Obras Completas de Platón. Plato Читать онлайн книгу.
ION. —El médico.
SÓCRATES. —En suma, cuando se habla de unos mismos objetos, será siempre el mismo hombre el que dará cuenta de los que hablan bien y de los que hablan mal; y es evidente que si no distingue el que habla mal, no distinguirá tampoco el que habla bien; se entiende respecto al mismo objeto.
ION. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —El mismo hombre, por consiguiente, está en estado de juzgar lo uno y lo otro.
ION. —Sí.
SÓCRATES. —¿No dices que Homero y los otros poetas, entre quienes se cuentan Hesíodo y Arquíloco, tratan de los mismos objetos, pero no de la misma manera, y que Homero habla bien y los otros menos bien?
ION. —Sí, y nada he dicho que no sea verdadero.
SÓCRATES. —Si, pues, conoces tú al que habla bien, debes conocer igualmente a los que hablan mal.
ION. —Así parece.
SÓCRATES. —Así, mi querido Ion, no podemos engañarnos, si decimos que Ion está versado en el conocimiento de Homero igualmente que en el de los demás poetas, puesto que confiesa que un mismo hombre es juez competente de todos los que hablan de los mismos objetos, y que todos los poetas tratan poco más o menos las mismas cosas.
ION. —Pero entonces, Sócrates, ¿me dirás por qué, cuando se me habla de cualquier otro poeta, no puedo fijar la atención, ni puedo decir nada que valga la pena, y en realidad me considero como dormido; y por el contrario, cuando se me cita a Homero, despierto en el acto, presto la mayor atención, y las ideas se me presentan profusamente?
SÓCRATES. —No es difícil, mi querido amigo, adivinar la razón. Es evidente, que tú no eres capaz de hablar sobre Homero, ni por el arte, ni por la ciencia. Porque si pudieses hablar por el arte, estarías en estado de hacer lo mismo respecto todos los demás poetas. En efecto, la poesía es un solo y mismo arte, que se llama poética; ¿no es así?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —¿No es cierto, que cuando se abraza un arte en toda su extensión, una misma crítica sirve para juzgar de todas las demás artes? ¿Quieres, Ion, que te explique cómo entiendo esto?
ION. —Con el mayor placer, Sócrates; gusto mucho en oíros, porque es oír a un sabio.
SÓCRATES. —Quisiera mucho que dijeras verdad, Ion; pero ese título de sabio solo pertenece a vosotros los rapsodistas, a los actores y a aquellos cuyos versos cantáis. Con respecto a mí, no sé más que decir sencillamente la verdad, cual conviene a un hombre de poco talento. Júzgalo por la pregunta que te acabo de hacer, y ya ves que es trivial y común, como que lo que he dicho está al alcance de cualquiera, esto es que la crítica es la misma en cualquier arte que se considere, con tal de que sea uno. Tomemos un ejemplo. La pintura en su conjunto, ¿no es un solo y mismo arte?
ION. —Sí.
SÓCRATES. —¿No hay y ha habido gran número de pintores buenos y malos?
ION. —Ciertamente.
SÓCRATES. —¿Has visto tú alguno que, siendo capaz de discernir lo bien o mal pintado en los cuadros de Polignoto,[3] hijo de Aglaofón, no pueda hacer lo mismo respecto a los otros pintores? ¿Que cuando se le presentan las obras de estos se duerma, se vea embarazado, y no sepa qué juicio formar? ¿Mientras que cuando se trata de dar su dictamen sobre los cuadros de Polignoto, o de cualquier otro pintor particular que sea de su agrado, se despierte, preste su atención, y se explique con la mayor facilidad?
ION. —No ciertamente, yo no lo he visto.
SÓCRATES. —Pero qué, ¿en materia de escultura has visto alguno que esté en actitud de decidir sobre el mérito de las obras de Dédalo, hijo de Metión, o de Epeio, hijo de Panopeo, o de Teodoro de Samos, o de cualquier otro estatuario, y que se vea dormido, embarazado y sin saber qué decir de las obras de los demás escultores?
ION. —No, ¡por Zeus!, no he visto a nadie en este caso.
SÓCRATES. —No has visto, me figuro, a nadie, sea con relación al arte de tocar la flauta o el laúd, o de acompañar con el laúd al canto, o sea con relación a la rapsodia, que esté en estado de pronunciar su juicio sobre el mérito de Olimpo, de Támiras, de Orfeo, de Femio, el rapsodista de Ítaca, y que tratándose de juzgar del mérito de Ion de Éfeso, se viese en el mayor embarazo, y se considerase incapaz de decidir, en qué es bueno o mal rapsodista.
ION. —Nada tengo que oponer a lo que dices, Sócrates. Sin embargo, puedo asegurar, que soy yo, entre todos los hombres, el que habla mejor y con más facilidad sobre Homero, y que cuantos me escuchan convienen en lo bien que hablo, mientras que nada puedo decir sobre los demás poetas. Dime, yo te lo suplico, de dónde puede proceder esto.
SÓCRATES. —Eso es lo que quiero examinar, y quiero exponerte mi pensamiento. Ese talento, que tienes, de hablar bien sobre Homero, no es en ti un efecto del arte, como decía antes, sino que es no sé qué virtud divina que te trasporta, virtud semejante a la piedra que Eurípides ha llamado magnética, y que los más llaman piedra de Heraclea. Esta piedra, no solo atrae los anillos de hierro, sino que les comunica la virtud de producir el mismo efecto y de atraer otros anillos, de suerte que se ve algunas veces una larga cadena de trozos de hierro y de anillos suspendidos los unos de los otros, y todos estos anillos sacan su virtud de esta piedra. En igual forma, la musa inspira a los poetas, estos comunican a otros su entusiasmo, y se forma una cadena de inspirados. No es mediante el arte, sino por el entusiasmo y la inspiración, que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas. Lo mismo sucede con los poetas líricos. Semejantes a los coribantes, que no danzan sino cuando están fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando componen sus preciosas odas, sino que desde el momento en que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor, y se ven arrastrados por un entusiasmo igual al de las bacantes, que en sus movimientos y embriaguez sacan de los ríos leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento en que cesa su delirio. Así es que el alma de los poetas líricos hace realmente lo que estos se alaban de practicar. Nos dicen que, semejantes a las abejas, vuelan aquí y allá por los jardines y vergeles de las musas, y que recogen y extraen de las fuentes de miel los versos que nos cantan. En esto dicen la verdad, porque el poeta es un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no le arrastra y le hace salir de sí mismo. Hasta el momento de la inspiración, todo hombre es impotente para hacer versos y pronunciar oráculos. Como los poetas no componen merced al arte, sino por una inspiración divina, y dicen sobre diversos objetos muchas cosas y muy bellas, tales como las que tú dices sobre Homero, cada uno de ellos solo puede sobresalir en la clase de composición a que le arrastra la musa. Uno sobresale en el ditirambo, otro en los elogios, este en las canciones destinadas al baile, aquél en los versos épicos, y otro en los yambos, y todos son medianos fuera del género de su inspiración, porque es esta y no el arte la que preside a su trabajo. En efecto, si supiesen hablar bien, gracias al arte, en un solo género, sabrían igualmente hablar bien de todos los demás. El objeto que Dios se propone al privarles del sentido, y servirse de ellos como ministros, a manera de los profetas y otros adivinos inspirados, es que, al oírles nosotros, tengamos entendido que no son ellos los que dicen cosas tan maravillosas, puesto que están fuera de su buen sentido, sino que son los órganos de la divinidad que nos habla por su boca. Tinnico de Cálcide es una prueba bien patente de ello. No tenemos de él más pieza en verso, que sea digna de tenerse en cuenta, que su Peán[4] que todo el mundo canta, la oda más preciosa que se ha hecho jamás, y que, como dice él mismo, es realmente una producción de las musas. Me parece, que la divinidad nos ha dejado ver en él un ejemplo patente, para que no nos quede la más pequeña duda de que si bien estos bellos poemas son humanos y hechos por la mano del hombre, son, sin embargo, divinos y obra de los dioses, y que los poetas no son más que sus intérpretes, cualquiera que sea el dios que los posea. Para hacernos conocer esta verdad, el dios ha querido cantar con toda intención la oda más bella del mundo por boca del poeta más mediano. ¿No crees tú que tengo razón, mi