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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.

Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle


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tiempo —contestó el hombre—, porque no tendremos más remedio que marchar a Norwood para ver a mi hermano Bartholomew. Tendremos que ir e intentar imponernos a Bartholomew. Está muy enojado conmigo por haber adoptado el camino que me ha parecido correcto. La noche pasada cambiamos palabras muy fuertes. No pueden ustedes imaginarse qué hombre más terrible es cuando se enfada.

      —Si hemos de ir a Norwood, quizá sería mejor que nos pusiésemos en camino de inmediato —me aventuré a apuntar.

      Aquel hombre se echó a reír hasta que sus orejas se enrojecieron por completo, y exclamó:

      —Poco adelantaríamos con ello. No sé qué diría él si yo les llevara de manera tan brusca. No, es preciso que antes los prepare haciéndoles ver nuestras respectivas posiciones. En primer lugar, debo decirles que en este asunto hay varios puntos que yo mismo ignoro. Sólo puedo exponer ante ustedes los hechos hasta donde los conozco. Ya habrán adivinado que mi padre fue el mayor John Sholto, que perteneció al ejército de la India. Se retiró hace unos once años y se instaló en Pondicherry Lodge, en Upper Norwood. En la India había prosperado, y se trajo con él una cantidad importante de dinero, una abundante colección de curiosidades y un servicio completo de criados nativos. Con todos estos recursos se compró una casa, y vivió con gran lujo. Mi hermano gemelo Bartholomew y yo éramos los únicos niños. Recuerdo perfectamente la sensación que produjo la desaparición del capitán Morstan. Leímos la información detallada en los periódicos y, sabedores de que había sido amigo de nuestro padre, hablamos con toda libertad del caso en su presencia. Nuestro padre se unía a nosotros en las hipótesis sobre lo que podía haberle ocurrido. Ni por un instante sospechamos que tuviese él, como lo tenía, oculto aquel secreto en su propio corazón, y que era el único que sabía lo ocurrido a Arthur Morstan. Sin embargo, sí que sabíamos que se cernía sobre nuestro padre algún misterio, algún peligro concreto. Tenía mucho miedo de salir de casa solo, y había contratado a dos mercenarios en calidad de porteros de Pondicherry Lodge. Uno de ellos era Williams, o sea, quien los trajo a ustedes en coche esta noche. Fue, en otros tiempos, campeón de peso ligero de Inglaterra. Nuestro padre no nos contó nunca qué era lo que temía, pero experimentaba una repulsión extraordinaria hacia cualquier hombre con una pata de palo. En cierta ocasión llegó incluso a disparar su revólver contra un hombre que la tenía, y que resultó ser un inofensivo comerciante que visitaba las casas en busca de pedidos. Tuvimos que pagar una fuerte cantidad para echar tierra al asunto. Mi hermano y yo creíamos que se trataba de una simple manía de mi padre, pero los acontecimientos posteriores nos hicieron cambiar de opinión. A principios de 1882, mi padre recibió una carta de la India que le produjo una gran emoción. Al abrirla estuvo a punto de desmayarse en la mesa del desayuno, y desde aquel día enfermó y acabó muriendo. Jamás logramos descubrir qué era lo que decía la carta; pero sí pude ver yo, mientras mi padre la tenía en su mano, que era breve y estaba escrita con una letra muy confusa. Nuestro padre padecía desde hacía años de una dilatación del bazo; pero desde ese momento empeoró rápidamente, y hacia fines de abril fuimos informados de que estaba desahuciado y de que deseaba hacernos una comunicación postrera.

      Cuando entramos en su habitación se había incorporado en la cama, apoyado en almohadas, y respiraba con gran dificultad. Nos pidió que cerrásemos la puerta y que nos colocásemos a uno y otro lado de la cama. Entonces, cogiéndonos de la mano, y con voz entrecortada, tanto por la emoción como por el dolor, nos hizo una extraordinaria declaración. Intentaré repetírsela a ustedes con sus mismas palabras.

      —En este instante supremo sólo hay una cosa que me abruma el alma —dijo—. Esa cosa es la manera como me he portado con la pobre huérfana de Morstan. La condenada avaricia, que en el transcurso de toda mi vida ha constituido mi constante pecado, me ha hecho retener un tesoro del que la mitad por lo menos le pertenece a ella. Y con todo no he hecho uso alguno del mismo, porque la avaricia es algo ciego y estúpido. La simple sensación de poseerlo me era tan inapreciable, que no podía soportar la idea de compartir el tesoro con otra persona. ¿Veis ese rosario con cuentas de perlas que hay junto al frasco de quinina? Pues ni siquiera de él fui capaz de desprenderme, a pesar de haberlo sacado con el propósito de enviárselo. Vosotros, hijos míos, entregaréis a esa joven una parte equitativa del tesoro de Agra. Pero no le enviéis nada, ni siquiera el collar, hasta después que yo haya muerto. Después de todo, hombres hubo tan enfermos como yo estoy ahora que sanaron.

      —Voy a deciros cómo murió Morstan —prosiguió nuestro padre—. Hacía años que sufría del corazón, pero lo ocultaba a todo el mundo. Yo era el único que lo sabía. Estando en la India, y debido a una extraordinaria cadena de circunstancias, entramos en posesión de un considerable tesoro. Yo lo traje a Inglaterra, y en cuanto Morstan llegó, vino rápidamente a reclamar su parte. Llegó directamente desde la estación, y le abrió la puerta mi fiel y viejo Lal Chowdar, ya fallecido. Morstan y yo tuvimos una diferencia de apreciación en cuanto a dividir el tesoro, y llegamos a frases airadas. Morstan, en el paroxismo de la ira, había saltado de su silla, y de pronto se oprimió el costado con la mano, su rostro adquirió una tonalidad oscura y cayó de espaldas, produciéndose un corte en la cabeza al golpearse contra un ángulo del cofre que contenía el tesoro. Al inclinarme sobre él, vi con espanto que estaba muerto.

      Durante mucho rato permanecí sentado y medio enloquecido, preguntándome qué era lo que debía hacer. Como es natural, mi primer impulso fue solicitar ayuda; pero no podía menos de darme cuenta de que había muchas probabilidades de que se me acusara de haberlo asesinado. Su muerte durante una disputa y la herida que tenía en la cabeza constituirían un negro indicio en mi contra. Además, la investigación oficial no podía menos de sacar a relucir ciertos hechos relacionados con el tesoro, hechos que yo tenía extraordinario interés en que permaneciesen ocultos. Morstan me había asegurado que nadie absolutamente estaba al tanto de que había venido a mi casa, y no parecía necesario que nadie lo supiese jamás. Aún seguía yo meditando sobre ello cuando, al levantar los ojos, vi en el umbral de la puerta a mi criado Lal Chowdar. Entró calladamente y cerró con pestillo la puerta.

      —Nada tema, sahib —dijo—; no es preciso que sepa nadie que usted lo ha matado. Ocultémoslo: ¿quién va a saberlo?

      —No lo maté —le dije. Lal Chowdar movió su cabeza y se sonrió, diciendo:

      —Sahib, lo he escuchado todo. Oí la pelea y también oí el golpe. Pero mi boca está sellada. Todos duermen en la casa. Ocultémosle entre los dos.

      Aquello fue bastante para decidirme. Si mi propio criado era incapaz de creer en mi inocencia, ¿qué esperanza podía yo tener de hacer buena mi afirmación ante los doce estúpidos miembros de un jurado?

      Lal Chowdar y yo nos libramos del cadáver aquella misma noche, y a los pocos días los periódicos de Londres aparecían llenos de noticias acerca de la misteriosa desaparición del capitán Morstan. Por esto que os digo podréis ver que apenas si puede censurárseme en este asunto. Mi falta está en que no sólo ocultamos el cadáver, sino también el tesoro, y en que me quedara la parte que le correspondía a Morstan al mismo tiempo que la mía propia. Deseo, pues, que vosotros se la restituyáis. Acercad vuestros oídos a mi boca. El tesoro está escondido en...

      En ese instante le sobrevino un horrible cambio de expresión: sus ojos se dilataron extraordinariamente, le colgó la mandíbula inferior y gritó con una voz que jamás olvidaré:

      —¡Echadle de ahí! ¡Por amor de Cristo, no le dejéis entrar!

      Mi hermano y yo nos volvimos hacia la ventana que teníamos a nuestras espaldas y en la que nuestro padre tenía clavados los ojos. Destacándose de la oscuridad, un rostro nos observaba. Pudimos ver el blanco de su nariz en el punto en que la oprimía contra el cristal. Era una cara barbuda e hirsuta, de ojos crueles y salvajes, y de expresión de concentrada malevolencia. Mi hermano y yo corrimos hacia la ventana; pero el hombre había desaparecido. Cuando volvimos junto a nuestro padre, éste había dejado caer la cabeza sobre el pecho, y su pulso ya no latía.

      Durante la noche registramos por el jardín, sin descubrir rastro alguno del intruso, salvo que debajo de la ventana y en un macizo de flores se observaba la huella de un solo pie. De no haber sido por ésta, quizá hubiésemos pensado que eran nuestras imaginaciones las que habían hecho aparecer


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