Obras Completas de Platón. Plato Читать онлайн книгу.
delirio: el uno, que no es más que una enfermedad del alma; el otro, que nos hace traspasar los límites de la naturaleza humana por una inspiración divina.
FEDRO. —Conforme.
SÓCRATES. —Hemos distinguido cuatro especies de delirio divino, según los dioses que lo inspiran, atribuyendo la inspiración profética a Apolo, la de los iniciados a Dionisio, la de los poetas a las Musas, y en fin, la de los amantes a Afrodita y a Eros; y hemos dicho, que el delirio del amor es el más divino de todos. Inspirados nosotros por el soplo del dios del amor, tan pronto aproximándonos como alejándonos de la verdad, y formando un discurso plausible, yo no sé cómo hemos llegado a componer, como por vía de diversión, un himno, decoroso sí, pero mitológico al Amor, mi dueño, como lo es tuyo, Fedro, que es el dios que preside a la belleza.
FEDRO. —Yo estuve encantado al oírlo.
SÓCRATES. —Sirvámonos de este discurso para ver cómo se puede pasar de la censura al elogio.
FEDRO. —Veamos.
SÓCRATES. —Todo lo demás no es en efecto más que un juego de niños. Pero hay dos procedimientos que la casualidad nos ha sugerido sin duda, pero que convendrá comprender bien y en toda su extensión al aplicarlos al método.[25]
FEDRO. —¿Cuáles son esos procedimientos?
SÓCRATES. —Por lo pronto deben abrazarse de una ojeada todas las ideas particulares desparramadas acá y allá, y reunirlas bajo una sola idea general, para hacer comprender, por una definición exacta, el objeto que se quiere tratar. Así es como dimos antes una definición del amor, que podrá ser buena o mala, pero que por lo menos ha servido para dar a nuestro discurso la claridad y el orden.
FEDRO. —¿Y cuál es el otro procedimiento?
SÓCRATES. —Consiste en saber dividir de nuevo la idea general en sus elementos, como otras tantas articulaciones naturales, guardándose, sin embargo, de mutilar ninguno de estos elementos primitivos, como acostumbra un mal cocinero cuando trincha. Así es como en nuestros dos discursos dimos primeramente una idea general del delirio; en seguida, a la manera que la unidad de nuestro cuerpo comprende bajo una misma denominación los miembros que están a la izquierda y los que están a la derecha, en igual forma nuestros dos discursos han deducido de esta definición general del delirio dos nociones distintas: el uno ha distinguido todo lo que estaba a la izquierda, y no se rehizo para dar una nueva división sino después de haberse encontrado con un desgraciado amor, que él mismo ha llenado de injurias bien merecidas; el otro ha tomado a la derecha, y se ha encontrado con otro amor, que tiene el mismo nombre, pero cuyo principio es divino; y tomándolo por materia de sus elogios, lo ha alabado como origen de los mayores bienes.
FEDRO. —Dices verdad.
SÓCRATES. —Yo, mi querido Fedro, gusto mucho de esta manera de descomponer y componer de nuevo por su orden las ideas;[26] es el medio de aprender a hablar y a pensar. Cuando creo hallar un hombre capaz de abarcar a la vez el conjunto y los detalles de un objeto, sigo sus pasos como si fueran los de un dios.[27] Los que tienen este talento, sabe Dios si tengo o no razón para darles este nombre, pero en fin, yo les llamo dialécticos. Pero, a los que se han formado en tu escuela y en la de Lisias, ¿cómo los llamaremos? ¿Nos acogeremos a ese arte de la palabra, mediante el que Trasímaco y otros se han hecho hábiles parlantes, y que enseñan, recibiendo dones, como los reyes, por precio de su enseñanza?[28]
FEDRO. —Son, en efecto, reyes, pero ignoran ciertamente el arte del que hablas. Por lo demás, quizá tengas razón en dar a este arte el nombre de dialéctica, pero me parece que hasta ahora no hemos hablado de la retórica.
SÓCRATES. —¿Qué dices? ¿Puede haber en el arte de la palabra alguna parte importante distinta de la dialéctica? Verdaderamente guardémonos bien de desdeñarla, y veamos en qué consiste esta retórica de que no hemos hablado.
FEDRO. —No es poco, mi querido Sócrates, lo que se encuentra en los libros de retórica.
SÓCRATES. —Me lo recuerdas muy a tiempo. Lo primero es el exordio, porque así debemos llamar el principio del discurso. ¿No es éste uno de los refinamientos del arte?
FEDRO. —Sí, sin duda.
SÓCRATES. —Después la narración,[29] luego las deposiciones de los testigos, en seguida las pruebas, y por fin las presunciones. Creo que un entendido discursista, que nos ha venido de Bizancio, habla también de la confirmación y de la sub-confirmación.
FEDRO. —¿Hablas del ilustre Teodoro?
SÓCRATES. —Sí, de Teodoro. Nos enseña también cuál debe ser la refutación y la sub-refutación en la acusación y en la defensa. Oigamos igualmente al hábil Éveno de Paros, que ha inventado la insinuación y las alabanzas recíprocas. Se dice también que ha puesto en versos mnemónicos la teoría de los ataques indirectos; en fin, es un sabio. ¿Dejaremos dormir a Tisias y Gorgias? Éstos han descubierto que la verosimilitud vale más que la verdad, y saben, por medio de su palabra omnipotente, hacer que las cosas grandes parezcan pequeñas, y pequeñas las grandes; dar un aire de novedad a lo que es antiguo, y un aire de antigüedad a lo que es nuevo; en fin, han encontrado el medio de hablar indiferentemente sobre el mismo objeto de una manera concisa o de una manera difusa.
Un día que yo hablaba a Pródico, se echó a reír, y me aseguró que solo él estaba en posesión del buen método, que era preciso evitar la concisión y los desarrollos ociosos, conservándose siempre en un término medio.
FEDRO. —Perfectamente, Pródico.[30]
SÓCRATES. —¿Qué diremos de Hipias? Porque pienso que el natural de Elis debe ser del mismo dictamen.
FEDRO:
¿Por qué no?
SÓCRATES. —¿Qué diremos de Polo con sus consonancias, sus repeticiones, su abuso de sentencias y de metáforas, y estas palabras que ha tomado de las lecciones de Licimnio, para adornar sus discursos?
FEDRO. —Protágoras,[31] mi querido Sócrates, ¿no enseñaba artificios del mismo género?
SÓCRATES. —Su manera, mi querido joven, era notable por cierta propiedad de expresión unida a otras bellas cualidades. En el arte de excitar a la compasión, en favor de la ancianidad o de la pobreza, por medio de exclamaciones patéticas, nadie se puede comparar con el poderoso retórico de Calcedonia.[32] Es un hombre que lo mismo agita que aquieta a la multitud, a manera de encantamiento, de lo que él mismo se alaba. Es tan capaz para acumular acusaciones, como para destruirlas, sin importarle el cómo. En cuanto al fin de sus discursos, en todos es el mismo, ya le llame recapitulación o le dé cualquier otro nombre.
FEDRO. —¿Quieres decir el resumen, que se hace al concluir un discurso, para recordar a los oyentes lo que se ha dicho?
SÓCRATES. —Eso mismo. ¿Crees que me haya olvidado de alguno de los secretos del arte oratorio?
FEDRO. —Es tan poco lo olvidado que no merece la pena de hablar de ello.
SÓCRATES. —Pues bien, no hablemos más de eso, y tratemos ahora de ver de una manera patente lo que valen estos artificios, y dónde brilla el poder de la retórica.
FEDRO. —Es, en efecto, un arte poderoso, Sócrates, por lo menos en las asambleas populares.
SÓCRATES. —Es cierto. Pero mira, mi excelente amigo, si no adviertes, como yo, que estas sabias composiciones descubren la trama en muchos pasajes.
FEDRO. —Explícate más.
SÓCRATES. —Dime,