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El Cirujano. Tess GerritsenЧитать онлайн книгу.

El Cirujano - Tess Gerritsen


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se abrían en rasgaduras purpúreas sobre la tela gris de la piel. Había dos heridas visibles. Una era un corte profundo alrededor de la garganta, que se extendía debajo de la oreja izquierda, pasaba por la arteria carótida izquierda y dejaba al descubierto el cartílago laríngeo. El coup de grace. El segundo corte se ubicaba en el bajo vientre. Esa herida no estaba destinada a matar; había servido a un propósito completamente distinto.

      Moore tragó saliva.

      —Ya veo por qué interrumpieron mis vacaciones.

      —Esta vez yo estoy a cargo —dijo Rizzoli.

      Advirtió la nota de amenaza en su declaración; ella protegía su terreno. Comprendió por qué. Las constantes recriminaciones y el escepticismo que debían afrontar las mujeres policías hacía que se ofendieran con facilidad. En realidad no tenía intenciones de desafiarla. Deberían trabajar juntos en esto, y el juego recién comenzaba como para ya estar batallando por el dominio de la situación.

      Tuvo el cuidado de mantener un tono respetuoso.

      —¿Podrías ponerme al tanto de los hechos?

      Rizzoli hizo un breve gesto de asentimiento.

      —La víctima fue encontrada a las nueve de esta mañana, en su departamento de Worcester Street, en el South End. Por lo general comenzaba a trabajar a las seis de la mañana en Celebration Florists, a unas pocas cuadras de su casa. Un negocio familiar, regenteado por sus padres. Como no apareció, ellos se preocuparon. Su hermano fue a buscarla. La encontró en el dormitorio. El doctor Tierney estima que el momento del deceso se produjo entre la medianoche y las cuatro de la mañana. De acuerdo con la familia, no tenía novio, y nadie en el edificio recuerda haber visto a una visita masculina. No era más que una chica católica que trabajaba duro.

      Moore observó las muñecas de la víctima.

      —Fue inmovilizada.

      —Sí. Con tela adhesiva en las muñecas y los tobillos. La encontraron desnuda. Sólo llevaba unos artículos de joyería.

      —¿Qué clase de joyas?

      —Una cadena. Un anillo. Aros. El alhajero de la habitación estaba intacto. El móvil no fue el robo.

      Moore miró un hematoma horizontal a lo largo de la cadera de la víctima.

      —También le inmovilizaron el torso.

      —Tela adhesiva alrededor de la cintura y en los muslos. Y también en la boca.

      Moore dejó escapar un profundo suspiro.

      —¡Dios! —Observando a Elena Ortiz lo asaltó el confuso recuerdo de otra joven mujer. Otro cadáver, una rubia, con cortes rojo carne atravesando el cuello y el abdomen.

      —Diana Sterling —murmuró.

      —Ya conseguí el informe de la autopsia de Sterling —dijo Tierney—. En caso de que necesites revisarlo.

      Pero Moore no lo necesitaba; el caso Sterling, en el que había sido detective en jefe, nunca se había apartado demasiado de su mente.

      Un año atrás, Diana Sterling, de treinta años, empleada de la agencia de viajes Kendall y Lord, había sido descubierta desnuda y atada a su cama con tela adhesiva. La garganta y el bajo vientre habían sido cortados. El asesinato seguía sin resolverse.

      El doctor Tierney dirigió la luz hacia el abdomen de Elena Ortiz. Ya se había limpiado la sangre, y los bordes de la incisión eran de un rosa pálido.

      —¿Hay rastros de evidencia? —preguntó Moore.

      —Recogimos unas pocas fibras antes de lavarla. Había un cabello adherido al margen de la herida.

      Moore levantó la vista con súbito interés.

      —¿De la víctima?

      —Mucho más corto. Castaño claro.

      El pelo de Elena Ortiz era negro.

      Rizzoli dijo:

      —Ya pedimos muestras de cabello de todos los que estuvieron en contacto con el cuerpo.

      Tierney dirigió su atención a la herida.

      —Lo que tenemos aquí es un corte transversal. Los cirujanos lo llaman una incisión Maylard. La pared abdominal fue cortada capa por capa. Primero la piel, luego la capa superficial, luego el músculo, y por último el peritoneo pélvico.

      —Igual que Sterling —dijo Moore.

      —Sí. Igual que Sterling. Pero hay algunas diferencias.

      —¿Qué diferencias?

      —En Diana Sterling había algunas irregularidades en la incisión, lo que indica vacilación, o duda. Eso no se ve aquí. ¿Ves con qué prolijidad ha sido cortada la piel? No hay una sola melladura. Hizo esto con absoluta confianza. —Los ojos de Tierney se encontraron con los de Moore.

      —Nuestro individuo está aprendiendo. Ha mejorado su técnica.

      —Es el mismo sujeto desconocido —dijo Rizzoli.

      —Hay más similitudes. ¿Ves este borde cuadrado al final de la herida? Indica que el instrumento se movió de derecha a izquierda. Como Sterling. La hoja utilizada en esta herida es de un filo liso, no serrado. Como la hoja utilizada con Sterling.

      —¿Un escalpelo?

      —Podría ser un escalpelo. La prolija incisión me dice que no hubo torcedura de la hoja. La víctima estaba inconsciente o tan bien atada que no se podía mover, no podía luchar. No pudo hacer que la hoja se desviara en su trayecto rectilíneo.

      Barry Frost parecía tener ganas de vomitar.

      —Oh, Jesús. Por favor díganme que ya estaba muerta cuando él le hizo esto.

      —Me temo que no fue una herida post mórtem. —Sólo los ojos verdes de Tierney aparecían por encima del barbijo, y se veían enojados.

      —¿Hubo sangrado antes de la muerte? —preguntó Moore.

      —Derrame en la cavidad pélvica. Lo que significa que su corazón todavía bombeaba sangre. Todavía estaba viva cuando este… procedimiento tuvo lugar.

      Moore observó las muñecas, rodeadas de moretones. Había moretones similares en ambos tobillos, y una franja de petequia —puntitos de hematoma en la piel— extendida alrededor de la cadera. Elena Ortiz había forcejeado contra sus ataduras.

      —Hay otra evidencia de que estaba viva durante el corte —dijo Tierney—. Mete tu mano dentro de la herida, Thomas. Creo que sé lo que vas a encontrar.

      De mala gana Moore introdujo su mano enguantada dentro de la herida. La carne estaba fría, congelada tras varias horas de refrigeración. Le recordó lo que se sentía al meter la mano en la carcasa de un pavo para quitar el paquete de menudos. Metió la mano hasta la altura de su muñeca, los dedos explorando los márgenes de la herida. Esta exploración de la parte más privada de la anatomía femenina era una violación íntima. Evitó mirar la cara de Elena Ortiz. Era la única forma en que podía considerar sus restos mortales con distanciamiento, la única manera en que podía concentrarse en la fría mecánica de lo que le había sido hecho a su cuerpo.

      —Falta el útero. —Moore miró a Tierney.

      El médico asintió.

      —Ha sido extirpado.

      Moore quitó su mano del cuerpo y observó fijamente la herida, abierta como una boca. Ahora Rizzoli metía su mano enguantada, haciendo fuerza con sus cortos dedos para poder explorar la cavidad.

      —¿No se extirpó nada más? —preguntó.

      —Sólo el útero —dijo Tierney—. Dejó la vejiga y los intestinos intactos.

      —¿Qué es esto que siento aquí? Este nódulo duro, en el lado izquierdo —dijo ella.

      —Es sutura.


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