Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
rubor desapareció en un instante y tuve ante mí una palidez mortal. La sequedad que se apoderó de su boca le impidió pronunciar el «No» que yo vi más que oí.
—Sin duda la traiciona la memoria —le respondí—. Podría incluso citar un pasaje de su carta. Decía así: «Por favor, por favor, como es usted un caballero, queme esta carta y esté junto al portillo a las diez en punto».
Pensé que se había desmayado, pero se recuperó gracias a un esfuerzo supremo.
—¿Es que ya no quedan caballeros? —jadeó.
—Es usted injusta con Sir Charles, que sí quemó la carta. Pero a veces una carta puede ser legible incluso después de arder. ¿Reconoce que la escribió?
—Sí, lo hice —exclamó, volcando el alma en un torrente de palabras—. La escribí. ¿Por qué tendría que negarlo? No hay motivo para avergonzarme de ello. Quería que me ayudara. Estaba convencida de que si me entrevistaba con él conseguiría que me ayudara, de manera que le pedí una cita.
—Pero, ¿por qué a esa hora?
—Porque acababa de enterarme de que salía para Londres al día siguiente y quizá tardara meses en regresar. Había motivos que me impedían llegar antes a la mansión.
—Pero, ¿por qué una cita en el jardín en lugar de una visita a la casa?
—¿Cree usted que una dama puede entrar sola a esa hora en el hogar de un soltero?
—Bien; ¿qué sucedió cuando llegó usted allí?
—No fui.
—¡Señora Lyons!
—No, se lo juro por lo más sagrado. No fui. Sucedió algo que me impidió acudir.
—¿Qué fue lo que sucedió?
—Es un asunto privado. No se lo puedo contar.
—Entonces, ¿reconoce que concertó una cita con Sir Charles a la hora y en el lugar donde encontró la muerte, pero niega que acudiera a ella?
—Así es.
Seguí interrogándola para comprobar si había dicho la verdad, pero no logré sacar nada más en limpio.
—Señora Lyons —dije mientras me ponía en pie, después de terminar aquella larga entrevista tan poco satisfactoria—, incurre usted en una gran responsabilidad y se coloca en una posición muy falsa al no confesar todo lo que sabe. Si tengo que solicitar el auxilio de la policía, descubrirá lo gravemente que está usted comprometida. Si es usted inocente, ¿por qué empezó negando que hubiera escrito a Sir Charles en esa fecha?
—Porque temía que se sacaran conclusiones erróneas y me viera envuelta en un escándalo.
—Y, ¿por qué tenía usted tanto interés en que Sir Charles destruyera la carta?
—Si la ha leído sabrá el porqué.
—Yo no he dicho que hubiera leído la carta.
—Ha citado usted un fragmento.
—He citado la postdata. Como ya he dicho, la carta ardió y no era legible en su totalidad. Le pregunto una vez más por qué insistió tanto en que Sir Charles destruyera esa carta.
—Se trata de un asunto muy privado.
—Una razón más para que evite usted una investigación pública.
—Se lo contaré, en ese caso. Si ha oído algo acerca de mi desgraciada historia, sabrá que hice un matrimonio imprudente y que he tenido motivos para lamentarlo.
—Estoy enterado de eso.
—Mi vida ha sido una persecución incesante por parte de un marido al que aborrezco. La justicia está de su parte, y todos los días me enfrento con la posibilidad de que me fuerce a vivir con él. En el momento en que escribí la carta a Sir Charles se me informó de que existía una posibilidad de recobrar mi libertad si se podían atender ciertos gastos. Eso lo significaba todo para mí: tranquilidad, dicha, propia estimación..., absolutamente todo. Sabía de la generosidad de Sir Charles y pensé que si escuchaba la historia de mis propios labios me ayudaría.
—En ese caso, ¿cómo es que no acudió a la cita?
—Porque mientras tanto recibí ayuda de otra fuente.
—¿Por qué, entonces, no escribió a Sir Charles explicándoselo?
—Lo habría hecho así si no hubiera leído la noticia de su muerte en el periódico a la mañana siguiente.
Su historia tenía coherencia y no conseguí que se contradijera a pesar de mis preguntas. Sólo podía comprobarla averiguando si, de hecho, en el momento de la tragedia o poco antes, había iniciado los trámites para conseguir el divorcio.
No era probable que mintiera al decir que no había estado en la mansión de los Baskerville, dado que se necesitaba un cabriolé para llegar hasta allí, y que tendría que haber regresado a Coombe Tracey de madrugada, lo que hacía imposible mantener el secreto sobre una expedición de tales características. Lo más probable era, por consiguiente, que dijera la verdad o, por lo menos, parte de la verdad. Me marché desconcertado y desanimado.
Una vez más me tropezaba con la misma barrera infranqueable que parecía interponerse en mi camino cada vez que trataba de alcanzar el objetivo de mi misión. Y, sin embargo, cuanto más pensaba en el rostro de la dama y en su actitud, más seguro estaba de que ocultaba algo. ¿Por qué había palidecido tanto? ¿Por qué se resistió a reconocer lo sucedido hasta que se vio forzada a hacerlo? ¿Por qué tendría que haberse mostrado tan reservada en el momento de la tragedia? Con toda seguridad la explicación no era tan inocente como pretendía hacerme creer. De momento no podía avanzar más en aquella dirección y debía regresar a los refugios del páramo en busca de la otra pista.
Pero se trataba de un rastro sumamente vago, como advertí en el viaje de regreso al comprobar que, una tras otra, todas las colinas conservaban huellas de sus antiguos pobladores. La única indicación de Barrymore había sido que el desconocido vivía en uno de aquellos refugios abandonados, pero existían cientos de ellos a todo lo largo y ancho del páramo. Contaba, sin embargo, con mi experiencia como guía, puesto que había visto al desconocido con mis propios ojos en la cima del Risco Negro. Aquel lugar, por lo tanto, debía ser el punto de partida de mi búsqueda. Allí iniciaría la exploración de todos los refugios hasta que diera con el que buscaba. Si aquel individuo estaba dentro, sabría de sus propios labios, a punta de revólver si era necesario, quién era y por qué nos había seguido durante tanto tiempo. Quizá podía darnos esquinazo entre el gentío de Regent Street, pero le iba a resultar imposible en la soledad del páramo. Por otra parte, si encontraba el refugio y su ocupante no estaba dentro, me quedaría allí, por larga que resultara la espera, hasta que regresase. Holmes lo había perdido en Londres. Sería para mí un verdadero triunfo lograr capturarlo después del fracaso de mi maestro.
La suerte se había vuelto una y otra vez contra nosotros en el curso de aquella investigación, pero ahora vino por fin en mi ayuda. Y el mensajero de mi buena suerte no fue otro que el señor Frankland que se hallaba de pie, con sus patillas grises y su tez rojiza, junto a la puerta del jardín de su casa, que daba a la carretera por la que yo viajaba.
—Buenos días, doctor Watson —exclamó con insólito buen humor—; permita que sus caballos disfruten de un descanso y entre en casa a beber un vaso de vino y felicitarme.
Mis sentimientos hacia Frankland distaban mucho de ser amistosos después de lo que había oído sobre su manera de tratar a la señora Lyons, pero estaba deseoso de enviar a Perkins y la tartana a casa, y aquélla era una buena oportunidad. Descendí del coche y envié un mensaje a Sir Henry comunicándole que regresaría a pie, a tiempo para la cena. Después seguí a Frankland hasta su comedor.
—Es un gran día para mí, uno de los días de mi vida escritos con letras doradas —exclamó, interrumpiéndose varias veces para reír entre dientes—. He conseguido un doble