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El odio que das. Angie ThomasЧитать онлайн книгу.

El odio que das - Angie Thomas


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tamborilea sobre la superficie de caoba de la mesa del comedor, marcando el ritmo, tun-tun-tun.

      —Las pesadillas desaparecerán después de un tiempo —dice—. Siempre son peores justo después.

      Así ocurrió con Natasha.

      —¿A cuánta gente has visto morir?

      —La suficiente. Lo peor fue cuando mataron a mi primo André —sus dedos parecen rastrear por instinto el tatuaje que tiene en el antebrazo, una A con una corona encima—. Una venta de drogas se convirtió en robo y le dispararon dos veces en la cabeza. Justo frente a mí. De hecho, sucedió unos cuantos meses antes de que nacieras tú. Por eso te puse de nombre Starr, estrella —me dirige una pequeña sonrisa—. Mi luz durante toda esa oscuridad.

      Se come unas uvas.

      —Que no te asuste lo del lunes. Dile la verdad a la policía, y no dejes que hablen por ti. Dios te dio un cerebro. No necesitas el suyo. Y recuerda que no has hecho nada malo… ese cabrón lo hizo. No dejes que te hagan pensar lo contrario.

      Algo me está molestando. Se lo quería preguntar al tío Carlos, pero no pude. Con papá es distinto. Mientras que el tío Carlos, de alguna manera, cumple las promesas imposibles, papá siempre es sincero conmigo.

      —¿Crees que la policía quiere que haya justicia para Khalil? —le pregunto.

      Tun-tun-tun. Tun… tun… tun. La verdad prodiga sombras sobre la cocina; la gente como nosotros en situaciones como ésta se convierte en un hashtag, pero rara vez obtiene justicia. Sin embargo, creo que todos esperamos esa única vez, esa única vez en la que todo termine bien.

      Quizás ésta pueda serlo.

      —No lo sé —dice papá—. Supongo que lo descubriremos.

      La mañana del domingo aparcamos frente a una pequeña casa amarilla. Hay flores de colores brillantes que brotan bajo el cobertizo de la entrada. Solía sentarme allí con Khalil.

      Mis padres y yo bajamos de la furgoneta. Papá lleva una bandeja de lasaña cubierta de papel aluminio que mamá ha preparado. Sekani todavía no se sentía bien, así que se ha quedado en casa. Seven está con él. Pero yo no creo que esté enfermo: Sekani siempre contrae algún tipo de virus en cuanto se acerca el final de las vacaciones de Semana Santa.

      Al subir por el sendero de la casa de la señorita Rosalie, me lleno de recuerdos. Tengo los brazos y las piernas tatuados de cicatrices por las caídas en este pavimento. Una vez iba montada sobre el monopatín y Khalil me empujó porque me había saltado su turno. Cuando me levanté, le faltaba piel a toda mi rodilla. Nunca había gritado tan fuerte.

      Jugábamos y saltábamos la cuerda en este sendero. Al principio, Khalil no quería jugar porque decía que eran cosas de niña. Pero siempre se daba por vencido cuando Natasha y yo decíamos que el ganador se llevaría un helado, o un paquete de caramelos. La señorita Rosalie era la Señora de los caramelos del barrio.

      Yo pasaba en su casa casi tanto tiempo como en la mía. Mamá y la hija menor de la señorita Rosalie, Tammy, fueron amigas íntimas en la infancia. Cuando mamá se embarazó de mí, estaba en su último año de bachillerato, y Nana la echó de casa. La señorita Rosalie la acogió hasta que mis padres finalmente consiguieron hacerse con un apartamento propio. Mamá dice que la señorita Rosalie fue una de las personas que más la apoyó, y que incluso lloró en su graduación como si fuera su madre.

      Tres años después, la señorita Rosalie nos vio a mamá y a mí en el ultramarinos Wyatt's, muchísimo antes de que se convirtiera en nuestra tienda. Le preguntó a mamá cómo le estaba yendo en la universidad. Mamá le contó que papá estaba en la cárcel, que ella no podía pagar la guardería y que Nana no quería cuidarme porque yo no era su bebé, y por lo tanto no era problema suyo, así que mamá estaba pensando en abandonar la escuela. La señorita Rosalie le dijo que me llevara a su casa al día siguiente y que más le valía no mencionar la palabra pago. Ella me cuidó a mí y luego a Sekani durante todo el tiempo que mamá estuvo en la escuela.

      Mamá llama a la puerta, sacudiendo el mosquitero. La señorita Tammy está ahí, con una pañoleta envuelta en la cabeza, camiseta y pantalones deportivos. Le quita los pestillos, mientras grita por encima del hombro:

      —Mamá, son Maverick, Lisa y Starr.

      La sala tiene exactamente el mismo aspecto que cuando Khalil y yo jugábamos al escondite en ella. Todavía hay una funda de plástico en el sofá y en el sillón reclinable. Si te sientas demasiado tiempo ahí durante el verano y llevas pantalones cortos, el plástico prácticamente se te adhiere a las piernas.

      —Hola, Tammy, nena —dice mamá, y se abrazan largo y tendido—. ¿Cómo va todo?

      —Aquí estamos —la señorita Tammy abraza a papá y luego a mí—. Pero odio que sea ésta la razón por la que tengas que venir a casa.

      Es tan raro ver a la señorita Tammy. Tiene el mismo aspecto que la madre de Khalil, la señorita Brenda, si no se metiera crack. Khalil también se parecía mucho a ella. Tiene los mismos ojos color avellana y hoyuelos en las mejillas. Una vez, Khalil dijo que hubiera preferido que la señorita Tammy fuera su madre para poder irse a vivir a Nueva York. Yo solía bromear y decirle que ella no tenía tiempo para él. Quisiera no haberle dicho eso jamás.

      —¿Dónde quieres que ponga esta lasaña, Tam? —le pregunta papá.

      —En el frigorífico, si encuentras espacio —dice, mientras él se dirige a la cocina—. Mamá dice que la gente trajo comida todo el día de ayer. Y anoche, cuando llegué, todavía le seguían trayendo. Parece como si todo el barrio hubiera pasado a hacer una visita.

      —Así es el Jardín —dice mamá—. Si la gente no puede hacer otra cosa, cocina.

      —Vaya que es cierto —la señorita Tammy señala el sofá—. Sentaos.

      Mamá y yo nos sentamos, y papá regresa y nos acompaña. La señorita Tammy se sienta en el sillón reclinable donde normalmente se sienta la señorita Rosalie. Me ofrece una sonrisa triste.

      —Starr, ¿sabes una cosa?, has crecido muchísimo desde la última vez que te vi. Tú y Khalil, los dos, habéis crecido tan…

      Se le quiebra la voz. Mamá extiende la mano y le acaricia la rodilla. La señorita Tammy tarda un segundo en recuperarse, pero respira profundamente y me vuelve a sonreír.

      —Me alegro de verte, nena.

      —Sabemos que la señorita Rosalie nos va a decir que está perfectamente bien, Tam —dice papá—, ¿pero cómo se encuentra realmente?

      —Estamos avanzando día a día. Por suerte, la quimioterapia está funcionando. Espero poder convencerla de que se vaya a vivir conmigo. Así puedo asegurarme de que consiga sus recetas médicas —suspira por la nariz—. No tenía la menor idea de que mamá tuviera tantas dificultades. Ni siquiera sabía que había perdido su trabajo. Ya sabéis cómo es. Nunca quiere pedir ayuda.

      —¿Y qué hay de la señorita Brenda? —pregunto. Lo tengo que hacer. Khalil lo habría hecho.

      —No lo sé, Starr. Bren… es complicado. No la hemos visto desde que nos dieron la noticia. No sabemos dónde está. Pero si la encontramos… no sé qué haremos.

      —Os puedo ayudar a encontrar una clínica de rehabilitación para ella cerca de aquí —dice mamá—. Pero tiene que querer dejar las drogas realmente.

      La señorita Tammy asiente.

      —Ése es el problema. Pero creo… creo que finalmente esto la llevará a buscar ayuda, o la empujará al abismo. Espero que ocurra lo primero.

      Cameron coge la mano de su abuela mientras la lleva a la sala como si fuera la reina del mundo vestida en bata. Parece más delgada, pero fuerte para ser alguien que está pasando por quimioterapia y todo eso. El pañuelo que envuelve su cabeza aumenta su majestuosidad: una reina africana, y todos


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