Erebus. Michael PalinЧитать онлайн книгу.
una minúscula mesa y un camastro estrecho. Más adelante, en el lado de estribor, había camarotes individuales para el asistente del administrador, el asistente de la santabárbara y el cirujano asistente (ambos con camastros pero sin lavamanos). Junto a ellos, el maestro artillero, el contramaestre y el carpintero compartían una sala de oficiales y unos aposentos comunes, con dos literas y un camastro.
Entre las hileras de camarotes se encontraba la sala de oficiales, donde los oficiales comían juntos, servidos por sus propios asistentes y, en ocasiones, acompañados por el capitán. Los oficiales contribuían a las raciones de su propio bolsillo, lo que aseguraba que su menú fuera más variado que el que se servía al resto de la tripulación. Los más acaudalados llevaban su propio vino y otros manjares. El administrador y los suboficiales comían aparte en su propia sala, también conocida como la santabárbara. La escalera y la escotilla principal estaban situadas en el centro del barco, y tras ellas, en el tercio delantero del barco, estaba el castillo de proa, un área abierta donde suboficiales, marines y marineros comían y dormían. Todos, excepto los oficiales y los suboficiales, dormían en hamacas.
Los hombres comían en mesas de cuatro colocadas a ambos lados del alargado arcón de velas, donde se guardaban las velas de repuesto, y utilizaban sus propios cofres de marinero para sentarse a comer y para guardar sus pertenencias.
Más allá del castillo de proa estaba la cocina y, finalmente, en la proa, la enfermería. De los planos del barco, se deduce que solo había dos aseos con cisternas, situados a popa, flanqueados por dos gallineros y junto a las «cajas de los colores», donde se guardaban todas las banderas de señales en compartimentos ordenados. Debían de existir otros excusados, pero solo aparecen señalados el del capitán y el de los oficiales.
En general, había muy poco espacio a bordo y, a menos que fueras un oficial, la privacidad no existía, pero lo mismo podría decirse de prácticamente cualquier otro barco o, de hecho, de muchos de los hogares de los que procedían los marineros, pues a menudo los compartían con unas familias muy numerosas. Las claves de la vida en alta mar consistían en mantenerse activo regularmente, asegurarse de que todo se mantuviera inmaculado y el respeto a las órdenes y a los oficiales que las emitían. Si uno de estos factores se alteraba, como había sucedido con el capitán Bligh en el Bounty, existía el riesgo de que se produjera un motín. Por eso, contar con un destacamento de marines en ambos barcos era muy importante; en el Bounty no había marines a bordo.
Pero, por lo general, parece que los hombres a bordo de un barco se llevaban bien entre ellos. Un capellán del HMS Winchester, citado por Brian Lavery, describe que «una peculiar característica de la sociedad a bordo es el tono de hilaridad, que a menudo se mantiene hasta un punto que, en cualquier otro lugar, podría resultar incómodo y exagerado», aunque añade que «sería, sin embargo, un gravísimo error concluir, de esta aparente levedad y buen humor, que los marineros son una clase especialmente irreflexiva. Al contrario, pocos hombres son más propensos a la melancolía y a la reflexión seria y profunda». La constante proximidad con los demás a bordo del Erebus y del Terror inevitablemente causaba algunas tensiones, incluso entre los oficiales. El día de Nochebuena de 1839, por ejemplo, McCormick, después de que su camarote «estuviera lleno a rebosar con la colección de especímenes de historia natural del Gobierno», ordenó que el segundo navegante se llevara parte de las muestras y las almacenara en la cubierta, solo para descubrir entonces que el primer teniente Bird, «a quien todo lo relacionado con la ciencia le parecía un aburrimiento […], había ordenado que volvieran a subirlas, pues allí abajo no pintaban nada». Momentos de desacuerdo como estos eran la excepción, no la regla.
Ross estaba al mando de la expedición, pero seguía siendo un súbdito de la Corona que cobraba su sueldo del Gobierno y estaba obligado a seguir las instrucciones más largas y detalladas que jamás había emitido el Almirantazgo. La ruta precisa se estableció con detalle y fue determinada por el programa de observaciones científicas que constituía el núcleo de la misión del Erebus. La prioridad número uno era visitar los lugares donde podría medirse el magnetismo terrestre. Después, había que dedicarse a la observación detallada de las corrientes marítimas, la profundidad del mar, las mareas, los vientos y la actividad volcánica. Otros estudios cubrían disciplinas como la meteorología, la geología, la mineralogía, la zoología, la fisiología de plantas y animales y la botánica. Lo único que la tripulación no tenía permitido hacer era la actividad para la que el Erebus había sido concebido originalmente: «En el supuesto de que Inglaterra se viera envuelta en hostilidades con otra potencia durante su ausencia, tenga claro que no debe emprender ningún tipo de acción hostil de ningún tipo, pues la expedición bajo su mando ha sido armada con el único propósito de realizar descubrimientos científicos».
El Erebus ya había estado previamente en el golfo de Vizcaya, y parece que en esta ocasión evitó el tiempo inclemente por el que estas aguas eran célebres. «Durante nuestro trayecto por el golfo de Vizcaya no tuvimos ninguna ocasión favorable de determinar la altura de sus olas, ya que no experimentamos ninguna tormenta violenta», anotó Ross, un tanto decepcionado. Por otra parte, el Terror estaba disfrutando de una navegación menos placentera, pues había estado al borde del desastre durante la tormenta que había separado a los dos barcos en la costa de Devon. Según el libro de memorandos del sargento Cunningham, tres miembros de la tripulación estaban recogiendo el botalón de foque —un palo largo al que se podía atar una vela adicional— cuando «estuvieron a punto de perder la vida a causa del violento cabeceo del barco, que […] sumergió a todos, hombres y botalón, bajo el agua». El Terror tardó cuatro días en unirse al Erebus en la primera parada de la expedición, un presagio no demasiado alentador para el viaje que los aguardaba.
En cualquier caso, el 20 de octubre, casi un mes después de partir, los dos barcos arribaron a su primera escala, la isla de Madeira, a unos ochocientos ochenta kilómetros de la costa de África. Allí se tomaron varias mediciones, entre ellas la de la altura de la montaña más alta de la isla, el pico Ruivo. Un tal teniente Wilkes, de la expedición de exploración de los Estados Unidos (quien, al igual que Ross, también se dirigía al océano Antártico), había hecho recientemente sus propias mediciones; Ross se sorprendió al ver que diferían de las que él estaba realizando en unos cuarenta y dos metros, «una variación mucho mayor de la que podría esperarse dados los precisos y perfectos instrumentos empleados en ambas ocasiones». Más adelante, a lo largo de su viaje, Ross tendría más motivos para cuestionar la información recabada por Wilkes y se referiría al teniente en términos mucho menos educados.
El Erebus permaneció en Funchal diez días, pero su tripulación no estuvo ociosa. Sus botes auxiliares se bajaban e izaban constantemente para transportar provisiones desde la ciudad. El cirujano McCormick se apropió de uno de ellos y procedió a realizar diversos paseos de exploración por la isla con un lugareño, un tal señor Muir.
El 31 de octubre, los dos barcos levaron ancla rumbo a las islas Canarias. Fue una travesía tranquila, aunque Ross registró que sus redes de arrastre capturaron una especie completamente nueva de animálculo, que, según afirmó con entusiasmo, «constituye la base de la subsistencia de los animales marinos y, al emitir una luz fosforescente cuando se lo perturba, hace que la estela del barco en una noche oscura resulte sorprendentemente brillante». Su estancia en Santa Cruz de Tenerife transcurrió también sin incidentes, y quizá el momento más notable fue aquel en el que izaron a bordo a «una vaca viva», según relata Cunningham. Pero un comentario que hace de pasada sobre el siguiente lugar que visitaron deja claro que estas islas no eran remansos de paz y tranquilidad. Puede que Cunningham pudiera comprar «buen vino» y naranjas en Santiago, la mayor isla de Cabo Verde, pero la nota en la que menciona que sus habitantes «son o han sido esclavos» constituye un recordatorio de que ese horrible negocio había dominado la región hasta hacía muy poco. Aunque el comercio de esclavos era ilegal en el Imperio británico desde 1807, la esclavitud en sí no fue abolida hasta 1833. Y, cuando el Erebus o el Terror visitaron la zona, la Marina Real todavía patrullaba las aguas de la costa occidental de África para interceptar barcos negreros, una tarea que a menudo debía de ser igual de espeluznante que la guerra. Christopher Lloyd describe en su libro The Navy and the Slave Trade que, al abordar un barco esclavista en 1821, un oficial lo halló tan abarrotado