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Matar. Dave GrossmanЧитать онлайн книгу.

Matar - Dave Grossman


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y que luego todos ellos murieran antes de poder dispararlas? ¿O será que los doce mil descartaron esas armas y recogieron otras? En algunos casos puede ser que la pólvora estuviera mojada (a pesar de estar envuelta en papel engrasado), pero ¿es posible que se dieran tantos casos? ¿Y por qué seis mil soldados adicionales volvieron a cargar sus armas incluso una vez más y aun así no dispararon? En algunos casos debió de ser un error, en otros el resultado del mal estado de la pólvora, pero creo que la única explicación para la inmensa mayoría de estos episodios es el mismo factor que impidió que entre el 80 y el 85 por ciento de los soldados de la segunda guerra mundial no disparara al enemigo. El hecho de que estos soldados de la Guerra de Secesión vencieran el formidable condicionamiento para disparar a través del ejercicio demuestra claramente el impacto de poderosas fuerzas instintivas y actos supremos de una determinada inclinación moral.

      Si Marshall no hubiera preguntado a los soldados inmediatamente después de la batalla en la segunda guerra mundial, no hubiéramos sabido de la increíble ineficacia de nuestro fuego. De forma similar, dado que nadie preguntó a los soldados de la Guerra de Secesión, o de cualquier otra guerra anterior a la segunda guerra mundial, desconocemos la efectividad de su fuego. Lo que sí podemos hacer es extrapolar a partir de los datos de los que disponemos, y estos nos indican que al menos la mitad de los soldados de batallas de pólvora negra no disparaba su arma, y tan solo un ínfimo porcentaje de los que sí lo hacían apuntaba a matar al enemigo con su fuego.

      Ahora podemos empezar a comprender de forma cabal las razones que subyacen al descubrimiento por parte de Paddy Griffith de que la tasa media de aciertos de un regimiento en los intercambios de disparos de la época de la pólvora negra era de uno o dos hombres por minuto. Y vemos que estos números corroboran por completo las conclusiones de Marshall. Con el mosquete de ánima rayada de la época, la tasa media potencial de aciertos era por lo menos tan alta como la que conseguían los prusianos con mosquete de ánima lisa, alcanzando un 60 por ciento de aciertos a una distancia de sesenta y cinco metros. Pero la realidad era tan solo una ínfima fracción de este porcentaje.

      Los números de Griffith tienen todo el sentido si durante estas guerras, al igual que en la segunda guerra mundial, solo un pequeño porcentaje de los mosqueteros de un regimiento en la línea de fuego realmente intentaba disparar al enemigo mientras el resto se mantenía heroicamente en línea disparando por encima de sus cabezas o, simplemente, no disparaba.

      Cuando se les presentan estos datos, algunos replican que esta información se ciñe a una guerra civil en la que «el hermano luchaba contra el hermano». El doctor Jerome Frank cuestiona claramente a estas afirmaciones en su libro Sanity and Survival in the Nuclear Age, donde afirma que las guerras civiles suelen ser más sangrientas, prolongadas, y desaforadas que otras clases de conflictos. Y Peter Watson, en War on the Mind, destaca que el «comportamiento desviado por parte de miembros del propio grupo se percibe como más traumático y produce una represalia más enérgica que si proviene de otros con los que estamos menos involucrados». Solo tenemos que considerar la intensidad de la agresividad entre distintas facciones del cristianismo en Europa a lo largo de los siglos, o las guerras intestinas entre las principales sectas islámicas en Oriente Medio, o el conflicto entre comunistas leninistas, maoístas y trotskistas, o el horror de Ruanda y otras batallas tribales africanas, para confirmar este hecho.

      Mi controvertida tesis estriba en que la mayoría de las armas abandonadas en el campo de batalla de Gettysburg implican a soldados que no fueron capaces o no quisieron disparar en combate y luego fueron muertos, heridos o huyeron. Además de estos doce mil, una proporción similar de soldados marcharon por ese campo de batalla con sus armas cargadas varias veces.

      Estos soldados descubrieron que eran incapaces de matar a sus congéneres de forma secreta, sigilosa y en el momento decisivo, al igual que el entre 80 y 85 por ciento de soldados de la segunda guerra mundial que observó Marshall. Esta es la razón fundamental de la increíble inefectividad del fuego de mosquete durante esa época. Es precisamente lo que ocurrió en Gettysburg y, si uno mira con el suficiente detenimiento, descubrirá que también es lo que ocurrió en otras batallas con pólvora negra sobre las que no necesariamente disponemos de los mismos datos. Un caso en concreto es el de la batalla de Cold Harbor.

      «Ocho minutos en Cold Harbor»

      La batalla de Cold Harbor merece una particular atención, pues constituye el ejemplo que los observadores poco informados de la Guerra de Secesión aducirían para refutar la tasa de no disparos de entre el 80 y el 85 por ciento.

      A primera hora de la mañana del 3 de junio de 1864, cuarenta mil soldados de la Unión bajo el mando de Ulysses S. Grant atacaron al ejército confederado en Cold Harbor, en Virginia. Las fuerzas confederadas, bajo el mando de Robert E. Lee, aguardaban en un sistema cuidadosamente preparado de trincheras y emplazamientos de artillería distinto de cualquier cosa que el ejército del Potomac de Grant hubiera visto antes. Un corresponsal de prensa señaló que estas posiciones eran «líneas dentro de líneas enmarañadas y zigzagueantes … líneas levantadas para enfilar una línea enemiga, líneas dentro de las cuales había una batería [de artillería]». Al atardecer del 3 de junio, más de siete mil soldados atacantes de la Unión habían muerto, estaban heridos o habían sido capturados mientras el daño infligido a los bien atrincherados confederados había sido insignificante.

      Bruce Catton, en su soberbia y definitiva obra en varios volúmenes sobre la Guerra de Secesión, señala que «a primera vista, parecería difícil e innecesario exagerar los horrores de Cold Habor, pero por alguna razón —fundamentalmente, el deseo de describir a Grant como un matarife gris y desalmado— ninguna otra batalla de la guerra civil recibe una presentación tan distorsionada como esta».

      Catton se está refiriendo principalmente a los relatos exagerados sobre las bajas en la Unión (con afirmaciones que por lo general atribuyen las trece mil bajas de dos semanas de lucha en Cold Harbor a la tasa de bajas diaria), pero también desacredita la creencia común pero errónea de que siete mil (o incluso trece mil) bajas se produjeron en «ocho minutos en Cold Harbor». Esta creencia no es tanto un error como una burda simplificación. Resulta correcto señalar que la mayoría de las cargas aisladas y descoordinadas de la Unión que se lanzaron en Cold Harbor fueron detenidas en los primeros diez o veinte minutos pero, una vez roto el impulso, los soldados atacantes de la Unión no huyeron y la matanza no se detuvo. Catton apunta que «lo más asombroso de todo en esta batalla fantástica es el hecho de que a lo largo de todo el frente los soldados derrotados [de la Unión] no se replegaron en retaguardia». Por el contrario, hicieron exactamente lo que los soldados de la Unión y la Confederación habían hecho una y otra vez a lo largo de la guerra: «Se quedaron donde estaban, entre 40 y 200 yardas de distancia de la línea confederada, cavando trincheras de escasa profundidad en la medida de lo posible, y continuaron disparando.» Y los confederados también continuaron disparándoles, a menudo con cañones situados en los flancos y la retaguardia a una espantosa corta distancia. «A lo largo de todo el día», señala Catton, «continuó oyéndose el terrible fragor de la batalla. Tan solo un soldado experimentado podría haber discernido solo por el ruido que la intensidad del combate a media tarde era de alguna manera menor que la que había sido en la penumbra del amanecer, cuando las cargas fueron rechazadas.»

      Se tardaron ocho horas, y no ocho minutos, para infligir esas horribles bajas a los soldados de Grant. Y, al igual que en la mayoría de las guerras desde el tiempo de Napoleón hasta nuestros días, no fue la infantería sino la artillería la que causó la mayor parte de las bajas.

      Solo cuando entra en juego la artillería (con su estricta supervisión y la vigilancia mutua entre sus miembros) puede verse un cambio significativo en la tasa de muertes. (La mayor distancia a la que se encuentra la artillería de sus objetivos, tal y como veremos, también incrementa su efectividad.) La realidad, sencillamente, parece ser que, al igual que los fusileros de S. L. A. Marshall durante la segunda guerra mundial, la inmensa mayoría de los soldados con rifles y mosquetes de guerras pretéritas se mostró persistente y consistente en su incapacidad psicológica para matar a sus congéneres. Sus armas estaban tecnológicamente capacitadas, y eran físicamente capaces de matar, pero en el momento decisivo, cada uno de estos soldados se encontró con que, en su corazón, no era capaz de matar al hombre que tenía delante.

      Todo


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