La sociedad invernadero. Ricardo ForsterЧитать онлайн книгу.
se vinculan con la imperiosa necesidad de construir personalidades que se correspondan con las novedades que trae esta nueva derecha. Hay una búsqueda sistemática de identificación y empatía especular. Lo que para algunos puede parecer un error, una falta de tacto, un fallido, un desliz por el que se pone de manifiesto lo que no querían decir pero lo hacen, constituye, sin embargo, lo real de la sociedad a la que se dirige el discurso de funcionarios que construyen una imagen del mundo que se corresponde vis-a-vis con la ideología que sustenta el núcleo duro del macrismo. Hay una parte nada desdeñable de la sociedad que no se siente incómoda ni dañada por ese tipo de frases. Todo lo contrario. Se identifica con ellas, las asume como aquello que siempre pensó y que guardó para la intimidad de la familia o los amigos, y que ahora, y gracias a un gobierno que la representa cabalmente, se pueden decir sin avergonzarse y como dispositivo de una verdad antes impronunciable. Las frases del macrismo operan sobre la lengua cotidiana, se inscriben en la fabricación de subjetividad y encuentran su eco en las cadenas mediáticas y en la onda expansiva de las redes sociales. Así como líneas más arriba, y como al pasar, mencioné a Karl Kraus y la agudeza de su crítica del periodismo en el comienzo del siglo XX, una crítica rápidamente olvidada y relativizada como proveniente de alguien que cultivaba una perspectiva elitista y aristocrática de la cultura de su tiempo, habría que decir que sin el aparato de los medios de comunicación sería inimaginable la capacidad del sistema para ir modelando conductas, visiones, sentido común y núcleos afectivos propios del universo neoliberal. Hay en la «metafísica del periodismo», para usar ahora una interesante imagen de George Steiner, una potencialidad para configurar climas de época, al mismo tiempo que penetra, discursiva y subliminalmente, en el interior de las conciencias direccionando opinión pública y sentido común[1]. Sin este universo mediático asociado con la sociedad del espectáculo, el capitalismo, en un sentido literal, no hubiera logrado sostenerse, expandirse y ofrecer la imagen de su eternización. Mientras que la metafísica del periodismo hace del instante su tiempo reduciendo al ser a la fugacidad, el capitalismo neoliberal logró convencer a una parte nada desdeñable de la sociedad de que no hay ninguna alternativa superadora ni ninguna posibilidad de un más allá de la globalización. Ideología en estado puro.
III
En un libro fundamental dedicado a desentrañar la historia, las estrategias y la potencia hegemónica del neoliberalismo, los franceses Christian Laval y Pierre Dardot se detienen en el análisis minucioso de la dimensión cultural-simbólica, en las estrategias que sigue el capitalismo en su actual fase depredadora y expansiva para fabricar un «hombre nuevo» que pueda adaptarse a la vertiginosidad y a la potencia desestructurante que emanan de esa colosal mutación de la vida, en todos sus aspectos, que es la máquina neoliberal. El neoliberalismo se basa en la doble constatación de que el capitalismo ha abierto un periodo de revolución permanente en el orden económico, pero que los hombres no se han adaptado espontáneamente a este orden de mercado cambiante, porque fueron formados en un mundo diferente. En La nueva razón del mundo, Laval y Dardot sostienen lo siguiente:
Esta es la justificación de una política que debe tener como objetivo la vida individual y social en su conjunto. Esta política de adaptación del orden social a la división del trabajo es una tarea inmensa, escribe William Lippmann (uno de los primeros teóricos en fijar, desde una perspectiva que luego sería definida como neoliberal, el desafío del capitalismo ante el escenario abierto por la «Gran depresión» y la caída del viejo liberalismo del laissez faire en los años 30), que consiste en «dar a la humanidad un nuevo género de vida». Es particularmente explícito en cuanto al carácter sistemático y completo de la transformación social que se debe producir. Más todavía, la política neoliberal debe cambiar al hombre mismo. En una economía en perpetuo movimiento, la adaptación es una tarea siempre actual con el fin de recrear una armonía entre la forma en que se vive y piensa, y los condicionantes económicos a los que hay que someterse. Nacido en un Estado antiguo, heredero de hábitos, de modos de conciencia y de condicionamientos inscritos en el pasado, el hombre es un inadaptado crónico que debe ser objeto de políticas específicas de readaptación y de modernización. Y estas políticas deben ir hasta la transformación de la forma misma en que el hombre se representa su vida y su destino[2].
«Cambiar el hombre mismo», he ahí una decisión extraordinaria que nos muestra la complejidad del experimento que, desde hace por lo menos cuatro décadas, ha desplegado a nivel global el neoliberalismo[3]. Cambio que debe operar en lo más íntimo de la personalidad, que debe permitirle al individuo sentirse identificado y atraído por las señales y demandas que emanan de la sociedad de consumo. Pero, sobre todo, una mutación en el vínculo con los demás que ya no puede responder, como antiguamente, a valores de solidaridad, participación y desprendimiento. Lo que se exige ahora es una personalidad que se lance a la competencia, que piense primero en sí misma, que se disponga al goce incesante y que habite una cierta dimensión paranoica en la que los otros son portadores de riesgo. Sociedad de la fragmentación, hipérbole individualista que transforma a cada quien en supuesto administrador y gerente de su vida. «La organización posfordista –sostiene M. Lazzarato– le demanda sin cesar al individuo que, a partir de su “libertad” y su “autonomía”, arbitre continuamente no sólo entre situaciones externas, sino también consigo mismo. El trabajador independiente, cuyo modelo se exporta al salariado, funciona como una empresa individual y debe negociar en forma constante entre su “yo” y su “superyó” económicos, precisamente porque es responsable de su propia suerte […]. Aislado por su propia “libertad”, el individuo queda librado a competir no sólo con los otros, sino consigo mismo»[4]. La energía psíquica que el individuo invierte en maximizar su esfuerzo competitivo lo lleva, de modo casi inevitable, al sufrimiento y a la soledad mientras no puede escapar a una visión del otro contaminada por ese individualismo asfixiante. La libertad se ha convertido en autoexigencia hasta el punto de agotarlo emocional y físicamente. Ser libre es lanzarse a un combate cuerpo a cuerpo en el que su enemigo no sólo está afuera sino que también habita su interioridad como un superyó que no deja de martirizarlo. Cuanto supuestamente más libre, más está atado a las demandas de la competencia y del éxito. Es lo que Laval y Dardot han llamado «capitalismo pulsional», que es el modo a través del cual el Sistema logra explotar la insatisfacción que atraviesa la vida de las personas habilitando mecanismos adictivos que, en el interior de la sobreexigencia, son buscados como medio para llenar el vacío que, pese a todo, se hace más hondo e insoportable. La dialéctica de la libertad, que debería sostenerse sobre el principio de autonomía, acaba por producir una terrible experiencia heterónoma que no hace otra cosa que conducirlo a la extenuación depresiva cuando nada alcanza a la hora de gerenciar adecuadamente el capital psíquico. El problema es que la frustración que emana de esa imposibilidad de ejercer la libertad termina siendo dirigida contra aquellos que se le oponen en su lucha por triunfar, que se renueva circular e infinitamente, haciendo inviable el propio éxito. Esos otros, generalmente los más débiles, están allí como una amenaza velada y siniestra que le promete todas las desventuras si, como pareciera poder ocurrir, su fortaleza competitiva se debilita y finalmente es derrotado en su combate espectral. En su resentimiento, la energía que le queda se desplaza no contra el Sistema que lo ha llevado al delirio de la autosuficiencia, sino contra sus «competidores», que, por lo general, son tan débiles como él. La ideología de derecha se nutre de este resentimiento. El neoliberalismo se corresponde con el carácter maníaco depresivo. A la exaltación y la energía desbordante le siguen la apatía y la sensación de imposibilidad. Seducido por el mercado, sobreestimado por su ego, el sujeto que gerencia su vida como un capital inacabable se encuentra, a la vuelta del camino, ante lo abrumador del fracaso de no poder sostener la intensidad exigida por un orden de los cuerpos que requiere, siempre y en todo momento, de la manía y del «plus-de-gozar». Alguien ha dicho que la cocaína ha sido el estupefaciente del neoliberalismo; debería agregarse que se disputa la primacía con los ansiolíticos y con las drogas de última generación. Una libertad construida con el abotargamiento y la narcotización como figuras compensatorias del exceso de energía. La materia prima de la fábrica de subjetivación