Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
A la capital danesa arribó de nuevo con unos días de retraso, ya que habían tomado el camino de Londres, donde logró, al fin, atraparlos. Para lo que sigue será mejor confiar en el relato del propio cazador, tal como se halla puntualmente registrado en el «Diario del Doctor Watson», al que debemos ya inestimables servicios.
6. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina
La furiosa resistencia del prisionero no encerraba al parecer encono alguno hacia nosotros, ya que al verse por fin reducido, sonrió de manera afable, a la par que expresaba la esperanza de no haber lastimado a nadie en la refriega.
—Supongo que van a llevarme ustedes a la comisaría —dijo a Sherlock Holmes—. Tengo el coche a la puerta. Si me desatan las piernas iré caminando. Peso ahora considerablemente más que antes.
Gregson y Lestrade intercambiaron una mirada, como si se les antojara la propuesta un tanto extemporánea; pero Holmes, cogiendo sin más la palabra al prisionero, aflojó la toalla que habíamos enlazado a sus tobillos. Se puso aquél en pie y estiró las piernas, casi dudoso, por las trazas, de que las tuviera otra vez libres. Recuerdo que pensé, según estaba ahí delante de mí, haber visto en muy pocas ocasiones hombre tan fuertemente constituido. Su rostro moreno, tostado por el sol, traslucía una determinación y energía no menos formidables que su aspecto físico.
—Si está libre la plaza de comisario, considero que es usted la persona indicada para ocuparla —dijo, mirando a mi compañero de alojamiento con una no disimulada admiración—. El modo como ha seguido usted mi pista raya en lo asombroso.
—Será mejor que me acompañen —dijo Holmes a los dos detectives.
—Yo puedo llevarlos en mi coche —repuso Lestrade.
—Bien. Que Gregson suba con nosotros a la cabina. Y usted también, doctor. Se ha tomado con interés el caso y puede sumarse a la comitiva.
Acepté de buen grado, y todos juntos bajamos a la calle. El prisionero no hizo por emprender la fuga, sino que, tranquilamente, entró en el coche que había sido suyo, seguido por el resto de nosotros. Lestrade se aupó al pescante, arreó al caballo, y en muy breve tiempo nos condujo a puerto. Se nos dio entrada a una habitación pequeña, donde un inspector de policía anotó el nombre de nuestro prisionero, junto con el de los dos individuos a quienes la justicia le acusaba de haber asesinado. El oficial, un tipo pálido e inexpresivo, procedió a estos trámites como si fueran de pura rutina.
—El prisionero comparecerá a juicio en el plazo de una semana —dijo—. Entre tanto, ¿tiene algo que declarar, señor Hope? Le prevengo que cuanto diga puede ser utilizado en su contra.
—Mucho es lo que tengo que decir —repuso, lentamente, nuestro hombre—. No quiero guardarme un solo detalle.
—¿No sería mejor que atendiera a la celebración del juicio? —preguntó el inspector.
—Es posible que no llegue ese momento —contestó—. Mas no se alteren. No me ronda la cabeza la idea del suicidio. ¿Es usted médico?
Volvió hacia mí sus valientes ojos negros en el instante mismo de formular la última pregunta.
—Sí —repliqué.
—Ponga entonces las manos aquí —dijo con una sonrisa, al tiempo que con las muñecas esposadas se señalaba el pecho.
Le obedecí, percibiendo acto seguido una extraordinaria palpitación y como un tumulto en su interior. Las paredes del pecho parecían estremecerse y temblar como un frágil edificio en cuyos adentros se ocultara una maquinaria poderosa. En el silencio de la habitación acerté a oír también un zumbido o bordoneo sordo, procedente de la misma fuente.
—¡Diablos! —exclamé—. ¡Tiene usted un aneurisma aórtico!
—Así le dicen, según parece —repuso plácidamente—. La semana pasada acudí al médico y me aseguró que estallaría antes de no muchos días. Ha ido empeorando de año en año desde las muchas noches al sereno y el demasiado ayuno en las montañas de Salt Lake. Cumplida mi tarea, me importa poco la muerte, mas no quisiera irme al otro mundo sin dejar en claro algunos puntos. Preferiría no ser recordado como un vulgar carnicero.
El inspector y los dos detectives intercambiaron presurosos unas cuantas palabras sobre la conveniencia de autorizar semejante relato.
—¿Considera, doctor, que el peligro de muerte es inmediato? —inquirió el primero.
—No hay duda —repuse.
—En tal caso, y en interés de la justicia, constituye evidentemente nuestro deber tomar declaración al prisionero —dijo el inspector.
—Es libre, señor, de dar inicio a su confesión, que, no lo olvide, quedará aquí consignada.
—Entonces, con su permiso, voy a tomar asiento —replicó aquél, conformando el acto a las palabras—. Este aneurisma que llevo dentro me ocasiona fácilmente fatiga, y la tremolina de hace un rato no ha contribuido a enmendar las cosas. Hallándome al borde de la muerte, comprenderán ustedes que no tengo mayor interés en ocultarles la verdad. Las palabras que pronuncie serán estrictamente ciertas. El uso que hagan después de ellas es asunto que me trae sin cuidado.
Tras este preámbulo, Jefferson Hope se recostó en la silla y dio principio al curioso relato que a continuación les transcribo. Su comunicación fue metódica y tranquila, como si correspondiera a hechos casi vulgares. Puedo responder de la exactitud de cuanto sigue, ya que he tenido acceso al libro de Lestrade, en el que fueron anotadas puntualmente, y según iba hablando, las palabras del prisionero.
—No les incumbe saber por qué odiaba yo a estos hombres —dijo—. Importa tan sólo que eran responsables de la muerte de dos seres humanos (un padre y una hija), y que, por tanto, habían perdido el derecho a sus propias vidas. Tras el mucho tiempo transcurrido desde la comisión del crimen, me resultaba imposible dar prueba fehaciente de su culpabilidad ante un tribunal. En torno a ella, sin embargo, no alimentaba la menor duda, de modo que determiné convertirme a la vez en juez, jurado y ejecutor. No hubiesen ustedes obrado de otro modo a ser verdaderamente hombres y encontrarse en mi lugar.
La chica de la que he hecho mención era, hace veinte años, mi prometida. La casaron por la fuerza con ese Drebber, lo que vino a ser lo mismo que llevarla al patíbulo. Yo tomé de su dedo exangüe el anillo de boda, prometiéndome solemnemente que el culpable no habría de morir sin tenerlo ante los ojos, en recordación del crimen en cuyo nombre se le castigaba. Esa prenda ha estado en mi bolsillo durante los años en que perseguí por dos continentes, y al fin di caza, a mi enemigo y a su cómplice. Ellos confiaban en que la fatiga me hiciese cejar en el intento, mas confiaron en vano. Si, como es probable, muero mañana, lo haré sabiendo que mi tarea en el mundo está cumplida y bien cumplida. Muertos son y por mi mano. Nada ansío ni espero ya.
Al contrario que yo, eran ellos ricos, así que no resultaba fácil seguir su pista. Cuando llegué a Londres apenas si me quedaba un penique, y no tuve más remedio que buscar trabajo. Monto y gobierno caballos como quien anda: pronto me vi en el empleo de cochero. Cuanto excediera de cierta suma que cada semana había de llevar al patrón, era para mi bolsillo. Ascendía, por lo común, a poco, aunque pude ir tirando. Me fue en especial difícil orientarme en la ciudad, a lo que pienso el laberinto más endiablado que hasta la fecha haya tramado el hombre. Gracias, sin embargo, a un mapa que llevaba conmigo, acerté, una vez localizados los hoteles y estaciones principales, a componérmelas no del todo mal.
Pasó cierto tiempo antes de que averiguase el domicilio de los dos caballeros de mis entretelas; mas no descansé hasta dar con ellos. Se alojaban en una pensión de Camberwell, al otro lado del río. Supe entonces que los tenía a mi merced. Me había dejado crecer la barba, lo que me tornaba irreconocible. Proyectaba seguir sus pasos en espera del momento propicio. No estaba dispuesto a dejarlos escapar de nuevo.
Poco faltó, sin embargo, para que lo hicieran. Se encontraran donde se encontrasen, andaba yo pisándoles los talones. A veces les seguía