Cuentos completos. Эдгар Аллан ПоЧитать онлайн книгу.
que de demostrar. Hasta donde yo tengo conocimiento, Bon-Bon no creía que eso mereciera una investigación en detalle, y tampoco yo. Sin embargo, al ceder a una inclinación tan clásica, no debe creerse que el restaurateur perdía de vista esa inconsciente distinción que caracterizaba al mismo tiempo sus ensayos y sus tortillas. Cuando se recluía para beber, el vino de Borgoña tenía su hora, y había momentos designados para el Côte du Rhône. Para él, el Sauternes era al Medoc lo que Catulo a Homero. Podía retozar con un silogismo al probar el St. Peray, desenmarañar una discusión frente al Clos de Vougeot y alterar una teoría en una cascada de Chambertin. Hubiera sido bueno que un similar sentido del decoro lo hubiese obstaculizado en esa frívola propensión que he mencionado más arriba, pero no era así. Por el contrario, dicho trait del filosófico Bon-Bon, a la larga, alcanzó un extraño ímpetu, cierta religiosidad, como si estuviera intensamente matizado por la diablerie de sus estimados estudios alemanes.
Ir al pequeño café del cul-de-sac Le Febre, en los tiempos de nuestra narración, era penetrar en el sanctum de un hombre genial y Bon-Bon era un hombre genial. No existía un sous-cuisinier en Rúan que no asegurara que Bon-Bon era un hombre genial. Hasta su gato lo sabía y tenía mucho cuidado de acicalarse la cola en su presencia. Su inmenso perro de aguas también estaba al tanto de la situación y cuando su amo se acercaba, mostraba su propia inferioridad comportándose admirablemente y bajando las orejas y la cabeza de forma muy loable en un perro. Sin embargo, cabe suponer que mucho de este respeto habitual podía imputarse a la apariencia del metafísico. Preciso es decir que un aire distinguido se impone, hasta a los animales, y había mucho en el aspecto del restaurateur que podía sobrecoger la imaginación de los cuadrúpedos. Siempre se nota una grandeza única en la atmósfera que envuelve a los pequeños grandes —si se me permite tan ambigua expresión— que la pura corpulencia física no es capaz de establecer por sí sola. Por eso, a pesar de que Bon-Bon apenas medía un metro de estatura y su cabeza era minúscula, nadie podía observar la redondez de su vientre sin advertir una sensación de magnificencia que alcanzaba lo sublime. En su tamaño, tanto hombres como perros veían un prototipo de sus capacidades, y en su grandeza, el ambiente propicio para su alma inmortal.
Si me complaciera, podría extenderme en este punto en detalles de vestuario y otros aspectos externos de nuestro metafísico. Podría sugerir que usaba el cabello corto, esmeradamente peinado sobre la frente y rematado por un gorro cónico de franela con colgantes; que su chaqueta verde no se adecuaba a la moda existente entre los restaurateurs del momento, que sus mangas eran algo más anchas de lo que admitía la costumbre, que los puños no estaban doblados con el mismo material y color de la prenda como se usaba en aquel salvaje período, sino decorados de manera más imaginativa, con el recargado terciopelo de Génova; que sus pantuflas eran color púrpura radiante, curiosamente adornadas, y que se las hubiera creído confeccionadas en Japón de no ser por su distinguida terminación en punta y los esplendorosos colores de sus bordados y costuras; que sus calzones eran de un tejido amarillo parecido al satén que se llama aimable; que su capa azul celeste, ricamente decorada con diseños carmesíes y que semejaba una bata por su forma, flotaba amablemente sobre sus hombros como la niebla del amanecer… y que este tout ensemble fue el que dio nacimiento a la famosa frase de Benevenuta, la Improvisatrice de Florencia, al señalar “que era dificultoso señalar si Pierre Bon-Bon era ciertamente un ave del paraíso o, más bien, un paraíso de perfecciones”. Como ya he señalado, podría extenderme sobre todos estos puntos si ello me agradara, pero me abstengo, los detalles estrictamente personales pueden ser dejados a los escritores históricos, pues se encuentran por debajo de la sobriedad moral de la realidad.
He dicho que “ir al pequeño café del cul-de-sac Le Febre era entrar en el sanctum de un hombre genial”, pero solo otro hombre genial hubiera podido apreciar apropiadamente las virtudes del sanctum. Sobre la entrada se balanceaba una muestra que consistía en un gran libro. A un lado del volumen había una botella y del otro un pâté. En el lomo se podía leer en grandes letras: Œuvres de Bon-Bon. Así, muy sutilmente, se daban a conocer las dos ocupaciones del dueño.
Al llegar al umbral se presentaba ante la vista el interior del local. El café consistía solamente en un largo y bajo salón, cuya construcción era muy vieja. En una esquina se distinguía el lecho del metafísico. Algunas cortinas y una antepuerta a la griega le otorgaban un aire clásico y placentero a la vez. En la esquina diagonal opuesta aparecían en familiar comunidad los utensilios correspondientes a la cocina y a la biblioteca. Un plato colmado de disputas descansaba reposadamente sobre el aparador. Más allá había una producción de las modernas éticas y en otra parte una tetera de mélanges en duodécimo. Obras de moral alemana surgían como uña y carne junto a las parrillas, y un tenedor para tostadas reposaba al lado de Eusebius, mientras Platón se reclinaba a su gusto sobre la sartén, y manuscritos actuales se arrinconaban contiguos al asador.
Pero en otros aspectos, el café de Bon-Bon se diferenciaba muy poco de cualquier otro restaurant de la época. Frente a la puerta, una inmensa chimenea abría sus fauces y a la derecha, un mueble abierto mostraba un estupendo conjunto de botellas.
En ese lugar, una vez a eso de la medianoche, durante el inclemente invierno de…, Pierre Bon-Bon, después de oír un rato los observaciones de los vecinos sobre su particular propensión y, finalmente, expulsarlos a todos de su casa, pasó el cerrojo con un juramento y se situó, de muy mal humor, en un cómodo sillón de piel junto a un excelente fuego de leña.
Era una de esas horribles noches que solo ocurren una o dos veces cada cien años. Nevaba copiosamente y la casa trepidaba hasta sus bases bajo las rachas de viento que, al entrar por las grietas de la pared y correr entusiastas por la chimenea, agitaban horriblemente las cortinas del lecho del filósofo y desordenaban sus fuentes de pâté y sus documentos. El pesado libro que colgaba afuera crujía odiosamente, expuesto al arrebato de la tempestad y causando un rumor quejumbroso con sus contrafuertes de roble macizo.
He señalado que el filósofo se situó, de mal humor, en su lugar habitual junto al fuego. Varios sucesos misteriosos, sucedidos a lo largo del día, habían alterado la serenidad de sus meditaciones. Al preparar unos œufs à la Princesse, le había resultado, lamentablemente, una omelette à la Reine; la revelación de un principio ético se estropeó por haberse volcado un guiso y, finalmente —aunque no fue lo último—, se le había estropeado uno de esos agraciados tratos que le encantaba llevar a feliz conclusión en todo momento. Sin embargo, a la agitación de su espíritu, nacida de tan enigmática contradicción, no dejaba de sumarse algo de esa agitación nerviosa que la ira de una noche tempestuosa suele producir.
Después de llamar a su gran perro de aguas negro para que se colocara más cerca de él, y de sentarse intranquilo en su sillón, Bon-Bon no pudo dejar de transitar con ojos inquietos y reservados aquellos rincones lejanos de su morada cuyas tupidas sombras solo disipaba a medias el rojo fuego de la chimenea. Después de terminar un reconocimiento cuya finalidad exacta ni siquiera él era capaz de entender, acercó a su sillón una mesita colmada de libros y papeles y no tardó en sumergirse en el trabajo de corregir un pesado manuscrito, cuya publicación era inaplazable.
Pasaron algunos minutos, así ocupado, cuando…
—Monsieur Bon-Bon, —susurró una voz quejosa en la estancia— no tengo ninguna prisa.
—¡Demonio! —gritó nuestro héroe, levantándose de un salto, derribando la mesa a un lado y viendo estupefacto alrededor.
—Exactísimo —contestó la voz tranquilamente.
—¡Exactísimo! ¿Qué es exactísimo? ¿Y usted, cómo entró aquí? —vociferó el metafísico, mientras posaba sus ojos en algo que reposaba tumbado cuan largo era sobre el lecho.
—Le estaba diciendo —continuó el entrometido, sin inquietarse por las preguntas— que no tengo ninguna prisa, que el asunto que con su permiso me trasladó hasta aquí no es apremiante… y en resumen, que puedo esperar perfectamente a que haya concluido con su presentación.
—¡Mi presentación! ¿Y cómo sabe usted… cómo pudo enterarse que estaba escribiendo una presentación? ¡Buen Dios…!
—¡Shhh…! —murmuró el personaje con un rumor sibilante, y alzándose rápidamente del lecho