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Niebla (Nivola). Miguel de UnamunoЧитать онлайн книгу.

Niebla (Nivola) - Miguel de Unamuno


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trajo la leche y una pequeña esponja para facilitar la succión. Luego hizo Augusto que se le trajera un biberón para el cachorrillo, para Orfeo, que así le bautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por qué.

      Y Orfeo fué en adelante el confidente de sus soliloquios, el que recibió los secretos de su amor a Eugenia.

      «Mira, Orfeo—le decía silenciosamente—, tenemos que luchar. ¿Qué me aconsejas que haga? Si te hubiese conocido mi madre... Pero ya verás, ya verás cuando duermas en el regazo de Eugenia, bajo su mano tibia y dulce. Y ahora, ¿qué vamos a hacer, Orfeo?»

      Fué melancólico el almuerzo de aquel día, melancólico el paseo, la partida de ajedrez melancólica y melancólico el sueño de aquella noche.

       Índice

      «Tengo que tomar alguna determinación—se decía Augusto paseándose frente a la casa número 58 de la Avenida de la Alameda—; esto no puede seguir así.»

      En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en que vivía Eugenia, y apareció una señora enjuta y cana con una jaula en la mano. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó el clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un grito de desesperación: «¡Ay, mi Pichín!» Augusto se precipitó a recojer la jaula. El pobre canario revoloteaba dentro de ella despavorido.

      Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el corazón en el pecho. La señora le esperaba.

      —¡Oh, gracias, gracias, caballero!

      —Las gracias a usted, señora.

      —¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar, caballero?

      —Con mucho gusto, señora.

      Y entró Augusto.

      Llevólo la señora a la sala, y diciéndole: «Aguarde un poco, que voy a dejar a mi Pichín», le dejó solo.

      En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras:

      —(Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que la paz universal llegará pronto merced al esperanto?)

      Augusto pensó en la huída, pero el amor a Eugenia le contuvo. El otro prosiguió hablando, en esperanto también.

      Augusto se decidió por fin.

      —No le entiendo a usted una palabra, caballero.

      —De seguro que le hablaba a usted en esa maldita jerga que llaman esperanto—dijo la tía, que a este punto entraba.—Y añadió dirigiéndose a su marido:—Fermín, este señor es el del canario.

      —Pues no te entiendo más que tú cuando te hablo en esperanto—le contestó su marido.

      —Este señor ha recojido a mi pobre Pichín, que cayó a la calle, y ha tenido la bondad de traérmelo. Y usted—añadió volviéndose a Augusto—¿quién es?

      —Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso conocería.

      —¿De doña Soledad?

      —Exacto; de doña Soledad.

      —Y mucho que conocí a la buena señora. Fué una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted por ello.

      —Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario el conocimiento de ustedes.

      —¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente?

      —Para mí, sí.

      —Gracias, caballero—dijo don Fermín, agregando:—Rigen a los hombres y a sus cosas enigmáticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares sobre casi todas las cosas...

      —Cállate con tu estribillo, hombre—exclamó la tía—. ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pronto en socorro de mi Pichín?

      —Seré franco con usted, señora; le abriré mi pecho. Es que rondaba la casa.

      —¿Esta casa?

      —Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encantadora.

      —Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz accidente. Y veo que hay canarios providenciales.

      —¿Quién conoce los caminos de la Providencia?—dijo don Fermín.

      —Yo los conozco, hombre, yo—exclamó su señora—; y volviéndose a Augusto: Tiene usted abiertas las puertas de esta casa... Pues ¡no faltaba más! Al hijo de doña Soledad... Así como así, va usted a ayudarme a quitar a esa chiquilla un caprichito que se le ha metido en la cabeza...

      —¿Y la libertad?—insinuó don Fermín.

      —Cállate tú, hombre, y quédate con tu anarquismo.

      —¿Anarquismo?—exclamó Augusto.

      Irradió de gozo el rostro de don Fermín, y añadió con la más dulce de sus voces:

      —Sí, señor mío, yo soy anarquista, anarquista místico, pero en teoría, entiéndase bien, en teoría. No tema usted, amigo—y al decir esto le puso amablemente la mano sobre la rodilla—, no echo bombas. Mi anarquismo es puramente espiritual. Porque yo, amigo mío, tengo ideas propias sobre casi todas las cosas...

      —Y usted ¿no es anarquista también?—preguntó Augusto a la tía, por decir algo.

      —¿Yo? Eso es un disparate, eso de que no mande nadie. Si no manda nadie, ¿quién va a obedecer? ¿No comprende usted que eso es imposible?

      —Hombres de poca fe, que llamáis imposible...—empezó don Fermín.

      Y la tía interrumpiéndole:

      —Pues bien, mi señor don Augusto, pacto cerrado. Usted me parece un excelente sujeto, bien educado, de buena familia, con una renta más que regular... Nada, nada, desde hoy es usted mi candidato.

      —Tanto honor, señora...

      —Sí; hay que hacer entrar en razón a esta mozuela. Ella no es mala, sabe usted, pero caprichosa. Luego, ¡fué criada con tanto mimo!... Cuando sobrevino aquella terrible catástrofe de mi pobre hermano...

      —¿Catástrofe?—preguntó Augusto.

      —Sí, y como la cosa es pública no debo yo ocultársela a usted. El padre de Eugenia se suicidó después de una operación bursátil desgraciadísima y dejándola casi en la miseria. Le quedó una casa, pero gravada con una hipoteca que se lleva sus rentas todas. Y la pobre chica se ha empeñado en ir ahorrando de su trabajo hasta reunir con que levantar la hipoteca. Figúrese usted, ¡ni aunque se esté dando lecciones de piano sesenta años!

      Augusto concibió al punto un propósito generoso y heroico.

      —La chica no es mala—prosiguió la tía—, pero no hay modo de entenderla.

      —Si aprendierais esperanto...—empezó don Fermín.

      —Déjanos de lenguas universales. ¿Conque no nos entendemos en las nuestras y vas a traer otra?

      —Pero ¿usted no cree, señora—le preguntó Augusto—, que sería bueno que no hubiese sino una sola lengua?

      —¡Eso, eso!—exclamó alborozado don Fermín.

      —Sí, señor—dijo con firmeza la tía—; una sola lengua: el castellano, y a lo sumo el bable para hablar con las criadas que no son racionales.

      La tía de Eugenia era asturiana y tenía una criada, asturiana


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