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Oleum. El aceite de los dioses. Jesús Maeso De La TorreЧитать онлайн книгу.

Oleum. El aceite de los dioses - Jesús Maeso De La Torre


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has de borrar tu pasado.

      Así que con su ayuda decidí no manchar mi existencia ni separarme del mundo y tratar de no pensar en mi familia y mi pasado. Ambos habían muerto para mí.

      La anónima esclava griega, mujer de animosos arrestos, había paralizado mis intenciones con su determinación. A pesar de sufrir el sometimiento de nuestros bestiales verdugos, me había salvado la piel, quizá jugándose unos latigazos o un castigo severo por hablar con un hombre.

      Así que pensé que cuanto más grande es el beneficio recibido, quedamos más obligados a quien nos lo procuró. La desconocida me había lanzado una tabla salvadora en mi naufragio personal, y aunque no merecía su auxilio por mi flaqueza, mi agradecimiento sería perdurable hacia ella.

      —¿Cuál es tu nombre? —me interesé solícito.

      —Priscila, de Corinto. Un día fui hieródula de la diosa Afrodita. ¿Y el tuyo?

      —Jasón, y provengo de Séforis, cerca de aquí —le dije, falseando mi nombre.

      —Es cuanto debemos saber, pues de seguro nos cambiarán nuestros nombres por otros. Muy pronto nos separarán y nuestros caminos tomarán sendas diferentes. Es nuestra fortuna —me contestó sonriendo con afabilidad.

      Un estremecimiento sacudió mi alma agradecida, atorando mi garganta.

      Recuerdo que un hervidero de saltamontes, agitados por el viento, hicieron que corriera asustada hacia su barracón. En el sucio cobertizo había extraviado mi dignidad, pero la acción de la griega me la había devuelto. La desaparición de aquella jovenzuela supondría un dolor añadido. Era la primera vez desde mi apresamiento que una persona me había mostrado compasión.

      —¡Sé fuerte, sé fuerte, o los dioses no te perdonarán tu desafío! —me recomendó mientras desaparecía de mi vista.

      Aquella noche no apareció la luna y en el lóbrego cobertizo recordé, después de mucho tiempo, el dulce e inconfundible sabor de la esperanza en forma de mujer.

      Corrieron los días y las noches desposeído de fe y sostenido solo por el recuerdo de la muchacha y lo que el futuro y mi esquiva estrella me depararan. Por aquellos días padecí una inclemente afección respiratoria que me dejó en los huesos. Creí morir, y de resultas de la infección adquirí una ligera asfixia que desde entonces me acompaña como inseparable compañera cada vez que mis pulmones respiran aire frío.

      Por los barracones corrió la voz de que antes de salir el sol se habían llevado a todas las mujeres, a los hieroi o efebos afeminados y a los niños castrados en carros para venderlos en el más inmenso comercio de carne humana que existía en el mundo civilizado, el de Kition, el puerto comercial de la isla de Chipre, donde recalaban compradores de todo el mar Interior, de África y de Asia.

      Recibí la noticia con tristeza, pues ya no tendría la oportunidad de encontrarme con mi salvadora, la hija consagrada a Afrodita. Una mañana nos sacaron a los varones del inmundo depósito, nos ordenaron que nos aseáramos y nos facilitaron una braga para cubrir nuestras vergüenzas, una túnica parda o chitión y unas burdas sandalias, tras lo cual nos ataron a una larga cuerda de cautivos para dirigirnos en silencio al puerto de Cesarea, vigilados muy de cerca por los guardias de Sayed, el Tuerto.

      Había llegado el día en el que dejaría atrás y para siempre mi querida patria, mi Templo, mi familia, mi sostén y fuerza, mis amigos y mis Sagradas Escrituras, y sobre todo el cuidado de los olivos de Getsemaní y del oleum sagrado. «¿Pero qué diferencia hay entre morir aquí o allí?», pensé sepultado en una amarga tristeza.

      Un trirreme de mercancías y pasajeros partió de Cesarea rumbo a Puteoli con la primera marea, recién iniciado el estío. Los esclavos, como era costumbre, íbamos en cubierta, encadenados en parejas, con el inconveniente de que al vaciar nuestras vejigas y vientres debíamos hacerlo de dos en dos. La bodega iba estibada con vasijas de vino de Samos, seda, aceite y pasas, y también viajaban algunos pasajeros adinerados al resguardo de las inclemencias del mar y de las habituales celliscas.

      Nunca había navegado y temía un naufragio, o un ataque de piratas, lo cual podría convertirse en una liberación. Permanecía callado y aspiraba la brisa del mar.

      El océano estaba en calma y pronto la costa del Líbano fue tan solo una línea ocre y desdibujada en el horizonte. En circunstancias tan dramáticas tenía desconfianza hasta de mi propia sombra. No obstante, mi ánimo se serenó al comprobar que flameaba en la cofa un gallardete con el emblema romano del SPQR, sinónimo de fuerza, temor y seguridad.

      Al pasar junto a Chipre, los marineros quemaron romeros en cazuelas rebosantes de ascuas. Desde la cubierta contemplé el templo de Afrodita Akraia, tan hermoso como mi templo de Jerusalén, y en donde, según mi pareja de esclavitud, un locuaz egipcio de Tebas, cantaban cada amanecer los gallos negros de la diosa nacida de las aguas y protectora de navegantes, a la que se encomendaron los marineros.

      El tambor del cómitre y los remos batían las crestas del oleaje, uniendo sus clamores a los de los pilotos y timoneles, todos romanos. Los apacibles vientos etesios, las brisas que soplan en verano sobre el mar azulísimo e inmenso, nos fueron favorables, pero aun así eché cuanto ingería, que no era mucho.

      Nos cruzamos con veloces mioperos, las naves fenicias de Tiro dedicadas al comercio, con sus espantosos ídolos de proa labrados en marfil, los genios pataicos, y sus inconfundibles velas de color púrpura. Hicieron sonar las trompas, mientras rumbeabamos en dirección a la isla de Creta, y Sayed, en un exceso de esplendidez, nos proporcionó a los encadenados un pellejo con vino almizclado que nos hizo más llevadera la navegación, pues trajo la avenencia a nuestros desgarrados estómagos.

      La embarcación recaló en el puerto de Candia, en Creta, donde el piloto dedicó el sacrificio de un cabritillo a Poseidón, con lo que me fui familiarizando con el panteón griego y romano. El terror me dominaba cuando el barco cabrioleaba y nos hacía rodar por la cubierta, y me encomendaba al Dios de mis padres. Un sudor helado y el castañetear de los dientes revelaban el pavor que padecí.

      Sobrepasamos, según nos iba explicando el egipcio, la legendaria isla de Rodas, cuyo afamado coloso dedicado al dios Helios se había derrumbado tras un terremoto dos siglos antes. Con vientos favorables abandonamos el laberinto de islas del Dodecaneso, donde cogí un severo constipado, que me produjo fiebre y una tos inclemente que me mantuvieron postrado.

      Suele ocurrir que las debilidades son lo último que el hombre confiesa de sí mismo, porque es lo más secreto e inconfesable que posee. Y yo reconozco que nunca fui persona osada para contrarrestar la fortuna adversa, aunque mi maestro Gamaliel solía decir que de la timidez suelen proceder las virtudes más hermosas. La mía no se quebraba, sino que simplemente se replegaba en mi interior. El mundo nunca me había visto gemir y llorar, y ahora no hacía sino derramar lágrima tras lágrima.

      No obstante, olvidada mi querida Naomi, a la que ya no vería nunca, del consuelo de aquella desconocida Priscila había nacido en mí una decidida resolución para enfrentarme a cualquier vicisitud que me sobreviniera. Había renunciado a mi hogareña, silenciosa y soñadora esposa. Era un muerto a quien habían arrebatado el amor.

      Recuperado a medias de mi enfriamiento, y tras padecer episodios de asma, contemplé el añil mar Jónico de los héroes griegos que había estudiado en la Academia, y los puertos de Cefalonia, antes de ingresar a medio remo en el peligroso estrecho de Mesina, antesala de Siracusa, donde recalaríamos para aguar y evitar su traicionero viento de costado, el labechus, que hacía zozobrar muchas naos y que había comenzado a azotar la nave con fuerza.

      Los esclavos estábamos cubiertos de suciedad y costras de salitre y también de nuestros propios vómitos, y Sayed nos obligó a bañarnos en las aguas sicilianas, desde donde pude contemplar la gigantesca montaña coronada de humo del volcán Etna y las sinuosas laderas sembradas de olivos y viñedos, tan parecidas a las de Judea.

      Y sin quererlo pensé en los míos, seguramente desalentados y compungidos con mi desaparición y la del criado, que le habrían presentado los hipócritas esbirros del templo de forma irrebatible y mesándose los cabellos con condolencia:


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