Regreso al planeta de los simios. Eladi Romero GarcíaЧитать онлайн книгу.
has fijado en cómo tiene el cuello? Se lo han dejado más estrecho que una flauta.
—Eso parece... La mueca del rostro indica mucho sufrimiento, como si le hubieran estado apretando durante un buen rato.
—Se trata de un asesinato..., seguro.
—El primero que veo...
—Y yo...
Cuarenta y cinco minutos más tarde hacían acto de presencia en el lugar una ambulancia, el vehículo que transportaba al juez, al secretario judicial y al forense, y un Jeep Grand Cherokee de la Guardia Civil. A pesar de la discreción de García Valladares, que había mantenido el silencio exigido, en Brihuega corrían ya rumores de que algo singular debía de haber sucedido en la carretera de acceso al pueblo por el oeste, pues en ese tiempo eran ya varios conductores los que se habían topado con el Peugeot de la Guardia Civil. Alguno de ellos incluso conocía a los agentes y había intentado informarse, aunque estos supieron mantener en todo momento el secreto que el caso parecía exigir. Y fue precisamente la ausencia de información la que provocó todo tipo de habladurías, a cual más extravagante.
En torno al cadáver, aparte de los dos agentes que habían llegado en el Peugeot, acabaron concentrándose un total de doce personas entre sanitarios, guardias adscritos a la policía judicial de Guadalajara, representantes de la judicatura (juez y secretario) y el preceptivo médico forense. Una vez informados de las circunstancias relativas al hallazgo del cadáver, fue este el primero en actuar, declarando oficialmente la muerte del finado tras realizar las observaciones pertinentes.
—¿Considera que nos encontramos ante una muerte violenta? —inquirió el juez de guardia a continuación.
Se trataba de un funcionario relativamente joven, que había insistido en presentarse personalmente en el lugar del suceso cuando perfectamente hubiera podido dejar el trámite en manos del secretario. La casi total seguridad, indicada por los agentes que habían custodiado el cuerpo, de que se apreciaban indicios de criminalidad, le había empujado a personarse en tan escabroso escenario.
—No me cabe la menor duda, señor juez. Pese a no presentar grandes heridas, este hombre parece que murió estrangulado..., aunque de una forma un tanto... particular. Tiene el cuello roto, como si se lo hubieran apretado con algo extremadamente contundente..., no sé, alguna cuerda... o quizá más bien con alguna pieza metálica, porque semejante destrozo difícilmente pudo realizarse solo con las manos. Y además se ha tenido que ejercer una gran fuerza... He observado señales de marcas bastante regulares en las partes anterior y posterior el cuello, marcas de lo que bien pudo ser alguna pieza metálica que alguien cerró en torno a la garganta de este infeliz..., provocando incluso pequeñas heridas que han llegado a sangrar. Nunca había visto nada igual... No sé, si no fuera porque suena absurdo, yo diría que este hombre ha sido agarrotado..., como cuando existía la pena de muerte. Por supuesto yo jamás he visto el cadáver de un agarrotado, aunque algo he leído de la forma en que la gente moría cuando era condenada a dicha pena... En fin, después de la autopsia tendrá usted datos más precisos.
—Vaya... Todo eso suena a algo muy... complicado —estimó el juez—. Desnudo, abandonado en una cuneta y, encima..., agarrotado. Alguien se ha tomado mucho interés en que la muerte de este hombre no pasara desapercibida. El problema es que de momento desconocemos su identidad... En fin, sargento —dijo a continuación, dirigiéndose a uno de los guardias llegados en la misma comitiva—, la cosa queda ahora en sus manos. Por mí, pueden llevarse el cadáver cuando ustedes hayan terminado su tarea. Ramón, encárgate de los trámites, por favor.
El aludido, que no era otro que el secretario judicial, asintió con un gesto. Los guardias de la judicial, cuatro en total, pasaron a estudiar el cadáver, fotografiar su posición y buscar por el entorno alguna huella o indicio que permitiera entender un tanto las circunstancias de aquella muerte. Las formalidades se alargaron durante cerca de hora y media, lapso en el que se embolsaron diversas muestras como colillas, pequeños papeles e incluso un clavo diminuto. Durante todo ese tiempo, el tráfico fue desviado hacia la calle de Quiñones, paralela a la carretera ahora controlada por la Guardia Civil. Concluidas las formalidades, todo el mundo regresó a Guadalajara, excepto los dos agentes del puesto de Brihuega, que ya se habían retirado una hora antes a instancias del sargento de la judicial.
Los dos sanitarios fueron los encargados de depositar el cadáver en la ambulancia para trasladarlo al instituto de medicina legal de los juzgados de Guadalajara. Durante la maniobra, la cabeza del muerto se ladeó de forma exagerada, como si estuviera atada al tronco con una simple cuerda.
—Un poco de cuidado —les reprendió el forense, temiendo que el cuerpo acabara decapitado.
En ese momento, prácticamente todo el mundo en el pueblo estaba ya al corriente del hallazgo de un cadáver en su término municipal. Incluso un vecino con contactos había telefoneado ya a La Crónica de Guadalajara para informar del suceso.
Por la tarde, mientras se practicaba la autopsia al cadáver, el sargento Tomás Santamaría, de la judicial de Guadalajara, coordinaba las tareas de identificación del cadáver. Al haber aparecido desnudo, sin ni siquiera llevar un anillo que pudiera aportar algún dato (aunque un círculo blanquecino en la piel evidenciaba que probablemente alguien se lo había quitado), todo se hacía más complicado. Tuvo que consultar la base de datos de desaparecidos del Ministerio del Interior, por si descubría algún caso que, por edad y características, encajara con el cuerpo descubierto en Brihuega.
Al final, su equipo logró elaborar una lista de cuatro posibles candidatos, desaparecidos en la última semana a una distancia máxima de cien kilómetros de Brihuega. Lógicamente, Madrid fue la localidad que aportó tres de los cuatro nombres denunciados por sus correspondientes familiares. El siguiente paso fue contactar con las comisarías donde se habían presentado dichas denuncias, a las que se remitieron además varias fotografías del rostro del cadáver y sus huellas dactilares, confiando en que se tratara de una desaparición documentada. Porque en el caso de que nadie se hubiera preocupado por encontrar al finado, el asunto se complicaría notablemente.
Sin embargo, la suerte sonrió al equipo investigador.
La comisaría de la Policía Nacional del distrito de Madrid-Chamartín respondió de inmediato y afirmativamente sobre la consulta realizada, constatando que aquel muerto era suyo, es decir, que la desaparición de la persona a la que pertenecía el cuerpo hallado en Brihuega había sido denunciada en sus oficinas. Su nombre, Francisco Rodríguez García, de 59 años de edad, desaparecido en Madrid tres días antes del hallazgo de su cadáver, según denuncia interpuesta por su esposa y uno de sus hijos.
MEMORIA DE UN DESMEMORIADO
El viernes, 15 de febrero de 2019, Adrián Moler Romasanta despertó sumido en una total confusión mental, como si llevara tres meses hibernando en compañía del oso Yogui. De hecho, le costó su tiempo recuperar plenamente la consciencia, y de no ser por la insistencia de su gato Chapinete, que se instaló sobre su estómago para amasarlo con energía, probablemente aún hubiera tardado más en lograrlo. Chavico, el otro felino de la vivienda, aunque de forma más discreta también contribuyó en el empeño por conseguir que su colega humano decidiera, por fin, levantarse para prepararles la comida y renovarles la arena de su caja-toilette.
Tareas que, como cada mañana, Adrián realizó por inercia, mientras escuchaba, como cada mañana, las noticias de la radio:
«Sánchez anunciará hoy la fecha de las próximas elecciones generales».
«Puigdemont y su partido afrontan en pie de guerra la convocatoria electoral».
«Un millar de ciudadanos de origen chino se manifiestan frente a la sede del BBVA contra los bloqueos masivos de cuentas bancarias que han sufrido».
Limpiar el arenero de sus mascotas siempre resultaba, paradójicamente, una actividad bastante relajante. Para Adrián, era como peinar las crines de un caballo, algo que nunca había realizado pero que imaginaba tarea favorecedora del sosiego espiritual. O al menos relativamente tranquilizadora de su ánimo.
—Bueno,