbón ni hierro. No hay paisajes hermosos, como en la zona de los lagos en el norte, ni grandes ríos donde pescar, como en Escocia, ni cotos de caza.

      —¡Perdices! —aportó lady Carbury, con animada energía.

      —Sí, tenemos perdices, iglesias bonitas y hasta arenques. No nos va mal, siempre y cuando la gente no espere demasiado. No podemos crecer y multiplicarnos como hacen las grandes ciudades.

      —Precisamente por eso me gusta esta parte de Inglaterra. ¿De qué sirve una ciudad hacinada?

      —Bueno, tenemos que poblar la tierra, lady Carbury.

      —Ah, por supuesto —dijo la dama, añadiendo algo de reverencia a su voz al pensar que el obispo se refería a un mandamiento—. Hay que poblar la tierra, pero a mí me gusta más el campo que la ciudad.

      —A mí también, y me gusta Suffolk —dijo Roger—. La gente es honesta, y no son tan radicales como en la ciudad. Los pobres saludan al pasar y los ricos piensan en los pobres. Aquí todavía se respetan las costumbres inglesas.

      —Qué bien —dijo lady Carbury.

      —También conserva algo de la ignorancia tradicional inglesa —apuntó el obispo—. Sin embargo, vamos mejorando, como el resto del mundo. ¡Qué flores más hermosas tiene usted, señor Carbury! Al menos también crecen flores hermosas en Suffolk.

      La señora Yeld, la esposa del obispo, estaba sentada al lado del joven párroco, y se encontraba en verdad un poco asustada de su compañero de mesa. Quizá era un poco menos flexible que su esposo y aunque estaba dispuesta a admitir que el señor Barham seguía siendo un caballero pese a ser católico, no estaba muy segura de que fuera correcto que ella y su marido tuvieran tratos con él. El señor Carbury no los había invitado sin advertirlos antes. Les había comunicado que el párroco estaría allí, y el obispo había declarado que le complacería mucho conocerlo. Pero la señora Yeld no estaba tan tranquila. Jamás se aventuraba a expresar su opinión una vez que su marido se había pronunciado, pero sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal, y los católicos no se encontraban en el lado correcto, por lo que había que erradicarlos. También opinaba que si no hubiera curas, la Iglesia católica no existiría. El señor Barham era un hombre de buena familia, algo que había que tener en cuenta.

      El hecho era que el párroco siempre iniciaba sus avances gradualmente. La taciturna humildad con la que empezaba sus operaciones estaba en exacta proporción a la volubilidad entusiasta de su cercanía. La señora Yeld pensó que podía dirigirse a él con educación y él le replicó con tanta modestia apurada que casi la convenció para olvidar lo mucho que le desagradaba. La señora Yelds le habló de los pobres de Beccles, con mucho cuidado de mencionar únicamente su posición material. Sin duda bebían demasiado, y a las chicas jóvenes les gustaba vestirse finamente. ¿De dónde sacaban todo el dinero necesario para los sombreritos con los que desfilaban cada domingo? El señor Barham replicó plácidamente y convino con la señora Yeld en todo lo que dijo. Sin duda ya tenía un plan entre manos para intentar convencerla de que cantara la misa católica en el mismísimo obispado, pero en esta ocasión no dijo nada. Solo cuando de refilón hizo una alusión a las cualidades de «su gente», la señora Yeld se enderezó con firmeza y cambió de tema, observando que últimamente había llovido mucho.

      Cuando las damas se hubieron retirado al otro salón, el obispo de nuevo entabló conversación con el cura y le preguntó por el estado de la moral del pueblo de Beccles. Evidentemente, la opinión del señor Barham acerca de «su gente» era que su moral era mejor que la de otros, aunque fuesen mucho más pobres.

      —Pero los irlandeses beben mucho —señaló el señor Hepworth.

      —No tanto como los ingleses, diría yo —replicó el cura—. Y no todos somos irlandeses. De mis parroquianos, la gran mayoría son ingleses.

      —Es sorprendente lo poco que sabemos de nuestros vecinos —comentó el obispo—. Por supuesto que soy consciente de que existen un cierto número de personas de su fe a nuestro alrededor y creo que hasta podría darles el número exacto de esta diócesis. Pero en mi vecindario inmediato no sé exactamente cuántas familias son católicas.

      —No puede porque no hay ninguna, monseñor.

      —Por supuesto. Lo que le decía, qué poco sabemos de nuestros vecinos.

      —Creo que aquí, en Suffolk, deben ser en su mayoría pobres —dijo el señor Hepworth.

      —Los primeros que depositaron su fe en nuestro Señor fueron los pobres —señaló el cura.

      —Creo


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