Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan DoyleЧитать онлайн книгу.
¿Qué ha sido eso? ¿Qué es lo que significa?
Holmes se había puesto en pie de un salto y su silueta atlética se recortó en la puerta del refugio, los hombros inclinados, la cabeza adelantada, escudriñando la oscuridad.
—¡Silencio! —susurró—. ¡Silencio!
El grito nos había llegado con claridad debido a su vehemencia, pero procedía de un lugar lejano de la llanura en tinieblas. De nuevo estalló en nuestros oídos, más cercano, más intenso, más perentorio que antes.
—¿De dónde viene? —susurró Holmes; y supe, por el temblor de su voz, que también él, el hombre de hierro, se había estremecido hasta lo más hondo—. ¿De dónde viene, Watson?
—De allí, me parece —dije señalando hacia la oscuridad.
—¡No, de allí!
De nuevo el grito de angustia se extendió por el silencio de la noche, más intenso y más cercano que nunca. Y un nuevo ruido mezclado con él, un fragor hondo y contenido, musical y sin embargo amenazador, que se alzaba y descendía como el murmullo constante y profundo del mar.
—¡El sabueso! —exclamó Holmes—. ¡Vamos, Watson, vamos! ¡No quiera Dios que lleguemos tarde!
Mi amigo corría ya por el páramo a gran velocidad y yo le seguí inmediatamente. Pero ahora surgió, de algún lugar entre las anfractuosidades del terreno que se hallaba inmediatamente frente a nosotros, un último alarido de desesperación y luego un ruido sordo producido por algo pesado. Nos detuvimos y escuchamos. Ningún nuevo sonido quebró el denso silencio de la noche sin viento.
Vi que Holmes se llevaba la mano a la frente, como un hombre que ha perdido el dominio sobre sí mismo, y que golpeaba el suelo con el pie.
—Nos ha vencido, Watson. Hemos llegado demasiado tarde.
—No, no, ¡es imposible!
—Mi estupidez por no atacar antes. Y usted, Watson, ¡vea lo que sucede por dejar solo a Sir Henry! Pero, el cielo me es testigo, ¡si ha sucedido lo peor, lo vengaremos!
Corrimos a ciegas en la oscuridad, tropezando contra las rocas, abriéndonos camino entre matas de aulaga, jadeando colinas arriba y precipitándonos pendientes abajo, siempre en la dirección de donde nos habían llegado aquellos gritos espantosos. En todas las elevaciones Holmes miraba atentamente a su alrededor, pero las sombras se espesaban sobre el páramo y no había el menor movimiento en su monótona superficie.
—¿Ve usted algo?
—Nada.
—¡Escuche! ¿Qué es eso?
Un débil gemido había llegado hasta nuestros oídos. ¡Y luego una vez más a nuestra izquierda! Por aquel lado una hilera de rocas terminaba en un farallón cortado a pico. Abajo, sobre las piedras, divisamos un objeto oscuro, de forma irregular. Al acercarnos corriendo la silueta imprecisa adquirió contornos definidos. Era un hombre caído boca abajo, con la cabeza doblada bajo el cuerpo en un ángulo horrible, los hombros curvados y el cuerpo encogido como si se dispusiera a dar una vuelta de campana. La postura era tan grotesca que tardé unos momentos en comprender que había muerto al exhalar aquel último gemido. Porque ya no nos llegaba ni un susurro, ni el más pequeño movimiento, de la figura en sombra sobre la que nos inclinábamos. Holmes lo tocó y enseguida retiró la mano con una exclamación de horror. El resplandor de un fósforo permitió ver que se había manchado los dedos de sangre, así como el espantoso charco que crecía lentamente y que brotaba del cráneo aplastado de la víctima. Y algo más que nos llenó de desesperación y de desánimo: ¡se trataba del cuerpo de Sir Henry Baskerville!
Era imposible que ninguno de los dos olvidara aquel peculiar traje rojizo de tweed: el mismo que llevaba la mañana que se presentó en Baker Street. Lo vimos un momento con claridad y enseguida el fósforo parpadeó y se apagó, de la misma manera qué la esperanza había abandonado nuestras almas. Holmes gimió y su rostro adquirió un tenue resplandor blanco a pesar de la oscuridad.
—¡Fiera asesina! —exclamé, apretando los puños—. ¡Ah, Holmes, nunca me perdonaré haberlo abandonado a su destino!
—Yo soy más culpable que usted, Watson. Con el fin de dejar el caso bien rematado y completo, he permitido que mi cliente perdiera la vida. Es el peor golpe que he recibido en mi carrera. Pero, ¿cómo iba yo a saber, cómo podía saber, que fuese a arriesgar la vida a solas en el páramo, a pesar de todas mis advertencias?
—¡Pensar que hemos oído sus alaridos, y qué alaridos, Dios mío, sin ser capaces de salvarlo! ¿Dónde está ese horrendo sabueso que lo ha llevado a la muerte? Quizá se esconda detrás de aquellas rocas en este instante. Y Stapleton, ¿dónde está Stapleton? Tendrá que responder por este crimen.
—Lo hará. Me encargaré de ello. Tío y sobrino han sido asesinados: el primero muerto de miedo al ver a la bestia que él creía sobrenatural y el segundo empujado a la destrucción en su huida desesperada para escapar de ella. Pero ahora tenemos que demostrar la conexión entre el hombre y el animal. Si no fuera por el testimonio de nuestros oídos, ni siquiera podríamos jurar que existe el sabueso, dado que Sir Henry ha muerto a consecuencia de la caída. Pero pongo al cielo por testigo de que a pesar de toda su astucia, ¡ese individuo estará en mi poder antes de veinticuatro horas!
Nos quedamos inmóviles con el corazón lleno de amargura a ambos lados del cuerpo destrozado, abrumados por aquel repentino e irreparable desastre que había puesto tan lamentable fin a nuestros largos y fatigosos esfuerzos. Luego, mientras salía la luna, trepamos a las rocas desde cuya cima había caído nuestro pobre amigo y contemplamos el páramo en sombras, mitad plata y mitad oscuridad. Muy lejos, a kilómetros de distancia en la dirección de Grimpen, brillaba constante una luz amarilla. Únicamente podía venir de la casa solitaria de los Stapleton. Mientras la miraba agité el puño y dejé escapar una amarga maldición.
—¿Por qué no lo detenemos ahora mismo?
—Nuestro caso no está terminado. Ese individuo es extraordinariamente cauteloso y astuto. No cuenta lo que sabemos sino lo que podemos probar. Un solo movimiento en falso y quizá se nos escape aún ese bellaco.
—¿Qué podemos hacer?
—Mañana no nos faltarán ocupaciones. Esta noche sólo nos queda rendir un último tributo a nuestro pobre amigo. Juntos descendimos de nuevo la escarpada pendiente y nos acercamos al cadáver, que se recortaba como una mancha negra sobre las piedras plateadas. La angustia que revelaban aquellos miembros dislocados me provocó un espasmo de dolor y las lágrimas me enturbiaron los ojos.
—¡Hemos de pedir ayuda, Holmes! No es posible llevarlo desde aquí hasta la mansión. ¡Cielo santo! ¿Se ha vuelto loco?
Mi amigo había lanzado una exclamación al tiempo que se inclinaba sobre el cuerpo. Y ahora bailaba y reía y me estrechaba la mano. ¿Era aquél el Sherlock Holmes severo y reservado que yo conocía? ¡Cuánto fuego escondido!
—¡Una barba! ¡Una barba! ¡El muerto tiene barba!
—¿Barba?
—No es el baronet..., es..., ¡mi vecino, el preso fugado! Con febril precipitación dimos la vuelta al cadáver, y la barba goteante apuntaba a la luna, clara y fría. No había la menor duda sobre los abultados arcos supraorbitales y los hundidos ojos de aspecto bestial. Se trataba del mismo rostro que me había mirado con cólera a la luz de la vela por encima de la roca: el rostro de Selden, el criminal.
Luego, en un instante, lo entendí todo. Recordé que el baronet había regalado a Barrymore sus viejas prendas de vestir. El mayordomo se las había traspasado a Selden para facilitarle la huida. Botas, camisa, gorra: todo era de Sir Henry. La tragedia seguía siendo espantosa, pero, al menos de acuerdo con las leyes de su país, aquel hombre había merecido la muerte. Con el corazón rebosante de agradecimiento y de alegría expliqué a Holmes lo que había sucedido.
—De modo que ese pobre desgraciado ha muerto por llevar la ropa del baronet —dijo mi amigo—. Al sabueso se le ha entrenado