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La palabra muda. Jacques RanciereЧитать онлайн книгу.

La palabra muda - Jacques  Ranciere


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sentimientos, había traducido en prosa el primer acto de Mitrídates. No obstante, uno de los ejercicios que frecuentemente se proponía a los alumnos para formar su estilo era y lo sería durante mucho tiempo, incluso hasta el siglo XIX , trasponer en prosa fábulas escritas en verso. Es ante todo la consistencia de una idea ficcionalizada lo que hace el poema.

      El principio de ficción presenta un segundo aspecto. Presupone un espacio-tiempo específico en el que la ficción se propone y se aprecia como tal. Esto parece evidente. Aristóteles no necesita escribirlo y es una obviedad en la época de las Bellas Letras. Un héroe de ficción ya ha mostrado sin embargo la fragilidad de esta repartición: Don Quijote, al quebrar las marionetas de Maese Pedro, al negarse a reconocer un espacio-tiempo específico en el que se aparenta creer en las historias en las cuales ya no se cree. Ahora bien, Don Quijote no es solamente el héroe de la caballería difunta y de la imaginación trastornada. También es el héroe de la forma novelesca, el de un modo de la ficción que pone en riesgo su estatuto. Es verdad que esas confrontaciones entre héroes de novela y exhibidores de marionetas pertenecen a un mundo que ignora el orden de las Bellas Letras. Pero no por casualidad la literatura nueva hará de Don Quijote su héroe.

      El segundo principio es el de genericidad. No es suficiente que la ficción se anuncie como tal. También tiene que ser conforme a un género. Ahora bien, lo que define a un género no es un conjunto de reglas formales, es la naturaleza de lo que se representa, de lo que constituye el objeto de la ficción. Fue Aristóteles una vez más quien planteó este principio en los primeros libros de la Poética: el género de un poema –epopeya o sátira, tragedia o comedia– está ligado en primer lugar a la naturaleza de lo que representa. Ahora bien, existen esencialmente dos tipos de gente y acciones que se imitan: los grandes y los pequeños; dos clases de gente que imitan: los espíritus nobles y los comunes; dos maneras de imitar: una que ensalza el objeto imitado, otra que lo rebaja. Los imitadores de espíritu noble eligen representar acciones admirables, personajes grandes, héroes y dioses, y eligen representarlos con el más alto grado de perfección formal que se les pueda acordar; se convierten en poetas épicos o trágicos. Los imitadores de menor virtud eligen tratar las pequeñas historias de gente de poca importancia o reprobar los vicios de los seres mediocres; se convierten en poetas cómicos o satíricos.

      Una ficción pertenece a un género. Un género se define por el tema representado. El tema ocupa un lugar en una escala de valores que define la jerarquía de los géneros. El tema representado relaciona al género con una de las modalidades fundamentales del discurso: el elogio o la reprobación. No hay sistema genérico sin jerarquía de los géneros. Determinado por el tema representado, el género define modos específicos de su representación. El principio de genericidad implica entonces un tercer principio, que llamaremos principio de decoro. El que ha elegido representar dioses en vez de burgueses, reyes en vez de pastores, y ha elegido un género de ficción adecuado, tiene que prestar a sus personajes acciones y discursos apropiados a su naturaleza, y por consiguiente al género de su poema. El principio de decoro se adecua así exactamente al principio de sumisión de la elocutio a la ficción inventada. “Lo que marca el tono del discurso es el estado y la situación del que habla”16. Sobre este punto, más que sobre las célebres “tres unidades” o la por demás famosa catarsis, construyó su poética y basó sus criterios la época clásica en Francia. El problema no es el de la obediencia a las reglas, sino el del discernimiento de los modos de decoro. La finalidad de la ficción es gustar. En esto coincide Voltaire con Corneille, que a su vez coincidía con Aristóteles. Pero precisamente porque tiene que gustarles a los hombres de bien la ficción tiene que respetar aquel principio que la acredita y la vuelve susceptible de gustar, es decir el principio de decoro. Los Comentarios sobre Corneille de Voltaire son una minuciosa aplicación de este principio a todos los personajes y situaciones, a todas sus acciones y a todos sus discursos. El mal nunca es algo distinto de la falta de decoro. Así el tema mismo de Teodoro es vicioso, porque no hay “nada trágico en esta intriga; es un joven que no acepta la mujer que se le ofrece, y que quiere a otra que no lo quiere; verdadero tema de comedia, e incluso tema trivial”. Los generales y las princesas de Surena “hablan de amor como los burgueses de París”. En Pulqueria, los versos en que Martian confiesa su amor son propios de “un viejo pastor más que de un viejo capitán”. En cuanto a Pulqueria, se expresa “como una graciosa de comedia” o bien simplemente como un hombre de letras. “¿Qué princesa empezaría alguna vez diciendo que el amor languidece en los favores y muere en los placeres?”. Y, por otra parte, “no le sienta bien a una princesa decir que está enamorada”17. Una princesa no es, en efecto, una pastora. No nos equivoquemos sobre esta falta de decoro. Voltaire conoce lo suficiente su realidad como para saber que una princesa, enamorada o no, habla en lo esencial como una burguesa, cuando no como una pastora. Quiere decirnos que una princesa de tragedia no debe declarar de ese modo su amor, que no debe hablar como una pastora de égloga, a menos que se quiera transformar en comedia una tragedia. Y Batteux, cuando recomienda hacer hablar a los dioses “como hablan realmente”, es bastante consciente, a pesar de todo, de que nuestra experiencia práctica en la materia es más bien limitada. El problema es hacerlos hablar “como deben hablar cuando se les supone el más alto grado de perfección que les corresponde”18. No se trata de color local o de reproducción fiel, sino de verosimilitud ficcional. Y en ella se superponen cuatro criterios de decoro: primero, la conformidad a la naturaleza de las pasiones humanas en general; luego la conformidad a los caracteres y a las costumbres de determinado pueblo o determinado personaje, tales como nos los hacen conocer los buenos autores; luego el acuerdo con la decencia y el gusto que convienen a nuestras costumbres; por último, la conformidad de las acciones y de las palabras con la lógica misma de las acciones y de los caracteres propios a un género. La perfección del sistema representativo no es la de las reglas de los gramáticos. Es la del genio que reúne en uno solo estos cuatro criterios de decoro –natural, histórico, moral y convencional–, que los ordena en función de aquel que debe dominar en un caso preciso. Por eso, por ejemplo, Racine tiene razón, contra los doctos, al mostrarnos en Británico a un emperador, Nerón, que se esconde para sorprender una conversación de enamorados. No conviene a un emperador, ni, por consiguiente, a la tragedia, dicen estos. Estamos ante situaciones y personajes de comedia. Pero es que no han leído a Tácito, y no sienten en consecuencia que este tipo de situación es una pintura fiel de la corte de Nerón, tal como la conocemos a través suyo.

      Esto, en efecto, tiene que ser sentido. Y es el placer que se siente lo que comprueba el decoro. Por eso La Harpe puede disculpar a Jimena de la acusación de conducirse como una “hija desnaturalizada” cuando escucha al asesino de su padre hablarle de amor. Porque la naturaleza y lo antinatural se verifican en el teatro, aunque más no sea a contrario: “Pido una vez más perdón a la Academia; pero me ha sido bien demostrado que una hija desnaturalizada no sería tolerable en el teatro, muy lejos de producir el efecto que produce Jimena. Esas son faltas que no se perdonan nunca, porque se juzgan con el corazón, y porque no es posible que los hombres reunidos reciban una impresión opuesta a la naturaleza”19. Sin duda el acento rousseauniano de la fórmula permite fechar el argumento en el período de entusiasmo revolucionario del autor. No hace más que actualizar, para uso del pueblo revolucionario, un principio de verificación que Voltaire, maestro de La Harpe, reservaba a los entendidos. El principio de decoro define una relación del autor con su tema cuyo resultado solo el espectador –cierto tipo de espectador– es capaz de evaluar. El decoro se siente. Los “literatos” de la academia o de los periódicos no lo sienten. Corneille o Racine, sí. No por su conocimiento de las reglas del arte, sino por el parentesco que tienen con sus personajes, o más exactamente con lo que estos deben ser. ¿En qué consiste ese parentesco? En que son como ellos, contrariamente a los literatos, hombres de gloria, hombres de la palabra bella y de la palabra activa. Esto supone también que sus espectadores naturales no son hombres que miran, sino hombres que actúan y actúan a través de la palabra. Los primeros espectadores de Corneille, nos dice Voltaire, fueron Condé o Retz, Molé o Lamoignon; eran generales, predicadores, magistrados que venían a instruirse para hablar dignamente y no ese público de espectadores actuales, simplemente compuesto de “cierta cantidad de hombres y mujeres jóvenes”20.

      El principio de decoro descansa así en una armonía entre tres


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