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Tres modelos contemporáneos de agencia humana. Leticia Elena Naranjo GálvezЧитать онлайн книгу.

Tres modelos contemporáneos de agencia humana - Leticia Elena Naranjo Gálvez


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partida ni un marco de referencia; se deducen de la evaluación que hacemos de las muchas formas en que nos afectan los estados del mundo.31 Nuestro autor cree que cuando valoramos algo de manera positiva, lo hacemos porque hemos experimentado que satisface nuestros intereses y deseos, los cuales se expresan en nuestras preferencias y conductas de elección. Sin embargo, insiste Gauthier, lo anterior no debe hacernos perder de vista que, a diferencia de la mera utilidad, el valor es aquello que se intenta maximizar mediante elecciones que obedecen a esa subclase especial de preferencias, las cualificadas o consideras, que son las que poseen un peso normativo frente al resto, es decir, frente a las meras preferencias sin evaluar. De este modo, el filósofo canadiense advierte que aunque él se adhiriere a una posición netamente subjetivista en cuanto a la naturaleza de los valores, sin embargo, no se debe confundir esta posición suya con un relativismo frívolo desde el cual se afirme que podemos considerar como un valor a cualquier cosa que nos produzca placer, o que sea objeto de nuestros deseos. Por lo tanto, tampoco se debe negar el peso normativo que tienen las preferencias consideradas con las que se busca maximizar valores.

      Objects or states of affairs may be ascribed value only in so far as, directly of indirectly, they may be considered as entering into relations of preference. Value is then not an inherent characteristic of things or states of affairs, not something existing as a part of the ontological furniture of the universe in a manner quite independent of persons and their activities. Rather, value is created or determined through preferences. Values are products of our affections. [...] Subjectivism is not to be confused with the view that values are arbitrary […] Values are not mere labels to be affixed randomly or capriciously to states of affairs, but rather are registers of our fully considered attitudes to those states of affairs given our beliefs about them. Although the relation between belief and attitude is not itself open to rational assessment is not therefore arbitrary (pp. 46-48; las cursivas son mías).

      En esta última cita me he permitido subrayar la tesis de que no sería racionalmente evaluable la relación entre las creencias que proporcionan la base epistemológica de nuestras preferencias y aquellas actitudes nuestras que se expresan en nuestros juicios de valor, pues creo que no resulta fácil hacer compatible esta tesis con la importancia que el mismo Gauthier dice asignarle a la cualificación epistemológica de las mencionadas creencias. Igualmente, a mi entender, dicha cualificación tampoco parece ser compatible, ni con la poca importancia que ahora el autor le otorga al contenido de las preferencias, ni con su prohibición de asignarle algún sentido normativo a los valores. Por todo ello no creo que nuestro filósofo responda a la siguiente objeción: si tal y como él mismo lo había sostenido, resultaba tan importante la cualificación epistemológica de las creencias asociadas a las preferencias, entonces resultaría muy difícil que ahora se afirme, sin más, como lo hace el autor, que el contenido de las preferencias no es evaluable racionalmente, sino que solo pueden serlo los nexos formales entre las preferencias. Pienso que, por ende, sería insólito que ahora Gauthier advierta que no puede llevarse a cabo un examen racional de la relación entre creencias y actitudes, relación que tendría que ser valorada como fundamental para que podamos tener preferencias consideradas.

      Al llegar aquí podríamos preguntarnos: ¿en virtud de qué el agente asume consciente y reflexivamente dichas preferencias? De nuevo, la respuesta de Gauthier prohíbe que se apele al contenido de tales preferencias, o a los fines que busca el agente. Lo cual se hace aún más confuso, ya que nuestro filósofo insiste en hablar de valor en vez de mera utilidad, al tiempo que recalca la diferencia cualitativa que separa a las preferencias verbalizadas de aquellas otras que simplemente son reveladas por la mera conducta de elección. Gauthier intenta ser tan radicalmente fiel a su consigna de no concederle importancia a los contenidos expresados en esta verbalización de las preferencias que creo que con ello en ocasiones su intención normativa se hace cada vez más difícil de sostener. Volvamos de nuevo a la famosa frase de Hume. El filósofo canadiense señala que, frente a la persona que sostenga que prefiere la destrucción del mundo a sufrir un rasguño, podríamos válidamente lanzar el juicio de que no está en sus cabales y que, por lo tanto, acaso sufra una suerte de desorden orgánico, incluso equiparable a una indigestión (p. 49). Pero de ningún modo estaríamos autorizados a afirmar que se trata de un agente irracional ni, mucho menos, podríamos para ello invocar nuestros valores, dado que estos (como todos los valores) son meramente subjetivos, pues expresan nuestros sentimientos o afecciones frente a aquello que puede ser objeto de nuestras preferencias. La evaluación de estas últimas debe remitir a un examen de su base epistemológica, pero este examen se refiere al conocimiento que el agente tiene de los hechos relevantes para la formulación de tales preferencias; conocimiento que, según Gauthier, es necesariamente empírico: no se trata en absoluto de una suerte especial de conocimiento no empírico o intuitivo cuyo objeto fuesen los valores o los fines perseguidos por los agentes.

      Como ya se ha dicho, para nuestro autor los fines y los valores no poseen un estatus de objetividad en virtud del cual pudiesen proporcionar los estándares normativos que permitiesen juzgar o evaluar las preferencias de los agentes. Antes, por el contrario, al ser deducidos de estas, los valores son objeto del mismo tipo de conocimiento que empleamos para evaluarlas a ellas. De esta manera, de acuerdo con Gauthier, se puede asegurar el peso normativo de las preferencias consideradas y con ello una posición no relativista o no irracionalista frente a estas, al tiempo que se puede y se debe suscribir el viejo dictum —empirista y subjetivista— humeano de que no puede juzgarse de irracional ninguna preferencia, incluyendo, v. g., la de “preferir la destrucción del mundo a sufrir un rasguño”. Pues el contenido de esta preferencia específica o el fin que persiga el agente que la suscriba no son, en sí mismos, susceptibles de examen racional. A lo sumo, repito, y solo después de que se hayan considerado otros hechos relevantes en relación con el agente, v. g., su estado de salud, podemos afirmar, según Gauthier, que dicho agente no está en su sano juicio. Sin embargo, un dictamen como este no puede basarse en el contenido de su —tal vez excéntrica— preferencia, ni debe referirse a la racionalidad o irracionalidad de esta, sino solo a un desorden en las afecciones del sujeto. Empero, estas últimas, según nuestro autor, al ser independientes de la capacidad racional del agente,


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