Dublineses. Джеймс ДжойсЧитать онлайн книгу.
señora Alving, ¿cómo llegaron estos libros aquí?
Señora Alving. ¿Estos libros? Son los libros que estoy leyendo.
Manders. ¿Lee usted ese tipo de cosas?
Señora Alving. Desde luego que sí.
Manders. ¿Piensa usted que leer ese tipo de cosas le hace sentirse mejor, o más feliz?
Señora Alving. Me siento, digamos, más segura de mí misma.
Manders. Curioso. ¿En qué modo?
Señora Alving. Bueno, encuentro que parecen explicar y confirmar muchas de las cosas que yo misma pensaba. Eso es lo curioso, pastor Manders... no hay en realidad nada nuevo en estos libros; no hay nada más que lo que la mayoría de la gente ya piensa y ya cree. Lo único es que la mayoría de la gente, o bien no ha pensado en realidad en estas cosas, o no las quieren admitir.
Manders. ¡Dios mío! ¿De verdad cree usted seriamente que la mayoría de la gente...?
Señora Alving. Así es.
Manders. Sí, pero con seguridad no en este país... Aquí no.
Señora Alving. Ah, sí, también aquí.
Manders. Bueno ¡no sé qué decir!
Señora Alving. Pero, ¿qué tiene usted de hecho en contra de estos libros?
Manders. ¿En contra de ellos? No pensará usted de verdad que pierdo el tiempo examinando publicaciones de ese tipo...
Señora Alving. Lo que quiere decir que usted no sabe absolutamente nada de lo que está condenando...
Manders. He leído lo suficiente sobre estas publicaciones como para desaprobarlas.
Señora Alving. Sí, pero su propia opinión personal...
Manders. Mi querida señora, en la vida hay muchas ocasiones en las que uno debe confiar en otros. Así funciona el mundo, y es mejor que así sean las cosas. ¿De qué otro modo podría salir adelante la sociedad?
La escena puede verse como una justificación del propio drama, pero más allá de ello, lo significativo del diálogo anterior reside en que se revela la existencia de personas, que en contraste con la población tradicional –representada por el clérigo–, leen ahora «ese tipo de cosas» en las que «la mayoría de la gente o bien no ha pensado [...] o no las quieren admitir». La afirmación del pastor de que esa mayoría no se da en el país en que se desarrolla la acción, que es Noruega, sería sin duda más aplicable aún a la Irlanda de la época.
Hay una anécdota sobre las lecturas del joven James Joyce que ilustra el clima cultural en el que creció. A sus dieciséis años, Joyce era ya un lector voraz, y no siendo la economía familiar precisamente boyante, ni existiendo en su casa apenas libros, pues sus padres no eran aficionados a la lectura, el escritor acudía a bibliotecas de préstamo. En una ocasión solicitó en una de ellas la novela de Thomas Hardy Tess de los D’Ubervilles. Hardy, un autor que hoy en día resulta de lo más inocuo, estaba en la época considerado un autor subido de tono, y el bibliotecario decidió alertar al padre de Joyce sobre las lecturas de su hijo James. El padre de Joyce, que no era una persona precisamente pacata, habló con su hijo, y no se sabe bien si para comprobar la propiedad de sus lecturas o picado por la curiosidad tras lo que James le hubiera dicho, le encargó a su segundo hijo, Stanislaus, que le trajera de la biblioteca otra novela de Hardy, quizá más famosa y también más controvertida, titulada Jude el oscuro. Stanislaus, dos años más joven que James, abrumado por el aura pecaminosa de todo el episodio, al llegar a la biblioteca pidió que le prestaran Jude el obsceno.
Irlanda era por entonces, junto con España y algunos países de Europa oriental, una nación social y culturalmente atrasada, subordinada a las grandes potencias, provinciana respecto a ellas. En la época del cambio de siglo en la que se sitúan los relatos de Dublineses, Dublín, su capital, era una ciudad deprimida, resignada, carente de vida. En palabras de Oliver St. John Gogarty, un amigo de juventud de Joyce que escribió varias obras semiautobiográficas en las que la ciudad está muy presente, «Dublín es un poblado chabolista, un terrible poblado chabolista oculto tras las superficiales fachadas deslustradas de las tiendas, bancos y raídas oficinas de sus pocas calles principales». Para comprender un poco cómo se había llegado a ese estado de cosas es necesario remontarse en el pasado.
* * *
Lo que más llama la atención al acercarse a la historia de Irlanda es que esta está teñida indeleblemente por una problemática relación con Inglaterra. Su sociedad y su cultura siempre aparecen afectadas por una presencia del reino vecino que se diría ineludible, como si los irlandeses no pudieran hacer nada en lo que esta no fuera manifiesta. La relación es mayormente de subordinación, aunque como en todas las relaciones de este tipo existan notas de admiración, envidia, emulación, etc. La resistencia constante a perder una identidad propia constituye una especie de monomanía nacional, y preside toda la historia irlandesa manifestándose en una larga sucesión de movimientos de resistencia y rebeliones fallidas. Ya en el siglo XII Irlanda se muestra más débil que Inglaterra. La Corona inglesa invade entonces por primera vez la isla, y lo hace fundamentalmente por la suspicacia que suscita la cercanía de un territorio extenso en el que podría formarse un Estado rival. Este temor resultará determinante a todo lo largo de la relación posterior entre ambos pueblos. En especial a raíz de la Reforma, Inglaterra continuamente verá en Irlanda un enemigo, o al menos el germen de uno, siempre dispuesto a aliarse con otros enemigos más poderosos, como los Austrias españoles o los Borbones, o incluso los revolucionarios franceses.
También será una constante a todo lo largo de la relación entre los dos países que los asentamientos de ingleses, bien como delegados de la monarquía británica, o como terratenientes, o como simples colonos, no devengan en una integración de ambos pueblos, sino que generen sucesivas estirpes angloirlandesas. Estas, unas tras otras, pese a mantenerse aisladas, irán poco a poco asimilándose a la tierra, y pasarán a considerarse a sí mismas «irlandesas», y también a ser consideradas tales por los nuevos inmigrantes ingleses cuando estos llegan de la isla vecina. Así, la primera conquista completa de la isla, que se produjo en el siglo XV, bajo los Tudor, generó una casta de «ingleses viejos», mayoritariamente católicos, que se vieron relegados por la oleada de «ingleses nuevos», ya protestantes, que llegó a la isla después de la Reforma. Del mismo modo, estos, aunque minoritarios religiosamente, acabarán a su vez mostrándose tan «patrióticos» como los ingleses viejos y la población autóctona de religión católica, y como ellos serán relegados por oleadas posteriores de nuevos «ingleses nuevos».
El cisma anglicano supuso en Irlanda un elemento clave en el establecimiento de identidades distintas entre las poblaciones de los dos países. La gran mayoría de los irlandeses rechazó la Reforma, que además estuvo unida a la modificación del estatus político de la isla, pues Enrique VIII no sólo se proclamó cabeza de la nueva Iglesia de Irlanda –de confesión anglicana, paralela a la Iglesia de Inglaterra–, sino también su rey, estableciendo así un reino en un territorio que hasta entonces no había sido sino un feudo papal, cuyo señorío lo ostentaba el rey de Inglaterra.
Se consolidará de esta manera una profunda fractura social que llegará hasta nuestros días. Los gobernantes ingleses, representantes de la corona, residirán en Dublín y en su área de influencia, conocida desde época medieval como The Pale –el recinto, el cercado–, única zona de Irlanda en la que se aplicaban las leyes británicas con efectividad. Fuera de Dublín, algunos clanes y nobles irlandeses mantendrán el control efectivo de amplias zonas hasta la Revolución puritana. Las fuerzas de Cromwell derrotaron completamente los reductos más resistentes al poder inglés. A continuación, Cromwell aplicó en el Úlster la más radical de las campañas de asentamientos coloniales, con la que de hecho prácticamente sustituyó a la población católica autóctona de la región del Úlster –la más radicalmente nacionalista hasta entonces– por colonos ingleses y escoceses de confesión anglicana o puritana. Simultáneamente hubo una ocupación completa de la ciudad de Dublín por parte de los ingleses, llegándose a prohibir durante un tiempo la residencia a los católicos.
Fuera de Dublín, estas