El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.
cristal, por lo que veo —comentó sir Felix—. Si hay que vivir en el campo, eso me gusta. Carbury tiene un aspecto muy pobre, en comparación.
Eso resultaba de por sí ofensivo, como si la finca de Carbury y el título pudieran compararse con las de los Longestaffe. Aunque necesitaban terriblemente el dinero, los Longestaffe eran gente de alcurnia.
—Para una casita, creo que Carbury es una de las más lindas del condado. Claro que no es muy grande.
—No, diantre —dijo sir Felix—. Es la pura verdad, lady Pomona: es como una prisión. No hay más que ver ese terrible foso.
Y se levantó de un salto para unirse a Marie Melmotte y Georgiana. Esta, contenta de que la liberaran por unos momentos de su parte del tratado, no tardó demasiado en dejarlos solos. Se había dado cuenta de que los dos caballos que quedaban en la carrera eran lord Nidderdale y sir Felix, y aunque no tenía muchas ganas de ayudar a este último, sí quería destruir a lord Nidderdale.
Sir Felix sabía que tenía una tarea entre manos y estaba dispuesto a cumplir con ella, hasta donde llegaba su débil voluntad. El premio era tan grande y la seguridad de la riqueza tan sólida que hasta él estaba dispuesto a esforzarse. Por eso había ido a Suffolk, viajando toda la noche por caminos embarrados en un viejo carruaje. La muchacha le importaba un comino, por supuesto. Sir Felix no tenía la capacidad de amar a nadie. Tampoco es que le disgustara, porque no solía sentir con fuerza, ni agrado ni desagrado, excepto cuando le ofendían. La consideraba simplemente el medio por el cual una porción de la fortuna del señor Melmotte pasaría a sus manos. En cuanto a la belleza femenina, tenía sus propias ideas y preferencias, y no era indiferente a tal cosa en absoluto. Pero desde ese punto de vista, Marie Melmotte no significaba nada para él. Era linda como lo son las jóvenes, y su actitud modesta se sumaba a una incipiente aspiración para la diversión en un mundo que pronto sería suyo. También en su pecho palpitaba la idea de ser algo más en ese mundo, de que ella también podía tener opiniones propias y decidir por sí misma, si tan solo contara con algún amigo de quien no tener miedo. Aunque aún era tímida, había decidido dejar de serlo, y ya tenía ideas propias acerca de la confianza abierta que debía existir entre dos amantes. Cuando estaba sola, y pasaba mucho tiempo sola, construía castillos en el aire, deslumbrantes y llenos de arte y pasión, y no de piedras preciosas y oro. Los libros que leía, si bien no eran considerados de muy buen gusto, dejaban una huella intensa en su imaginación. Creaba brillantes conversaciones en las que ella desempeñaba un papel notable, aunque en la vida real apenas había cruzado palabra con nadie desde que era una niña. Sabía que sir Felix Carbury le había hecho una oferta. Y sabía, o creía saber, que lo amaba. ¡Y ahora estaba a solas con él! Seguramente había llegado por fin el momento de que alguno de sus castillos se materializara.
—¿Sabes por qué estoy aquí? —preguntó él.
—Para visitar a tu primo.
—No, no es por eso. No le tengo mucho afecto, es un viejo solterón estirado y maniático y hasta malvado.
—¡Qué desagradable!
—Sí, lo es. No he venido a verlo, te lo aseguro. Pero cuando supe que tú estarías aquí con los Longestaffe, me decidí al momento. Me pregunto si te alegras de verme.
—No lo sé —dijo Marie, que no era capaz de encontrar las inspiradas palabras que su imaginación le otorgaba cuando estaba sola.
—¿Recuerdas lo que me dijiste esa noche en casa de mi madre?
—¿Te dije algo? No recuerdo nada en especial.
—¿Ah, no? Entonces es que no piensas mucho en mí. —Hizo una pausa, como si supusiera que caería entre sus labios igual que una cereza—. Pensaba que me habías dicho que me amarías.
—¿Eso hice?
—¿No fue así?
—No sé lo que dije. Quizá, si esas fueron mis palabras, no las dije en serio.
—¿Debo creer eso?
—O tal vez tú no lo dijiste en serio.
—Caray, yo sí hablaba en serio. No ha habido un hombre que hablara más en serio que yo. Y he venido aquí a decirlo de nuevo.
—¿A decir qué?
—¿Me aceptarás?
—No sé si me quieres lo bastante. —Marie ansiaba que Felix le dijera que la quería. Él no tenía ninguna objeción, pero sin pensarlo mucho, le parecía un aburrimiento. Ese tipo de frases eran soberanas tonterías. Felix quería que Marie lo aceptara y deseaba que, de ser posible, lo acompañara a ver a su padre para pedirle su consentimiento. Había algo en los grandes ojos y las enormes mandíbulas del señor Melmotte que le daba miedo—. ¿De veras me amas lo suficiente? —susurró ella.
—Por supuesto que sí. Es solo que no se me da bien hablar y todo eso, pero sabes que te quiero.
—¿De verdad?
—Por todos los diablos, sí. Siempre me gustaste, desde el primer momento en que te vi. De verdad.
Era una declaración de amor bastante pobre, pero fue suficiente.
—Entonces, yo también te amaré. Con todo mi corazón —declaró ella.
—¡Amada mía!
—¿Seré tu amada? ¿De veras? Está bien, lo seré. Ahora puedo llamarte Felix, ¿no es cierto?
—Claro que sí.
—Ay, Felix. Espero que me ames de verdad. Te cuidaré tanto. Sabes que hay muchos hombres importantes que me han pedido que los ame.
—Supongo que sí.
—Pero ninguno de ellos me ha importado lo más mínimo.
—¿Y tú me quieres a mí?
—Ay, sí.
Marie contempló el bello rostro de su amado y Felix vio que la muchacha tenía los ojos inundados de lágrimas. En cuanto a aspecto físico, hubiera preferido con mucho a Sophia Longestaffe. Otro hombre habría apreciado el brillo de verdad que había en las lágrimas y sonrisas de Marie, pero para Felix no significaban nada. Seguían caminando entre los setos que rodeaban la casa, donde nadie podía verlos, así que por un sentido del deber, Felix la tomó en sus brazos y la besó.
—Ay, Felix —dijo ella, alzando el rostro hasta él—. Nadie me había besado antes. —No la creyó ni por un momento y el asunto le importaba un pimiento—. Di que serás bueno conmigo, Felix. Te prometo que yo lo seré contigo.
—Por supuesto que seré bueno.
—Los hombres no siempre se portan bien con sus mujeres. Papá a veces es muy duro con mamá.
—Así que puede ser muy duro, ¿verdad?
—Uy, sí. Aunque no me regaña a menudo. No sé qué dirá cuando le contemos lo nuestro.
—Pero supongo que sabe que vas a casarte.
—Él quería me casara con lord Nidderdale o con lord Grasslough, pero ninguno de los dos me gustaba en absoluto. Creo que ahora vuelve a pensar en lord Nidderdale. Ay, ¡no me lo ha dicho, pero mamá me cuenta cosas! Pero no lo haré, jamás, ¡jamás!
—Espero que no, Marie.
—No tienes de qué preocuparte. No lo haría aunque amenazaran con matarme. Lo odio y a ti te amo. —Luego se inclinó sobre su brazo y volvió a mirar el hermoso rostro de su amado—. Hablarás con papá, ¿verdad?
—¿Te parece que es lo mejor?
—Supongo que sí. ¿Cómo piensas decírselo, si no?
—No sé si la señora Melmotte…
—Ah, no, por Dios. Nadie podría convencerla. Le tiene más miedo que nadie, mucho más que yo. Pensaba que era el caballero quien hablaba con el padre.
—Sí,