El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.
vender cincuenta acciones a ciento doce libras con diez centavos. No sabía ni siquiera cuantas acciones tenía, pero en ambas ocasiones consintió y, al día siguiente, recibió un cheque por valor de seiscientas veinticinco libras, una cifra que representaba un beneficio enorme en comparación con el precio original de la acción. Fue Miles Grendall quien le sugirió que vendiera, y cuando Paul le preguntó cómo se habían repartido las acciones, le dijeron que todo dependía del capital inicial invertido y de la disposición final de la ley de propiedad de California. «Pero, por lo que veo, amigo», le dijo Miles, «no creo que tengas nada de que preocuparte. Pareces el mejor de todos. Melmotte no te aconsejaría que vendieras gradualmente si no creyera que el retorno está garantizado».
Paul Montague no entendía nada de todo esto y sentía que estaba en arenas movedizas y que en cualquier momento se hundiría para siempre. La incertidumbre, y lo que temía que en realidad fuera deshonestidad, de todo el montaje le provocaba gran tristeza; eran los momentos en los que su conciencia intentaba poner orden en su confusión. Pero otras veces sentía un triunfo desbordante cuando pensaba en el dinero que estaba ganando. Aunque en la junta no le hicieran caso cuando pedía explicaciones, fuera de la compañía su reputación había crecido, y hasta los que pertenecían a la empresa le mostraban deferencia. Melmotte le había invitado a cenar dos o tres veces y el señor Cohenlupe le había suplicado que aceptara su invitación para visitar Rickmansworth. Lord Alfred siempre se portaba amablemente con él y Nidderdale y Carbury estaban ansiosos por incluirle en su grupo de amistades. Muchas puertas se abrieron para él a raíz de su entrada en la junta. Aunque Melmotte supuestamente era el genio tras la idea, se sabía que Fisker, Montague y Montague eran la empresa que había cuidado del germen del ferrocarril, y también que Paul Montague era uno de los Montague cuyo apellido figuraba en esa sociedad. La gente de la City y también de la alta sociedad estaba convencida de que Paul entendía todo lo que sucedía y le trataban como si parte del maná que caía del cielo estuviera a su disposición, lo cual no podía sino complacer al joven. Resistía la tentación parcialmente: aunque a veces se decidía a investigar hasta las últimas consecuencias, eso solo sucedía en ciertas ocasiones. El dinero, en fin, le gustaba. Pronto se agotaría el tiempo durante el que había prometido no hacerle ninguna propuesta de matrimonio a Henrietta Carbury. Cuando eso sucediese, sería espléndido contar con los medios suficientes para darle a una esposa una casa confortable. En sus aspiraciones y sus miedos tenía a Hetta Carbury como única guía, y la convirtió en el centro de sus esperanzas. Sin embargo, si Hetta lo hubiera sabido, quizá le habría pedido que la apartara de su corazón.
Había otros directores que también experimentaban un cierto desasosiego y tendencia a quejarse al gran director, debido a una preocupación de signo completamente distinto a la que afligía a Montague. No habían invitado ni a sir Felix Carbury ni a lord Nidderdale a vender sus acciones y, en consecuencia, aún no habían recibido pago alguno por el uso de sus apellidos. Sabían que Montague sí las había vendido, aconsejado por Grendall. Paul no se escondía del hecho, y se lo había contado a Felix, a quien algún día esperaba considerar su cuñado. También le había dicho cuánto había producido la venta, y los dos hombres habían tratado de comprender el origen del beneficio. Si el precio inicial de las acciones era de cien libras y Montague había obtenido doce libras de beneficio sobre cada acción, se suponía que el capital inicial se reinvertía en más acciones. Pero hasta aquí llegaban, y ambos admitían que el asunto los superaba. Montague había escrito a Hamilton K. Fisker a San Francisco, pidiéndole explicaciones, pero aún no había recibido respuesta. Sin embargo, no era el dinero del que Montague disfrutaba lo que preocupaba a Nidderdale y Carbury. Entendían que Paul había sido el primero en invertir dinero, en no poca cantidad, y por lo tanto que fuera también el primero en obtener réditos les parecía natural. Tampoco le reprochaban a Melmotte sus propias decisiones, pues era un gran hombre. De lo que se traía entre manos Cohenlupe no sabían nada, pero era un experto en bolsa y probablemente también habría aportado capital. Cohenlupe era demasiado discreto como para que preguntasen por él. Sí sabían, no obstante, que lord Alfred había vendido acciones y obtenido beneficio, y también que era completamente imposible que lord Alfred hubiera aportado un centavo propio. Si lord Alfred Grendall tenía derecho a cosechar sin sembrar, ¿por qué ellos no? Y si aún no había llegado su momento, ¿por qué motivo sí era la hora de lord Alfred? En el caso de que fuera por miedo a las acciones que lord Alfred pudiera emprender si no recibía dinero fresco rápidamente, ¿qué tenían que hacer ellos para inspirar el mismo temor? Lord Alfred pasaba muchas horas con Melmotte, casi tantas que se había convertido prácticamente en su criado personal, y la conclusión es que de ahí procedía su disfrute anticipado del dinero. Sin embargo, los dos jóvenes no estaban del todo convencidos.
—No has vendido acciones aún, ¿verdad? —preguntó sir Felix a lord Nidderdale en el club. Nidderdale asistía como un reloj a las reuniones de la junta directiva y Felix temía que él también hubiera cobrado.
—Ni una acción.
—Y no has cobrado beneficios.
—Ni un chelín. De momento, el único dinero que yo he metido en esto es la cena que le pagué a Fisker.
—Entonces, ¿qué ganas yendo a las reuniones?
—No lo sé. Supongo que algo saldrá de esto.
—Mientras, nos hemos jugado el nombre y la reputación. Y es Grendall quien está sacando tajada.
—Pobre tipo —dijo el otro—. Si le va tan bien, Miles debería repartir algo de lo que está ganando. Creo que deberíamos decirle que tenga el dinero listo, para cuando llegue la factura de Vossner.
—Pues sí, me parece buena idea. Digámosle eso. ¿Se lo dices tú?
—No creo que sirva de nada. Parece antinatural pedirle que pague nada.
—Antes los hombres pagaban sus deudas —dijo sir Felix, que aún poseía fondos y un considerable puñado de pagarés.
—Pues ya no lo hacen, a menos que les apetezca. ¿Cómo se libraba uno de pagar las deudas antes?
—Se arruinaba, desaparecía y nadie oía hablar de él nunca más —dijo sir Felix—. Como si hubieran descubierto que hacía trampas a las cartas. Si pasara esto ahora, ¡nadie diría nada!
—Yo no lo haría tampoco —declaró lord Nidderdale—. ¿De qué sirve ser una mala bestia? No soy muy creyente, pero creo en eso de perdonar a la gente. Por supuesto que hacer trampas no está bien, ni tampoco que un hombre juegue si no puede hacer frente a sus deudas de juego. Pero no me parece que sea peor que emborracharse como una cuba, como hace Dolly Longestaffe, o pelearse con todo el mundo, como hace Grasslough, o tratar de casarse con una pobre chica solo porque tiene dinero. Creo en vivir en casas de cristal, pero no en arrojar piedras. ¿Lees la Biblia, Carbury?
—¡La Biblia! Bueno…, sí y no. Supongo que… Hace tiempo, sí.
—A menudo pienso que yo nunca habría sido el primero en tomar una piedra y arrojarla contra la pobre mujer. Vive y deja vivir, ese es mi lema.
—Pero, ¿estás de acuerdo conmigo en que hay que hacer algo con respecto a esas acciones? —insistió sir Felix, pensando que tampoco había que llevar la doctrina del perdón tan lejos.
—Eso sí, por supuesto. Le diré a Grendall que le dejo vivir con todo mi corazón, pero que él también debería dejarme vivir un poco a mí. ¿Quién le pone el cascabel al gato?
—¿Qué gato?
—No sirve de nada hablar con Grendall ni con el padre ni con el hijo —declaró lord Nidderdale, que sabía lo que se decía—. Uno gruñirá sin decir nada y el otro soltará cualquier mentira que le pase por la cabeza. No, el gato en este caso es nuestro grandísimo director, Augustus Melmotte.
Este intercambio tuvo lugar el día después de que Felix Carbury volviera de Suffolk y en un momento de su vida en que, como sabemos, su único objetivo era obtener el consentimiento del viejo Melmotte para que su hija se casara con él. Eso ya era bastante cascabel para ese gato, en su opinión. En lo más profundo de su corazón, Melmotte le aterrorizaba. Pero como bien sabía Felix, Nidderdale también quería