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El cuerpo lleva la cuenta. Bessel van der KolkЧитать онлайн книгу.

El cuerpo lleva la cuenta - Bessel van der Kolk


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10. Trauma del desarrollo: La epidemia oculta

       Parte 4: La huella del trauma

       11. Destapar los secretos: El problema del recuerdo traumático

       12. El peso insoportable de los recuerdos

       Parte 5: Caminos hacia la recuperación

       13. Superar el trauma: Ser dueños de nosotros mismos

       14. Lenguaje: milagro y tiranía

       15. Liberar el pasado: EMDR

       16. Aprender a vivir en nuestro cuerpo: Yoga

       17. Unir las piezas: El liderazgo del Self

       18. Rellenar los huecos: Crear estructuras

       19. Reprogramar el cerebro: Neurofeedback

       20. Encontrar nuestra voz: Ritmos comunitarios y teatro

       Epílogo: Elecciones que hay que tomar

       Agradecimientos

       Apéndice: Propuesta de criterios consensuados para el trastorno de trauma del desarrollo

       Recursos

       Otras lecturas

       Notas

       Índice

      PRÓLOGO

      HACER FRENTE AL TRAUMA

      No es necesario ser soldado de guerra, ni visitar un campo de refugiados en Siria o en el Congo para encontrar el trauma. Los traumas nos suceden a nosotros, a nuestros amigos, a nuestros familiares y a nuestros vecinos. Los estudios de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades han demostrado que uno de cada cinco estadounidenses sufrió abusos sexuales de niño; uno de cada cuatro fue físicamente maltratado por uno de sus progenitores hasta el punto de dejarle alguna marca en el cuerpo; y una de cada tres parejas recurre a la violencia física. Un cuarto de nosotros creció con familiares alcohólicos, y uno de cada ocho ha sido testigo de cómo pegaban a su madre.[1

      Como seres humanos, somos una especie sumamente resiliente. Desde tiempos inmemoriales, hemos ido recuperándonos de incesantes guerras, de innumerables desastres (tanto naturales como provocados por el hombre) y de la violencia y las traiciones en nuestra propia vida. Pero las experiencias traumáticas dejan huella, tanto a gran escala (en nuestras historias y culturas) como cerca de nuestro hogar, en nuestras familias, con oscuros secretos que pasan imperceptiblemente de generación en generación. También dejan huella en nuestra mente y en nuestras emociones, en nuestra capacidad de disfrutar y de mantener relaciones íntimas, e incluso en nuestra biología y nuestro sistema inmunológico.

      El trauma no solo afecta a aquellos que están directamente expuestos a él, sino también a quienes los rodean. Los soldados que vuelven a casa después de combatir pueden asustar a sus familias con sus ataques de rabia y su ausencia emocional. Las esposas de los hombres que sufren trastorno por estrés postraumático (TEPT) suelen sufrir depresión, y los hijos de madres con depresión corren el riesgo de crecer con inseguridad y ansiedad. Haber estado expuesto a la violencia en la infancia suele dificultar el establecimiento de relaciones estables y de confianza en la edad adulta.

      El trauma, por definición, es insoportable e intolerable. La mayoría de las víctimas de violaciones, de los soldados de combate y de los niños que han sufrido abusos sexuales sufren tanto cuando piensan en lo que han vivido que intentan sacárselo de la cabeza, intentan actuar como si no hubiera sucedido nada para seguir adelante. Hace falta muchísima energía para seguir funcionando llevando sobre las espaldas el recuerdo del terror y la culpabilidad por la debilidad y la vulnerabilidad más absolutas.

      Aunque todos queramos seguir avanzando y dejar atrás el trauma, a la parte de nuestro cerebro que garantiza nuestra supervivencia (por debajo de nuestro cerebro racional) no se le da muy bien la negación. Mucho después de la experiencia traumática, esta parte puede reactivarse ante el menor atisbo de peligro y movilizar los circuitos cerebrales alterados y secretar enormes cantidades de hormonas del estrés. Ello precipita emociones desagradables, sensaciones físicas intensas y acciones impulsivas y agresivas. Estas reacciones postraumáticas parecen incomprensibles y abrumadoras. Al sentirse fuera de control, los supervivientes de traumas empiezan a temer estar dañados en lo más profundo de sí mismos sin posibilidad de redención.

      La primera vez que recuerdo haber querido estudiar Medicina fue en un campamento de verano a los catorce años. Mi primo Michael me tuvo despierto toda la noche contándome el complejo funcionamiento de los riñones, cómo secretan el material de desecho del cuerpo y luego reabsorben las sustancias químicas que mantienen el sistema en equilibrio. Su relato sobre el milagroso funcionamiento del cuerpo me tenía fascinado. Más adelante, durante cada fase de mi formación médica, tanto si estudiaba cirugía, cardiología o pediatría, me resultaba cada vez más evidente que la clave para la curación era conocer el funcionamiento del organismo humano. Cuando empecé la rotación en psiquiatría, sin embargo, me sorprendió el contraste entre la increíble complejidad de la mente y los modos en que los seres humanos están conectados y vinculados entre sí, con lo poco que sabían los psiquiatras sobre los problemas que estaban tratando. ¿Cómo saber tanto algún día sobre el cerebro, la mente y el amor como lo que sabemos de los otros sistemas que componen nuestro organismo?

      Obviamente, todavía estamos muy lejos de disponer de este tipo de conocimiento detallado, pero el nacimiento de tres nuevas ramas de la ciencia ha generado en una explosión del conocimiento sobre los efectos del trauma psicológico, el maltrato y el abandono. Estas nuevas disciplinas son la neurociencia (el estudio de cómo el cerebro soporta los procesos mentales); la psicopatología del desarrollo (el estudio del impacto de las experiencias negativas en el desarrollo de la mente y del cerebro), y la neurobiología interpersonal (el estudio de cómo influye nuestro comportamiento en las emociones, la biología y la mentalidad de la gente que nos rodea).

      La investigación en estas nuevas disciplinas ha revelado que el trauma produce verdaderos cambios fisiológicos, incluyendo el recalibrado de la alarma del sistema cerebral, un aumento en la actividad de las hormonas del estrés y alteraciones en el sistema que distingue la información relevante de la irrelevante. Sabemos cómo afecta el trauma a la parte del cerebro que transmite la sensación física de estar vivos. Estos cambios explican por qué las personas traumatizadas desarrollan una hipervigilancia ante las amenazas, a costa de la espontaneidad en su vida diaria. También nos ayudan a entender por qué la gente traumatizada suele sufrir repetidamente los mismos problemas y por qué le cuesta tanto aprender de la experiencia. Sabemos que su comportamiento no es resultado de ningún defecto moral, ni de una falta de fuerza de voluntad, ni de su mal carácter: es causado por unos cambios reales en el cerebro.

      Este mayor conocimiento sobre los procesos básicos que subyacen tras el trauma también ha abierto nuevas posibilidades


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