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Matar. Dave GrossmanЧитать онлайн книгу.

Matar - Dave Grossman


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el sonido, de que el que hace el postureo es un adversario peligroso y aterrador.

      Cuando el actor del postureo no consigue disuadir a un oponente de su misma especie, las opciones entonces son luchar, huir o someterse. Cuando se opta por la opción de luchar, casi nunca es a muerte. Konrad Lorenz señaló que las pirañas y las serpientes de cascabel morderán a cualquier cosa pero, entre animales de la misma especie, las pirañas luchan con golpes con sus colas y las serpientes de cascabel forcejean. Por lo general, en algún momento de estas luchas tan acotadas y no letales, uno de estos oponentes intraespecies se sentirá intimidado por la fiereza y el arrojo de su oponente y, entonces, sus únicas opciones serán la sumisión o la huida. La sumisión resulta ser una respuesta sorprendentemente común, que adopta la forma de mostrarse servil y mostrar alguna parte vulnerable de la anatomía al vencedor, con el conocimiento instintivo de que el oponente no matará o infligirá más daño a uno de su especie toda vez que este se ha rendido. La postura, la lucha de mentirijillas y el proceso de sumisión son vitales para la supervivencia de las especies. Previene muertes innecesarias y garantiza que un macho joven sobrevivirá a las primeras confrontaciones cuando sus oponentes son más grandes y están mejor preparados. Cuando comprueba que su oponente le gana en la postura, puede someterse y vivir para aparearse, transmitiendo sus genes años más tarde.

      Existe una clara distinción entre la violencia y la postura. El psicólogo social de Oxford Peter Marsh señala que lo vemos en las pandillas de Nueva York, en «los denominados guerreros y miembros de tribus primitivas», y resulta cierto en casi cualquier cultura del mundo. Todas comparten el mismo «patrón de agresión» y todas tienen patrones de postureo, lucha de mentirijillas y sumisión «bien diseñados y altamente ritualizados». Estos rituales coartan y centran la violencia en posturas y exhibiciones relativamente inofensivas. Lo que se crea es una «ilusión de violencia perfecta». Agresión, sí. Competitividad, sí. Pero solo «un nivel ínfimo» de violencia real.

      «Siempre hay», concluye Gwynne Dyer, «el psicópata esporádico que realmente quiere cortar a alguien en rodajas», pero a la mayoría de los contendientes lo que realmente les interesa es «el estatus, la exhibición, el provecho, y la contención de los daños». Al igual que sus contemporáneos en tiempos de paz, para los chicos que han participado en combates cuerpo a cuerpo a lo largo de la historia (y son chicos, o varones adolescentes, los que la mayoría de las sociedades envía tradicionalmente para que luchen en su nombre), matar al enemigo era la menor de sus intenciones. En la guerra, al igual que en las guerras de pandillas, el objetivo estriba en adoptar una postura amenazante.

      No se veía a los que gritaban, y una compañía podía hacerse pasar por un regimiento si gritaba lo suficientemente fuerte. Los hombres hablaron más tarde de varias unidades en ambos bandos que habían sido descolocadas de sus posiciones «a gritos».

      En estos casos de unidades descolocadas de sus posiciones a gritos, vemos la adopción de una postura amenazante en su forma más eficaz, con el resultado de que el oponente selecciona la opción de huida sin ni siquiera intentar la opción de lucha.

      Añadir las opciones de postura y sumisión al modelo estándar de agresión luchar-o-huir ayuda a entender muchos de los actos en el campo de batalla. Cuando un hombre está asustado, deja de pensar con su cerebro anterior (es decir, con la mente de un ser humano), y comienza a pensar con su cerebro medio (es decir, con la porción de su cerebro que básicamente resulta indistinguible de la de un animal); y, en la mente de un animal el que hace el ruido más alto o se hincha más es el que gana.

      Vemos el postureo en los cascos con penachos de los antiguos griegos y romanos, que permitía a los que los llevaban parecer más altos y, por tanto, más fieros a ojos de sus enemigos, mientras que la armadura pulida hasta hacerla brillar los hacía parecer más fornidos y radiantes. Estos penachos alcanzaron su punto álgido en la historia moderna durante la época napoleónica, cuando los soldados llevaban uniformes de colores vivos y unos morriones altos e incómodos llamados chacó, que no servían para ningún propósito salvo el de hacer que el que lo llevaba pareciera y se sintiera una criatura más alta y peligrosa.

      De igual manera, los hombres en la batalla exhiben los rugidos de dos bestias que adoptan posturas amenazantes. A lo largo de los siglos, los gritos de guerra de los soldados han hecho que la sangre de sus oponentes se congelara. Ya sea el grito de guerra de una falange griega, el «¡hurra!» de la infantería rusa, el gemido de las gaitas escocesas, o el grito rebelde en la Guerra de Secesión estadounidense, los soldados siempre han buscado instintivamente atemorizar al enemigo a través de medios no violentos antes del contacto físico, a la vez que se animaban los unos a los otros, se inculcaban su propia ferocidad y acallaban el grito desagradable del enemigo.

      Se puede encontrar un equivalente al mencionado episodio de la Guerra de Secesión en el siguiente relato de la participación de un batallón francés en la defensa de Jipyeong-ri durante la guerra de Corea:

      Los soldados chinos formaron a unos cien o doscientos metros enfrente de la pequeña colina que ocupaban los franceses, y entonces lanzaron el ataque, haciendo sonar silbatos y cornetas y corriendo con las bayonetas caladas. Cuando comenzó el ruido, los soldados franceses comenzaron a hacer sonar con una manivela una sirena de mano que tenían, y un escuadrón comenzó a correr hacia los chinos, gritando y lanzando granadas hacia delante y a los lados. Cuando las dos fuerzas se encontraban a unos veinte metros de distancia, de repente los chinos dieron media vuelta y corrieron en dirección opuesta. Todo se había acabada en un minuto.

      De nuevo vemos un episodio en el que la postura amenazante (que incluye sirenas, explosiones de granadas y la carga con bayonetas) por parte de una fuerza pequeña fue suficiente para conseguir que una fuerza enemiga numéricamente superior optara apresuradamente por la opción de huir.

      Con la llegada de la pólvora, el soldado dispone de uno de los mejores medios para ejercer una postura amenazante. «Una y otra vez», señala Paddy Griffith:

      Leemos sobre regimientos [durante la Guerra de Secesión] disparando ráfagas de forma descontrolada, una vez que habían comenzado, hasta agotar toda la munición o el entusiasmo. Disparar era una acción tan positiva, y otorgaba a los hombres tal desahogo físico de sus emociones, que fácilmente prevalecían los instintos por encima de la instrucción y las órdenes de los oficiales.

      El ruido superior de la pólvora, su habilidad superior para mostrar una postura amenazante, hizo que prevaleciera en el campo de batalla. El arco largo se hubiera seguido empleando en las guerras napoleónicas si el cálculo desapasionado de la efectividad de matar hubiera sido lo que importaba, pues la cadencia de disparos del arco largo y su precisión eran mucho mayores que los de un mosquete de ánima lisa. Pero un hombre asustado, que piensa con su cerebro medio y va haciendo «doin, doin, doin» con un arco, no tiene ninguna posibilidad contra un hombre igualmente asustado que va haciendo «¡pam, pam!» con un mosquete.

      Disparar un mosquete o un rifle colma claramente la profunda necesidad de ejercer una postura amenazante, e incluso cumple con el requisito de ser relativamente inofensivo si tenemos en cuenta la consistencia de casos históricos de disparos por encima de la cabeza del enemigo, y la llamativa inefectividad de este tipo de disparo.

      Ardant du Picq fue uno de los primeros en documentar la tendencia común entre los soldados a dispara al aire sin causar daño alguno simplemente por el hecho de disparar. Du Picq realizó una de las primeras investigaciones concienzudas sobre la naturaleza del combate con un cuestionario que se distribuyó a los oficiales franceses en la década de 1860. La respuesta de uno de los oficiales a du Picq afirmaba con franqueza que «más de un soldado dispara al aire cuando las distancia son grandes»; mientras que otro señalaba que «un cierto número de nuestros soldados disparaban prácticamente al aire, sin apuntar a nada, al parecer para aturdirse, para acabar ebrios de fuego de fusil durante esta crisis fascinante».

      Paddy


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