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Doña Perfecta. Benito Pérez GaldósЧитать онлайн книгу.

Doña Perfecta - Benito Pérez Galdós


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Jacinto será un gran defendedor de pleitos.

      -Su tío no exageraba al elogiarle -dijo Pepe-. Siento mucho haber dicho aquellas tonterías sobre los abogados... Querida prima, ¿no es verdad que estuve inconveniente?

      -Calla, si a mí me parece que tienes mucha razón.

      -¿Pero de veras, no estuve un poco...?

      -Nada, nada.

      -¡Qué peso me quitas de encima! La verdad es que me encontré, sin saber cómo, en una contradicción constante y penosa con ese venerable sacerdote. Lo siento mucho.

      -Lo que yo creo -dijo Rosarito, clavando en él sus ojos llenos de expresión cariñosa- es que tú no eres para nosotros.

      -¿Qué significa eso?

      -No sé si me explico bien, primo. Quiero decir, que no es fácil te acostumbres a la conversación ni a las ideas de la gente de Orbajosa. Se me figura... es una suposición.

      -¡Oh!, no: yo creo que te equivocas.

      -Tú vienes de otra parte, de otro mundo, donde las personas son muy listas, muy sabias, y tienen unas maneras finas y un modo de hablar ingenioso, y una figura... Puede ser que no me explique bien. Quiero decir que estás habituado a vivir entre una sociedad escogida; sabes mucho... Aquí no hay lo que tú necesitas; aquí no hay gente sabia, ni grandes finuras. Todo es sencillez, Pepe. Se me figura que te aburrirás, que te aburrirás mucho y al fin tendrás que marcharte.

      La tristeza que era normal en el semblante de Rosarito se mostró con tintas y rasgos tan notorios, que Pepe Rey sintió una emoción profunda.

      -Estás en un error, querida prima. Ni yo traigo aquí la idea que supones, ni mi carácter ni mi entendimiento están en disonancia con los caracteres y las ideas de aquí. Pero vamos a suponer por un momento que lo estuvieran.

      -Vamos a suponerlo...

      -En ese caso tengo la firme convicción de que entre tú y yo, entre nosotros dos, querida Rosario, se establecerá una armonía perfecta. Sobre esto no puedo engañarme. El corazón me dice que no me engaño.

      Rosarito se ruborizó; pero esforzándose en hacer huir su sonrojo con sonrisas y miradas dirigidas aquí y allí, dijo:

      -No vengas ahora con artificios. Si lo dices porque yo he de encontrar siempre bien todo lo que piensas, tienes razón.

      -Rosario -exclamó el joven-. Desde que te vi, mi alma se sintió llena de una alegría muy viva... he sentido al mismo tiempo un pesar, el pesar de no haber venido antes a Orbajosa.

      -Eso sí que no lo he de creer -dijo ella, afectando jovialidad para encubrir medianamente su emoción-. ¿Tan pronto?... No vengas ahora con palabrotas... Mira, Pepe, yo soy una lugareña, yo no sé hablar más que cosas vulgares; yo no sé francés; yo no me visto con elegancia; yo apenas sé tocar el piano; yo...

      -¡Oh, Rosario! -exclamó con ardor el joven-. Dudaba que fueses perfecta; ahora ya sé que lo eres.

      Entró de súbito la madre. Rosarito que nada tenía que contestar a las últimas palabras de su primo, conoció, sin embargo, la necesidad de decir algo, y mirando a su madre, habló así:

      -¡Ah!, se me había olvidado poner la comida al loro.

      -No te ocupes de eso ahora. ¿Para qué os estáis ahí? Lleva a tu primo a dar un paseo por la huerta.

      La señora se sonreía con bondad maternal, señalando a su sobrino la frondosa arboleda que tras los cristales aparecía.

      -Vamos allá -dijo Pepe levantándose.

      Rosarito se lanzó como un pájaro puesto en libertad hacia la vidriera.

      -Pepe, que sabe tanto y ha de entender de árboles -afirmó doña Perfecta- te enseñará cómo se hacen los injertos. A ver qué opina él de esos peralitos que se van a trasplantar.

      -Ven, ven -dijo Rosarito desde fuera.

      Llamaba a su primo con impaciencia. Ambos desaparecieron entre el follaje. Doña Perfecta les vio alejarse, y después se ocupó del loro. Mientras le renovaba la comida, dijo en voz muy baja, con ademán pensativo:

      -¡Qué despegado es! Ni siquiera le ha hecho una caricia al pobre animalito.

      Luego en voz alta añadió, creyendo en la posibilidad de ser oída por su cuñado:

      -Cayetano, ¿qué te parece el sobrino?... ¡Cayetano!

      Sordo gruñido indicó que el anticuario volvía al conocimiento de este miserable mundo.

      -Cayetano...

      -Eso es... eso es... -murmuró con torpe voz el sabio- este caballerito sostendrá como todos la opinión errónea de que las estatuas de Mundogrande proceden de la primera inmigración fenicia. Yo le convenceré...

      -Pero Cayetano...

      -Pero Perfecta... ¡Bah! ¿También ahora sostendrás que he dormido?

      -No, hombre, ¡qué he de sostener yo tal disparate!... ¿Pero no me dices qué te parece ese joven?

      D. Cayetano se puso la palma de la mano ante la boca para bostezar más a gusto, y después entabló una larga conversación con la señora.

      Los que nos han transmitido las noticias necesarias a la composición de esta historia, pasan por alto aquel diálogo, sin duda porque fue demasiado secreto. En cuanto a lo que hablaron el ingeniero y Rosarito en la huerta aquella tarde, parece evidente que no es digno de mención.

      En la tarde del siguiente día ocurrieron sí cosas que no deben pasarse en silencio, por ser de la mayor gravedad. Hallábanse solos ambos primos a hora bastante avanzada de la tarde, después de haber discurrido por distintos parajes de la huerta, atentos el uno al otro y sin tener alma ni sentidos más que para verse y oírse.

      -Pepe -decía Rosario-, todo lo que me has dicho es una fantasía, una cantinela, de esas que tan bien sabéis hacer los hombres de chispa. Tú piensas que como soy lugareña creo cuanto me dicen.

      -Si me conocieras, como yo creo conocerte a ti, sabrías que jamás digo sino lo que siento. Pero dejémonos de sutilezas tontas y de argucias de amantes que no conducen sino a falsear los sentimientos. Yo no hablaré contigo más lenguaje que el de la verdad. ¿Eres acaso una señorita a quien he conocido en el paseo o en la tertulia y con la cual pienso pasar un rato divertido? No. Eres mi prima. Eres algo más... Rosario, pongamos de una vez las cosas en su verdadero lugar. Fuera rodeos. Yo he venido aquí a casarme contigo.

      Rosario sintió que su rostro se abrasaba y que el corazón no le cabía en el pecho.

      -Mira, querida prima -añadió el joven- te juro que si no me hubieras gustado, ya estaría lejos de aquí. Aunque la cortesía y la delicadeza me habrían obligado a hacer esfuerzos, no me hubiera sido fácil disimular mi desengaño. Yo soy así.

      -Primo, casi acabas de llegar -dijo lacónicamente Rosarito, esforzándose en reír.

      -Acabo de llegar y ya sé todo lo que tenía que saber; sé que te quiero, que eres la mujer que desde hace tiempo me está anunciando el corazón, diciéndome noche y día... «ya viene, ya está cerca; que te quemas».

      Esta frase sirvió de pretexto a Rosario para soltar la risa que en sus labios retozaba. Su espíritu se desvanecía alborozado en una atmósfera de júbilo.

      -Tú te empeñas en que no vales nada -continuó Pepe- y eres una maravilla. Tienes la cualidad admirable de estar a todas horas proyectando sobre cuanto te rodea la divina luz de tu alma. Desde que se te ve, desde que se te mira, los nobles sentimientos y la pureza de tu corazón se manifiestan. Viéndote se ve una vida celeste que por descuido de Dios está en la tierra; eres un ángel y yo te adoro como un tonto.

      Al decir esto parecía haber desempeñado una grave misión. Rosarito viose de súbito dominada por tan viva sensibilidad, que la escasa energía de su cuerpo no pudo corresponder a la excitación de su espíritu, y desfalleciendo, dejose caer sobre una piedra que hacía


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