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El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.

El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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una cierta ternura hacia su primo que la impulsaba a darle lo que pedía tan solo con que expresara sus deseos. Era tan bueno, tan noble, generoso y decente que no le parecía que se le pudiera negar nada. Y estaba completamente de acuerdo con él en lo que se refería a los Melmotte. Su madre le había hablado un sinfín de veces acerca del dinero de los Melmotte, y Hetta estaba harta. No había nobleza en eso; en cambio, la conducta y actitud de Roger eran las de un caballero sin miedo ni motivos para avergonzarse. Que él precisamente estuviera condenado a la soledad por una chica que no le correspondía, un hombre nacido para ser amado, pues la nobleza, la ternura y la verdad merecían ser correspondidas con amor, le causaba mucha pena.

      —Hetta —dijo él—, dame tu brazo. —La joven así lo hizo, y Roger prosiguió—: Ayer por la noche, el padre Barham me molestó un poco. Quiero ser correcto con él, pero no deja de llevarme la contraria.

      —No creo que sea preocupante, ¿verdad?

      —Bueno, sí que lo sería si nos empuja a quitarle importancia a las cosas que una vez aprendimos a respetar.

      «Vaya, esta vez no hablaremos de amor», pensó Hetta, «sino de la Iglesia». Roger añadió:

      —No debería hablar delante de mis invitados acerca de nuestras creencias, igual que a mí ni se me ocurriría cuestionar las suyas. No me gustó que tuvieras que escuchar su diatriba.

      —No creo que me cause ningún perjuicio. No soy tan fácil de convencer, aunque imagino que tiene que intentarlo. Es su tarea, a fin de cuentas.

      —¡Pobre hombre! Lo acogí porque me parecía una pena que un caballero como él no tuviera la oportunidad de frecuentar gente de su clase social ni ver el interior de una residencia cómoda.

      —A mí no me disgusta, al contrario. Pero no me parece bien lo que dice del obispo.

      —A mí también me gusta. —Roger hizo una pausa—. Supongo que tu hermano no habla mucho contigo de sus asuntos.

      —¿Sus asuntos? Roger, si te refieres al dinero, nunca me dice una palabra.

      —Quería decir los Melmotte.

      —No, tampoco. Felix casi nunca me cuenta nada.

      —Me pregunto si la muchacha lo habrá aceptado.

      —Creo que casi lo hizo ya en Londres.

      —No puedo estar de acuerdo con tu madre y su opinión acerca de este matrimonio, porque no comparto su actitud ante el dinero.

      —Felix tiene tendencia a ser extravagante y malgastador.

      —Eso es cierto, pero iba a decir que no puedo animarlo en el asunto de la heredera, pero sí que me doy cuenta de que tu madre solo quiere lo mejor para él.

      —A mamá lo único que le importa es Felix —dijo Hetta, aunque no tenía intención de acusar a su madre de ser indiferente para con su propia hija.

      —Lo sé, y aunque opino que su otra hija sabría devolver con creces su devoción, estoy convencido de que es una buena madre para Felix. Ya sabes que el otro día, cuando vino, casi nos peleamos en serio.

      —Sí, vi que habíais mantenido una conversación desagradable.

      —Y que Felix viniera a las tantas tampoco me gustó del todo. Me hago mayor y malhumorado, no debería haberme importado tanto.

      —Creo que eres muy bueno y generoso.

      Mientras decía esto, Hetta se inclinó sobre él como si fuera a decirle que lo amaba.

      —Estoy enfadado conmigo mismo —prosiguió Roger—. Por eso te cuento estas cosas, como si fueras mi confesor. A veces decirle la verdad a alguien es bueno para el alma, y creo que me entiendes mucho mejor que tu madre.

      —Así es, pero no creo que tengas ningún pecado que confesar.

      —Entonces, ¿no tendré que cumplir ninguna penitencia? —Hetta le miró, sonriendo sin decir nada—. Bien, pues la fijaré yo. No puedo felicitar a tu hermano por su conquista en Caversham, puesto que nada sé de ello, pero le diré que le deseo lo mejor, en general y sin concretar nada.

      —¿Eso será una penitencia para ti?

      —Si pudieras leer mi mente, sabrías que así es. Siento ira hacia él por un millón de pequeñas naderías. Arroja el cigarro en el jardín, se queda hasta las doce de la mañana en la cama el domingo, sin hacer nada…

      —Pero se había pasado viajando toda la noche del sábado…

      —¿Es eso culpa mía? Pero lo que hace necesaria la penitencia es la trivialidad de la ofensa. Si me hubiera propinado un hachazo o quemado mi casa, yo tendría derecho a estar enfadado. Sin embargo, estoy furioso porque me pidió prestado un caballo en domingo. Por eso debo hacer penitencia.

      No había mencionado ni una palabra de amor, y Hetta no deseaba que lo hiciera. La estaba tratando como a una amiga, íntima pero amiga al fin y al cabo. Si pudiera seguir así sin declararse, la joven sería feliz. Pero Roger estaba decidido.

      —Y ahora —añadió, cambiando de tono por completo— debo hablar de mí mismo. —Al instante, Hetta trató de apartar su mano, pero él la retuvo y dijo—: No, por favor, no cambies de actitud mientras hablo contigo. Decidas lo que decidas, seremos siempre primos y amigos.

      —¡Amigos! —exclamó Hetta.

      —Sí, eso siempre. Y ahora escúchame, pues tengo mucho que decirte. No voy a repetirte que te quiero. Lo sabes, o de lo contrario sería el hombre más inconstante y falso del mundo. No es solamente que te ame, sino que me he acostumbrado a preocuparme únicamente de una sola cosa en mi vida. Es mi naturaleza: me concentro en un único interés y por eso no puedo escapar del amor que siento por ti. Siempre pienso en ello, y me desprecio por dedicarle tanto tiempo. Pues aunque una mujer contenga en ella todo lo bueno, y eso eres tú para mí, un hombre no debería dejarse dominar así por el amor.

      —¡Oh, no, no digas eso!

      —Es lo que me sucede. Calculo las posibilidades que tengo casi como si fueran las equivalentes a entrar en el cielo. Me gustaría que me conocieras tal y como soy, con mis virtudes y mis defectos. No quiero conquistar tu corazón con una mentira. Pienso más en ti de lo que debería, lo sé. Estoy seguro, prácticamente del todo, que solo tú podrías ocupar el lugar de dueña de esta casa. Si voy a llevar una vida normal, como los demás hombres, y preocuparme de una familia y una esposa, entonces será como tu marido.

      —Te ruego que no hables así, Roger.

      —Creo que tengo derecho a decir eso y a esperar que me creas, al menos. No quiero que te cases conmigo si no me amas. No temo por mí, sino por que te arrojes a sacrificarte porque soy amigo tuyo y tu primo. Pero creo que sí es posible que llegues a quererme algún día, a menos que tu corazón ya esté entregado.

      —¿Qué puedo decirte?

      —Sabes perfectamente lo que estoy pensando y yo también sé lo que tú piensas. ¿Ha impedido Paul Montague toda oportunidad de que yo pueda conquistarte?

      —El señor Montague no me ha pedido en matrimonio. Jamás me ha dicho una palabra.

      —Si lo hubiera hecho, no se habría comportado como un caballero. Te conoció en mi casa y creo que ya sabía lo que yo siento por ti.

      —No lo hizo.

      —Hemos sido como hermanos, o como padre e hijo, puesto que soy mayor que él. Creo que debería buscar otra joven en la que poner sus ojos.

      —¿Qué puedo decir, Roger? Si eso es lo que siente, jamás me ha dicho nada. Creo que es una crueldad que me hables así.

      —No es mi intención ser cruel. Sé que no debería preguntarte nada acerca de Paul, porque no tengo derecho a tu respuesta. Pero es que significa un mundo para mí. Y estoy convencido de que si no amas a nadie, algún día podrás llegar a quererme a mí. —El tono de su voz era varonil y tierno al mismo tiempo. Le brillaban los ojos de amor y nerviosismo.


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