Trece sermones. Fray Luis De GranadaЧитать онлайн книгу.
el principio de la vida, cuando Dios, como quien pone los cimientos de la obra que tanto deseaba levantar, la colmó de las gracias y dones del cielo. Porque si el santo Job se gloriaba de ser misericordioso desde que salió del seno de su madre, ¿qué diremos de la que había de ser madre de misericordia? Y si Jeremías y san Juan Bautista fueron llenos de gracia ya en el vientre de sus madres, uno porque lo escogía Dios para ser profeta y otro para ser más que profeta, ¿qué diremos de la Virgen, que fue escogida para ser la madre del Señor de los profetas?
Esta es, pues, la fiesta que hoy celebramos por tantos motivos: para dar gracias al Señor por la concepción de la Virgen, que fue principio de nuestra redención; para maravillarnos de la sabiduría y omnipotencia de Dios, que puede poner un tesoro tan grande en vaso tan débil, y tan gran perfección en algo tan humilde como el corazón de una mujer; para encender nuestros corazones en amor y devoción de la Virgen, tan perfecta, tan graciosa y tan hermosa. Y así, conociéndola, la amemos, y amándola, la imitemos, e imitándola, la invoquemos, e invocándola, merezcamos alcanzar su favor en este mundo por la gracia y después por la gloria. Amén.
[1] Sal 92, 5.
[2] Col 2, 9.
[3] II Cró 7, 3.
[4] Cf. Esd 3, 12.
[5] Cant 4, 7.
[6] Rom 3, 23.
[7] Cant 4, 12.
[8] Cf. Ex 35, 34.
[9] Sal 66, 5.
[10] Cant 4, 1.
[11] Madera de acacia. Cf. Ex 25, 10.
[12] Cf. S. AGUSTÍN, Tratado sobre la Asunción de Santa María Virgen, 6.
[13] Sal 46, 6.
2.
SERMÓN EN LA FIESTA DE LA ANUNCIACIÓN
AL CONTEMPLAR EL MISTERIO DE LA Encarnación del Verbo piensa en el inmenso amor que Dios mostró al hombre. Él no nos necesitaba ni nosotros lo habíamos merecido, y solo por las entrañas de su infinito amor envió a su Hijo para salvarnos y ennoblecernos con su nacimiento, para santificarnos con su justicia, enriquecernos con su gracia, enseñarnos con su doctrina, animarnos con su ejemplo, resucitarnos con su muerte y rescatarnos de la cautividad al precio de su sangre.
Este es el gran beneficio que el mismo Salvador explicó a sus discípulos diciendo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo para que los que crean en él —y creyéndole, lo amen y obedezcan— no perezcan, sino que alcancen la vida eterna»[1]. Aunque había otros muchos medios para hacerlo, escogió el Señor el más costoso para Él y el más provechoso para nosotros; se olvidó de sí mismo para buscar la honra y provecho de quienes no lo amaron.
San Agustín no se cansaba de meditar en esto al principio de su conversión, contemplando la sabiduría con la que Dios dispuso nuestra salvación[2]. Considera tú también lo conveniente que fue que del mismo modo que por un hombre entró el mal en el mundo, por otro hombre fuéramos liberados. Por la soberbia de un hombre, que deseó ser como Dios, fuimos todos condenados; y por la humildad de otro, el hombre nuevo, que siendo verdadero Dios se hizo verdadero hombre, fuimos todos perdonados.
Nada mejor para pagar nuestras deudas que la sangre del Hijo de Dios; nada mejor para ennoblecer nuestra naturaleza que su Humanidad. ¿Quién podía negociar mejor nuestros negocios que el Hijo de Dios, y defender nuestra causa que el Sumo Sacerdote del Padre? ¿Quién podría ser el mejor y más fiel intermediario entre Dios y los hombres que el que era Dios y hombre? En cuanto juez, salvaguardó la justicia; en cuanto parte, consiguió la misericordia para nosotros. Como hombre, cargó con nuestras deudas; como Dios, pagó por ellas. Empleó el título de hombre para deber y el de Dios para pagar. En fin, no se pudo inventar un modo más conveniente en el que estuviese todo lo necesario para nuestra salvación. Como dice el papa san León, «si no fuera verdadero Dios, no podría dar el remedio; y si no fuera verdadero hombre, no nos podría dar ejemplo»[3].
La Encarnación es prueba de la grandeza de la bondad, de la misericordia y de la justicia de Dios, que se hizo hombre para castigar el pecado y perdonar al pecador. El precio que Cristo pagó, que fue su sangre, manifiesta la excelencia de nuestra alma, el valor de la gracia, la grandeza de la gloria, la hermosura de la virtud, la fealdad del pecado y la dignidad del hombre redimido. La Encarnación fue la medicina más eficaz para curar las llagas de nuestra alma, que eran tantas y tan grandes. ¿Qué ejemplo más vivo encontraremos para confortarnos y arrepentirnos que el que nos dio quien era Dios y hombre? Nuestra soberbia la cura su humildad; nuestra avaricia, su pobreza; nuestra ira, su paciencia; nuestra desobediencia, su obediencia; los excesos de nuestra carne, los dolores de la suya. Su amor vence nuestro desamor; sus dones, nuestra falta de agradecimiento; nuestros descuidos, su providencia. Y por su amor y gracia recobramos la confianza perdida.
Fija ahora tu mirada en las virtudes y excelencias de la Virgen que Dios escogió para ser su madre. Acuérdate de que antes de crear a Adán, Dios le había preparado una casa, que era el paraíso terrenal; pues del mismo modo, antes de nacer el segundo Adán, que era celestial, le había preparado otro paraíso que era el alma de la santísima Virgen. Igual que aquel estaba plantado por la mano de Dios con flores y arbolados de gran hermosura, el Espíritu Santo había preparado admirablemente este con todas las flores de las virtudes y los dones del cielo.
Para hacerlo así, dispuso que cuando la Virgen tuviera tres años fuera llevada y presentada en el Templo, y allí comenzaron enseguida a resplandecer estas nuevas flores de virtudes y gracias divinas. Sobre esto dice san Jerónimo: «Procuraba la Virgen ser la primera en las vigilias de la noche; en la ley de Dios, la más diligente; en la humildad, la más humilde; en los cantares de David, la más elegante; en la caridad, la más encendida; en la pureza, la más pura, y en las virtudes la más perfecta. Todas sus palabras estaban llenas de gracia, porque su corazón estaba lleno de Dios. Oraba y meditaba, como dice el profeta, en la ley del Señor día y noche[4]. Tenía también cuidado de sus compañeras para que fueran recatadas y no dijesen palabras injuriosas o soberbias a las demás. Siempre bendecía a Dios, y para no dejar de hacerlo, cuando la saludaban, respondía: Gracias a Dios»[5]. Hasta aquí son palabras de san Jerónimo.
Contempla ahora a la Virgen cuando la visitó el ángel. Mírala en el lugar donde solía recogerse, porque aunque la casa fuera pobre, no faltaría en ella un lugar para la oración; allí tendría los libros de los salmos y los profetas, y quizás, como santa Judit, su cilicio y disciplina para mortificar aquel santísimo cuerpo, que no lo merecía. Dicen los santos que en ese instante estaría su espíritu en arrebatada contemplación.
Tras el dulce saludo del ángel, tan lleno de gracia, pon tus ojos en las virtudes de la Virgen que resplandecen maravillosamente en todo este diálogo, en particular su silencio, su humildad, su virginidad y su fe. Resplandece su silencio pues, al contrario que el ángel, habló poco y sin precipitarse; es como si quisiera enseñar que el mejor adorno y hermosura de la virginidad es el silencio y el pudor. Su humildad se manifiesta en la sorpresa y temor ante las palabras tan honrosas del ángel, porque para quien es verdaderamente humilde no hay nada más sorprendente