Los culpables. Juan VilloroЧитать онлайн книгу.
volvimos a ver en juntas y convenciones, sin aludir al encuentro de los aviones perdidos. Cuando Clara sugirió que yo me retrasaba adrede, recordé ese episodio solitario y hablé en un tono que me incriminó, como O. J. ante el jurado, cuando se puso el guante negro del asesino de su esposa, y le quedó de maravilla. Quise correr pero no estaba en un aeropuerto.
“¿Hay alguien más?”, me preguntó Clara. Dije que no, y era cierto, pero ella me vio como si yo fuera un televisor que sólo transmitía ceniza.
Ahora vuelvo a sobrevolar Heathrow. ¿Qué posibilidades hay de que también Nancy pierda un vuelo? En caso de encontrarnos, ¿podríamos ser ajenos a esa geometría?
Nancy no insinuó que un reencuentro fuera posible. Sin embargo, yo no podía ser indiferente al tono incierto en que dijo: “Sabes adónde despegas pero no a qué cielo llegas”. Luego se recostó sobre mi pecho.
Hojeé la revista del avión. Paisajes codiciables, el rostro de un célebre arquitecto y, lo menos esperado, un cuento de Elías Rubio. Aunque cada vez publica más, encontrarlo siempre es una sorpresa desagradable. Elías estuvo a punto de casarse con Clara. Tiene un estilo llamativo para los que no están casados con ella. No puedo leer un párrafo suyo sin sentir que le envía mensajes.
El tecnoflamenco aturdía mis oídos, quedaba poco tiempo para la conexión y yo empezaba a buscar excusas para explicarle a Clara que no había perdido ese avión adrede. Necesitaba otro problema. Por eso leí el cuento. Elías es una sanguijuela que chupa realidad. Es una de las razones porque estoy a disgusto con la realidad.
La primera vez que Única se fue de la casa pegamos carteles en los postes de la calle, dejamos nuestro teléfono en el veterinario de la zona, fuimos a un programa de radio especializado en fuga de mascotas.
Las gatas no se van pero la nuestra se había ido. Una tarde, Clara volvió a preguntarme si de veras no me importaba que no pudiera embarazarse. Había bebido un té de la India y sus palabras olieron a clavo. Le dije que no y pensé en el absurdo nombre de la gata, que Clara escogió como un valiente golpe de humor y con los años se transformó en una dolorosa ironía. Bajé la vista. Cuando la alcé, Clara miraba algo en el jardín. Oscurecía. Tras un arbusto había un brillo opaco, neblinoso. Clara me apretó la mano. Segundos después, distinguimos el pelo de Única, ensuciado por su ausencia.
Esa noche, Clara me acarició como si sus manos estuvieran hechas de una lluvia que no moja. Al menos, así describió la escena Elías, que la incluyó tal cual en su cuento. El título era odioso: “El tercero incluido”. ¿Se refería a sí mismo? ¿Seguía viendo a Clara? ¿Ella le contaba esas minucias? El infame cuentista describía bien un gesto nervioso, la forma en que ella se toma el pelo para formar un tirabuzón. Clara sólo lo suelta cuando decide algo que no puede comunicar.
Sentí hielo en la espalda al seguir leyendo: Elías anticipaba la segunda desaparición de la gata. Después de reconciliarse con su pareja –un ínfimo vendedor de talco–, la heroína advertía que el bienestar no era otra cosa que sufrimiento detenido. El regreso de la gata había completado un dibujo: todo estaba en orden; sin embargo, la vida verdadera reclamaba un cambio, una fisura. La mujer se llevaba la mano al pelo, formaba un tirabuzón y lo soltaba. Sin avisarle a nadie, tomaba la gata y la llevaba al campo.
¿En verdad había pasado eso? ¿Clara se deshizo de la gata para atribuirlo a mis ausencias o para preparar su propia ausencia? Elías estaba lleno de fantasías revanchistas (¡por algo era escritor!), pero la materia del cuento no provenía de la imaginación. Había demasiados datos reales. ¿Qué significaba Única en el cuento? ¿La mujer se liberaba a sí misma al liberar a la gata? Cuando Clara me llamó a Barcelona habló de la gata como quien dice una clave. Sólo ahora, suspendido en el aire de Londres, me daba cuenta.
Patrón de espera: si no llego a tiempo, ella pasará el fin de semana con los Rendón, la pareja que en una fecha ya difusa le presentó a Elías Rubio.
Un rechinido metálico: el tren de aterrizaje. Aún puedo alcanzar mi vuelo. Terminal 4, puerta 6.
¿Empieza Clara a anticipar mis aviones perdidos como los gatos anticipan los temblores? ¿Qué extraña cuando extraña a Única? ¿Qué horas son en mi país? ¿Se acaricia ella el pelo y forma un tirabuzón? ¿Lo soltará antes de que yo llegue a la puerta de salida? ¿Habrá un atardecer rosáceo en Heathrow? ¿Alguien más pierde un vuelo? ¿Nuestro avión desplaza a otro que aún podía llegar a tiempo?
Las turbinas rugen en forma atronadora. Tocamos pista. Siento el cuerpo entumido, consciente de pasar a otra lógica.
Lo que sucede en tierra. La geometría del cielo.
EL SILBIDO
–Los fantasmas se aparecen, los muertos nada más regresan –eso me dijo Lupillo, mientras exprimía una esponja. Siempre hay que creerle a un masajista. Es el único que dice la verdad en un equipo, el único que no tiene otra ilusión que aliviar un músculo con spray antidolor.
Esa fue la primera señal de que me había convertido en un apestado. La segunda fue que nadie me hizo bromas de bienvenida. Había vuelto al Estrella Azul, el equipo donde me inicié. Si alguien me tuviera afecto, habría puesto orines en mi botella de champú. Así de básico es el mundo del futbol.
–¡Hasta te hicimos tu misa de difuntos! –agregó Lupillo. Vi su calva pulida como una esfera de la fortuna. Sí, me hicieron una misa donde el cura elogió mi garra y mi pundonor, virtudes que la muerte volvía verdaderas. Los cadáveres tienen pundonor.
Estuve a punto de morir con los Tucanes de Mexicali. He visto fotos de gente que juega en campos minados. En cualquier guerra hay personas desesperadas, suficientemente desesperadas para que no les importe perder un pie con tal de chutar un balón. Tal vez si yo estuviera en la guerra sentiría que no hay nada más chingón que patear algo redondo como el cráneo de tu enemigo. Para mí el paraíso no tiene balones. Supongo que el paraíso de los delanteros está lleno de balones. El de un medio de contención es un campo despejado, en el que ya no hay nada que hacer y al fin te rascas los huevos, las pelotas que no has podido tocar en toda tu carrera.
Estuve a punto de morir con los Tucanes de Mexicali. Lo repito porque es absurdo y aún no lo entiendo. Me pregunto si la bomba tenía forma de balón, si era como la que el correcaminos le pone al coyote en las caricaturas. Una preocupación estúpida, pero no puedo dejar de pensar en eso.
Pasé tres días bajo los escombros. Me dieron por muerto. Me borraron de todas las alineaciones de todos los equipos. No es que muchos clubes se disputaran mi presencia, pero me gusta pensar que me borraron.
Cuando recuperé el sentido, los Tucanes habían vendido su franquicia. Con la bomba estalló el sueño de que existiera un equipo tan cerca de Estados Unidos, en la única cancha ubicada bajo el nivel del mar. Demasiados rumores rodearon la noticia. Casi todos tenían que ver con el narcotráfico: el cártel del Golfo no quería que el cártel del Pacífico desafiara su injerencia en el futbol.
Yo no sabía nada de Mexicali hasta que los trillizos entraron a mi cuarto en la ciudad de México. Me había fracturado el tobillo y estaba harto de ver televisión.
–Te buscan –dijo Tere. Por la cara que puso debí saber que los tres visitantes venían rapados rapados.
No sólo eso: eran gordísimos, como luchadores de sumo. Sus camisetas dejaban ver tatuajes en varios colores. Los tres llevaban un barbita de chivo, muy cuidada.
Pusieron un paquete de cerveza Tecate en la cama, como si fuera un regalo increíble:
–La fábrica está cerca del estadio.
Eso dijeron.
Siempre me ha gustado la cerveza Tecate. Tal vez lo que más me gusta es la lata roja y el escudo que tiene, de todas maneras no fue una estupenda manera de empezar una conversación.
Los gordos eran raros. Tal vez estaban locos. Formaban la directiva de los Tucanes de Mexicali. La cervecería los patrocinaba.
Les pregunté su nombre y respondieron como un grupo de hiphop: